ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Madonna cumplirá 60 en Maneadero

Antonio León

 

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Está de moda burlarse de Madonna, pero a las nuevas generaciones les falta visión, genuina mala baba y sentido del humor a raudales. Conformes con señalar su edad o lo ridícula que se ve en plan damnificada del Snapchat, no reparan en las décadas de sana diversión que esta mujer lleva dándonos; por ejemplo: cuando pensó que una banda cero memorable como Candlebox (¿quién chingados?) podría tener éxito durante el maremoto del grunge, fichándolos en su sello Maverick Records, o la ocasión en que quiso grabar R&B elegante pero sensual, y sin la mitad de voz que se necesitaba para hacerlo, o en los mítines arengando sartas de estupideces contra Bush, luego contra Trump, o en la entrega de premios en que se montó un numerito lamentable acompañada por el vocalista de los Red Hot Chili Peppers, o cuando se puso pendeja ante las críticas a los altos precios para verla en vivo soltando un absurdo “Yo lo valgo”, como una especie de María Antonieta adulta mandándonos a comer pastel a falta de conchitas de vainilla.

Es cuestión de salirse de los tutoriales de maquillaje y entrar a esa cosa en desuso llamada buscador, para obtener material con el cual tirarse de la risa como poseso en la seriedad de un rosario pascual.

 

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Ser fan de alguien de talento medidito es una tarea sacrificada. Hay una loca tendencia a idealizar a la figura y caer en trances de negación cuando alguien dice que no hace tan bien lo suyo, aunque se trate de medio entonar una canción acerca de Dick Tracy, la película basada en el cómic más anodino del mundo.

Con la edad y los primeros atisbos de madurez, he aceptado que Madonna cada vez canta peor y baila menos. Hay una vieja anécdota sobre el debut de Lola Flores, la gran Faraona de España, en el Carnegie Hall de Nueva York: “No sabe cantar, no sabe bailar, no se la pierda”, se leía en los diarios. Con Madonna sucede algo parecido y los que la amamos de manera trágicamente incondicional lo sabemos: que si por algo se suceden las opiniones de “reina de la reinvención”, “una visionaria mujer del mundo del entretenimiento”, y otras del estilo cuando le hacen un tributo en alguno de los canales de videos en vías de extinción, es porque se les dificulta decir: “baila y canta bien bonito”.

 

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Yo tenía ocho años cuando escuché a Madonna por primera vez en la vieja camioneta de mi padre, de camino a la casa en la que él realizaba trabajos de carpintería. Se trataba del primer álbum, el disco homónimo, el tema se llamaba “Dress You Up” y era pegajoso como un chicle en el zapato en una tarde de verano. Al instante quedé prendido de la canción cuya letra, supe después, es una curiosa analogía entre el mundo de la moda y el del sexo desenfrenado.

Por primera vez en la vida, sonaba en ese vehículo algo que no fuera The Cars. Cuando le pedí a mi padre aquel disco prestado, ya no lo tenía: lo más probable es que lo regaló en una borrachera y volvió a la banda de Ric Ocasek.

 

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Con el tiempo, tuve mi primer disco de Madonna: mi tía Olga me lo compró cuando me vio babear de deseo en un aparador de una vieja tienda de discos en la zona centro de Ensenada, un día en que dejamos el pueblo para ir a visitar a un abogado de renombre, un tipo muy inteligente pero muy feo. En aquella ocasión escuché por primera vez, en boca de un personaje pedestre, la palabra divorcio —hasta el momento sólo la había escuchado en canciones de Lolita de la Colina que interpretaba Lupita D’Alessio—. En ellas también aparecían los vocablos sábana, amantes, estúpida y engaño.

Este primer disco de Madonna era una colección de sus primeros hits. Contenía uno de mis himnos hasta la fecha: “Into The Groove”, con el cual me moví más que las placas tectónicas de la Baja California en los últimos 20 años. Aquel fue un verano definitivo que duró un par de temporadas, la época de gracia de Louise Veronica Ciccone, hit tras hit, como si en ello fuera sobrevivir después de un coito. La palabra coito nunca apareció en las canciones de Lupita D’Alessio.

 

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Llega diciembre, llueve y no hay manera de esconder la tristeza. En Maneadero no hay servicios públicos y la gente quema neumáticos en la calle por alguna asociación extraña entre fuego negro e invierno. Los adornos navideños y su imaginario del polo norte no nos representaron nunca: los bellos trineos de luces no aparecían deslizándose por el lodo de calles sin pavimento, los monos de nieve no se ven igual hechos de barro.

 

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Un día, mi tía Olga me vio bailar por toda la casa de mi abuela con el enésimo canto de mi diva de cabecera y sonrió, me tomó la cara con las manos y me dijo: “Tú eres el niño más hermoso del mundo, pero tienes que saber que todo será más difícil para ti en los próximos años”.

A las dos semanas comenzaron las dificultades: ella murió a los 23, cuando era más guapa que nunca, en un horrible accidente de motocicletas. Durante el funeral estuve sentado en el asiento trasero de la camioneta de mi papá, lejos del llanto y las caras ajadas de duelo, con mis audífonos y el volumen a tope. Madonna estaba conmigo, dando masaje al alma de mi primera orfandad.

 

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Hace algunos días se hizo viral en redes sociales la historia de un niño fan de My Little Pony que tuvo que lidiar con unos patanazos que, en español de La rosa de Guadalupe, se burlaban de su afición por el pequeño equino de los colorcitos brillantes, a quienes este chico intentó poner en su sitio plantando cara e inconformidad por las estupideces que los insulsos del video se encontraban facturando en equipo.

En cierta forma, ese niño soy yo durante mi etapa adolescente, con la diferencia de que mi caso alcanzaba cuotas dolosas cuando no me dejaban poner mi casete Immaculate Collection, los hits de Madonna.

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Mis amigos decían cosas que desde 1995 no se han vuelto a escuchar: que era música comercial, que se trataba de una artista prefabricada, que era un producto plástico y que fuera yo a chingar a mi madre (no les voy a mentir, esto último sí lo he vuelto a escuchar en las décadas subsecuentes). Yo fui el antecesor de este lindo e inocente niño de los arcoíris galopantes de crin al viento, pero gritando en aquellas fiestas: que Robert Smith se maquillaba mal y tenía chichis de telera, que Fobia eran una panda de inservibles, que los Caifanes eran música para gente incapacitada del esfínter y que los Héroes del Silencio eran mejores cuando el cantante principal era Raphael. La verdad es que durante los últimos años noventa no quedabas bien hablando de Madonna ni con las peluqueras del barrio.

 

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Las canciones siempre van primero: un track perdido del disco Erotica, de título “Secret Garden”, chapotea entre la chanson para cines porno, con un relato en trip hop prematuro. También está “Drowned world”, de Ray of Light, en el que la Madonna adulta reflexiona sobre la fama imbuida en las texturas acolchonadas del productor William Orbit. No puedo dejar de mencionar la balada “Live to Tell”, que alcanza tintes épicos al ser interpretada en vivo, desde un crucifijo de cristales Swarowsky en la gira Confessions.

 

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Entonces pasa que, al final del día, uno se queda a solas con un río de aspiraciones o se deja ir en la vieja práctica de preferir lo hermoso antes de lo conveniente. Los otros se comportaban ante mis pasos de niño haciendo caras y voces. Los adultos deberían estar hechos de otra manera, sin necesidad de ser verdugos de quienes apenas están dibujándose en algún material que encuentran a su paso.

Ahora tengo 40 y sé que no hay problema con la vida que escogí, con los pasos que doy hacia el centro de una búsqueda que no me da la gana terminar. Madonna está a punto de cumplir 60 años y sigue siendo hermosa, cantando como una piara de ángeles cabareteros y bailando en bucle ante un mundo que no sabría qué hacer sin ella. Que los demás digan misa acerca de su talento: un día aprendí que existe la palabra subjetividad y ahora la uso para todo, con más razón si no lo entiendo. Madonna llega a cualquier edad con la coreografía del orgullo. Es una artista hecha de limadura de imán. De vocación multiforme porque aburre ser lo mismo, porque nada realmente grande es igual todos los días.

 

Antonio León (Ensenada, Baja California). Es poeta, editor de poesía en la revista El Septentrión y colaborador esporádico de noisey\vice. Ha sido columnista del semanario Es lo cotidiano y actualmente desmenuza sus fijaciones en el blog Muerte por videoclip. Es autor de los libros Caricia del velocímetro, Busque caballos negros en otra parte (pinosalados) y :ríos, de la colección Ojo de Agua, editada por CETYS Universidad. En 2016 fue el ganador del Premio estatal de literatura (poesía) en Baja California, con el libro El Impala rojo. Consomé de Piraña, editado por Carruaje de pájaros y el Instituto Sinaloense de Cultura, es su libro más reciente.