Cinco poemas
Marisa Martínez Pérsico
Anutka y los búhos
Ha muerto la vecina de la planta baja.
Desde el balcón observo
el camión de la mudanza. Oigo
a sus hijos dando asépticas
órdenes a los empleados.
Ha muerto así, serenamente,
sin morteros, ni túneles, ni mujeres violadas.
«Qué envidia morir sin enterarse»
opinan mis vecinos del grupo de los vivos.
Pero yo la escuché que cantaba hacia adentro,
arrullando un dolor convertido en necrosis.
Coleccionaba enanos de jardín
y yo bajaba a verlos, cuando vine a esta casa.
Un día me leyó «Anutka y los búhos»,
un cuento imprevisible
con lobitos y canarios jugando a las canicas.
¿Reverbera su ausencia en algún borde de mí?
medito mientras busco
objetos familiares
en las cajas abiertas que suben al camión.
Me turba
un sentimiento de normalidad,
la sensación de luto razonable
si se está de regreso.
Un día, en la farmacia,
frente a la máquina expendedora de turnos,
un letrero decía: «ritirare il biglietto dalla feritoia».
Feritoia, «ranura», pero yo entendí «herida».
«Retirar el numerito de la herida».
Quizás tengan razón nuestros vecinos
y en este gran mercado irremediable y confuso
la suya sea la forma
más bella —y ordenada— de morir.
En un vestuario de Naantali
Después del sauna
voy allí
donde generaciones de mujeres
van sacándose
las botas o las bragas.
Hay un desfile
de piernas de gacela
de cuellos arrugados, celulitis
tatuajes de ideogramas
o delfines.
El clima es agradable
y tenemos la suerte
de no estar
en un campo de exterminio.
Mis zapatos me esperan bajo llave
en un armario propio
y no
en una pila anónima.
Reconozco
a la chica del pubis pelirrojo
a la anciana del rostro compungido
los glúteos de una joven
la inglesa con su tanga y cavado brasileño
enseñando hasta el clítoris
la rubia finlandesa que agita sus pezones
si se peina el flequillo.
Me miro al espejo de pared.
Se ven mis accidentes, decisiones,
los signos del amor.
Mi lunar al ombligo. La cesárea mal hecha.
El esternón dañado por el golpe
de un cinturón de cuero, cuando niña.
¿Es la errancia
de un dios inaccesible
que va sembrando huellas
en los cuerpos?
La piel cuenta la historia mejor que las palabras.
Pero no permanece.
Finlandia
Aun sin moverte, como estos árboles
Eugenio Montejo
En teoría
yo debía partir
para una residencia de escritores
en Finlandia.
La idea era ver los maniquíes
las tiendas de Helsinki
las cabañas folclóricas de Sysmä
cómo duelen sus hombres de ojos claros
si besan con las uñas
si su altura es obstáculo
para aplicar las técnicas
del tantra.
Pero vino la peste.
Decidida
a viajar a cualquier precio
entre los fiordos olímpicos,
imaginé Finlandia.
La toqué con los párpados azules.
Me inventé el amor de sus vikingos.
El sol de medianoche.
Los robles amarillos de sus plazas.
Tal vez Ítaca sea solamente
—compañero Kavafis—
la promesa del viaje.
Peces de ojos tristes
«Nunca compres pescado de ojos tristes»
me decía mi madre, al volver del mercado.
«La mirada sin brillo te advierte que son viejos»
«que se han muerto hace mucho».
Desde entonces,
en las pescaderías y los bares
cuando miro otros ojos
me detengo
en las córneas hundidas
y en los iris gastados.
«Que no te engañen vendiéndote ojos tristes»
repetía mi madre.
Confieso
que en más de una ocasión
—y aunque sabía—
yo elegí comprarlos.
Francotiradores de Sarajevo
¿Por qué no vamos
de vacaciones a Bosnia?
Ha sido tu pregunta
de estos años.
Hojeabas la revista Bell'Europa
y andabas por la casa
con un cuadro
del antiguo cementerio judío.
En la foto de la tienda
que reza Cvjecara
las flores germinan en la roca
a través de los impactos
de mortero.
Hay orquídeas en venta,
para los amantes
y los muertos, me decías.
¿Por qué no organizar
un viaje a Herzegovina,
este verano?
Estabas triste a destiempo.
Por entonces
eras sólo un muchacho
de familia opulenta
que franqueaba el confín
de los Balcanes
por tumbarse en las playas
sin bombas del Egeo.
Pero es fácil ser lírico
con la tragedia ajena.
Pavonearse entre los símbolos
con temas prestados
sin usar las rodillas
como patas de perro
por burlar a los maquis
del Bulevar Selimovica.
¿Por qué no vamos a Mostar,
aunque sea unos días?
Yo tenía trece años.
El padre de mi amiga
amanecía pegado
a una emisora europea
para oír del asedio,
de su hermano en Markale,
de esa Miss Universo
coronada en un sótano.
Yo escuchaba The Cult
en la otra sala.
La pureza no duele
cuando el mal no nos toca.
Después de Sarajevo
no es posible mirar una criatura
sin vendarse los ojos.
No volviste a insistir.
La llevarás, ahora, de la mano
al osario de tórtolas
del cuadro.
Y todo está en su sitio,
amor,
no te disculpes.
Yo tendré otras montañas.
Marisa Martínez Pérsico (Buenos Aires, Argentina, 1978). Escritora, investigadora y traductora. Doctora en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca y licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Es autora de El cielo entre paréntesis (Valparaíso Ediciones, 2017), Finlandia (RIL Editores, 2021) y Principios y continuaciones (Pre-Textos, colección La Cruz del Sur, 2021). Entre otros reconocimientos, obtuvo el II Premio Nacional de Poesía «Río de la Plata» por Las voces de las hojas; el XXIV Premio Latinoamericano de Poesía Ciro Mendía, Casa de Cultura de Caldas, Antioquia, por Las cosas que compramos en los viajes, y el XLVIII Premio Nacional de Poesía Rafael Morales por Los parques interiores.