ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Asociaciones de Anita
(fragmento)

Aída Escobedo

 

 

Me casé en Ciudad Valles. Tu abuelo era de Linares, se llamaba Mateo Guerrero, era supervisor de ruta de la cerveza Carta Blanca. Lo conocí cuando yo era maestra en una comunidad bien pequeñita y muy nativa, por la vieja carretera a México. Teníamos que caminar todavía doce kilómetros más para llegar ahí. Se llamaba El Desengaño, era 1961. Luego luego me embaracé, ya vivíamos juntos, tu bisabuela no estaba de acuerdo: Mateo era viudo, tenía seis hijos que estaban con su exsuegra. Ya estaba muy grande, tenía treinta y algo, y yo apenas veinte. Tu bisabuela dijo que estaba mal y no fue a la boda. Hasta que me embaracé se le quitó el enojo, tardó en venir. Ahora entiendo que sí estaba mal, en aquel tiempo no entendía. Mateo decía que era sencillo, que era fácil… que me quería. Un día fuimos a casa de mi mamá a visitarla, parecía que todo bien, pero Mateo se fue a trabajar y ella aprovechó para agarrarme a golpes con el tubo. Me dejó marcas. Yo protegía mi vientre, me hacía como caracol mientras escuchaba su sermonzote. Tu abuelo llegó y me vio toda moreteada. Dijo: “Pos ¿qué pasó?”. Y que agarra y que le dice a tu bisabuela: “Ya no es suya, ahora es mi esposa, ya estamos casados”. Me llevó. Nos fuimos. Mi mamá no dijo nada ni firmó el acta de matrimonio. Nos fuimos a la calle de Carranza, muy cerca del cine Río. Ahí estuve mucho tiempo y un día llegó mi mamá. Antes, en los sesenta, la edad de libertad era a los veintiuno, yo apenas tenía veinte, había cierta restricción, pero ya le habíamos avisado varias veces que nos íbamos a casar. Apenas había muerto su esposa, tenía un año, yo apenas estaba estudiando, no me había titulado. Cuando nos casamos nos fuimos a Carranza y la suegra se llevó a los niños. Mateo dijo que estaba bien. Los seis niños, el chiquito tenía dos años. Un día salieron a jugar y salió un perro; asustó a todos, pero más al chiquitito. Todos sus hermanitos corrieron menos él, por chiquito. Pobrecito, se empezó a vomitar, se cayó. Eso fue en Linares. La señora no le avisó rápido, creían que era pasajero. Luego Mateo me contó. Fue a Linares. Él iba a Linares cada tres meses a ver cómo estaban, quería ver qué tan grave era, se llamaba Raúl, como tu papá, Raulito. Regresó con él, me lo trajo, estaba muy malito, su cabecita ya estaba muy grande. En el Seguro le dijeron que estaba ya muy mal. En ese tiempo no curaban la hidrocefalia avanzada y la cabecita seguía creciendo. Se nos murió. En la clínica de Tampico mandaban a los enfermos graves del Seguro Social; estuvo ahí medio año. Un día nos avisaron que falleció. En seguida nació tu tía Ana, y seguidito que muere la suegra, la mamá de la esposa. A los niños los dejaron con madrinas: la grande con el bautizo, Beatriz; Ofelia, con sus tíos; Martita, con una tía hermana de su mamá. Todos separados porque la mamá no estaba. Yo pensaba, “eso no es correcto”, no me sentía apta para cuidar niños. Le pregunté a la familia qué pensaba, quedaban cinco. No me traje a todos, se vinieron cuatro. Primero los cuidé yo, luego se enteró tu bisabuela. Yo estudiaba, trabajaba, cuidaba a los cuatro niños, a Ana. Me preguntas cómo me sentía, pues claro que útil, pensaba en los niños, estaban chicos. No tenían mamá. Con las niñas no tuve problema, se adaptaron rápido. El niño sí no quería estar conmigo y se lo llevaba tu abuelo a trabajar, no quiso ir a la escuela. Tenían como cinco años, se adaptaron rápido. Yo igual tenía cinco años cuando me quedé huérfana, yo tenía cinco años cuando mi papá se murió; hasta la fecha siento que me hace falta. Estuve consciente. No entendía cómo lo metían en la tierra. Me pusieron en la cabecera, ahí enfrente del hoyo. No entendía muchas cosas, pero te juro, mami, eso es lo peor que pueden hacerle a un niño, ver esa escena. Luego todos los días sentía que tenía que llegar. Me preguntaba de chiquita por qué habían hecho algo así, por qué mi papá. Y yo sentía que a los niños les pasaba eso. Luego Mateo se fue de pronto, era ojo alegre y ya tenía muchos otros hijos. Le gustaban muchachas jóvenes, se llevó una de dieciséis. Me dijo que se iba a Matamoros con mi suegra y su hermano. Me decía que iba a regresar, que su hermano traía muchos camiones, mucho trabajo, todos los días sentía que tenía que llegar. 

 

Nota

Asociaciones de Anita es un texto que se está formando solo, es la voz de mi abuela. Surge de la idea de una llamada telefónica a Anita, a quien, como a todas las abuelas, le gusta contar historias. Le gusta repetirlas como un síntoma, se presta mucho para eso y una tiene que aprovechar la oportunidad, pues a veces es muy difícil hablar. Aunque parece sencilla, la tarea de transcribir y dar cierto orden y cierta forma al texto no lo es. Creo que el trabajo más difícil y que se está olvidando es el de escuchar a una persona sin intervenir, sobre todo cuando esta es alguien de otro tiempo y tiene ideas que pueden parecer arcaicas. ¿Qué se rescata de ellas? Es lo que me pregunto al colgar el teléfono. Pretendo hacer un libro con sus memorias. Creo que las voces de las abuelas deben ser rescatadas.

 

Aída Escobedo (Puebla, 1991). Es licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica (BUAP) y maestrante en Teoría Crítica (17, Instituto de Estudios Críticos). Actualmente trabaja en el libro La madre inmunda, proyecto de investigación y poesía experimental sobre maternidades subversivas. Ha publicado en diversas revistas y dosieres de poesía, como Grafógrafxs, Granuja Revista, Los Demonios y los Días y El Rizo Robado. Es becaria del PECDA e integrante del taller de poesía de la revista Grafógrafxs.