ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Final con grillo

Atahualpa Espinosa

 

Para Datsun

 

Cuando nació, de un vientre de alquiler, el color gris verdoso de su piel despertó muecas de asco. La pareja de padres postizos despidió a los médicos con un contrato de confidencialidad y a los padres biológicos con unos billetes extra y palmadas de falsa compasión en la espalda. Salieron de esa casa en un barrio perdido a las orillas de la ciudad y arrojaron a la bebé en un lote baldío, molestos por la necesidad de invertir en una gestación y un parto nuevos. El aroma del barro fresco le dejó una marca profunda. Cada vez que vuelve a olerlo, un estremecimiento recorre todo su cuerpo, aunque no sabe la razón.  

Tampoco es capaz de recordar el nombre y autor de una sola de las canciones que ha escuchado a lo largo de su vida, aunque por otra parte las memoriza todas a la perfección. También sabe con precisión el momento y el lugar en que estaba cuando las oyó por primera vez, aunque le cueste ponerlo en palabras.

Una mujer, que entre semana alternaba su trabajo de santera con lecturas callejeras de tarot y los fines de semana vendía grapas que escondía bajo el mantel de su puesto de jugos en el tianguis, la levantó cuando su respiración se había vuelto lenta hasta casi desaparecer (aparentemente, un designio en el mazo que había tirado en la mañana le había anunciado el hallazgo y supo que debía llevarla a su casa). La bebé solamente movía los labios. Cuando la mujer acercó el oído, notó, más como presentimiento que como auténtica percepción, que repetía un sonido suave a ritmo constante, como una sílaba indiscernible. Eran los latidos de su propio corazón. Más tarde, cuando escuchó melodías distintas y más complejas, tuvo un repertorio más amplio. Estrictamente cada segundo lo pasaba tarareando canciones. Por cierto, nunca dormía. Tal vez habría cantado si hubiera sido capaz de pronunciar una sola palabra antes de los siete años.

Al principio, la mujer lo encontró intolerable, hasta que un día se le ocurrió dejarla en una esquina, con un plato vacío a sus pies, para la limosna. Resultó que para eso era una superdotada. No paraba nunca de repetir cualquier tonada que por turno se le hubiera pegado desde el amanecer y podía quedarse en el mismo sitio y postura (la mano extendida, la palma vuelta hacia arriba) hasta que alguien llegara a moverla. Fue un periodo de feliz simbiosis para la madre adoptiva, hasta que la niña enmudeció, justo antes de que llegara la adolescencia. Dos meses más tarde el silencio se mantenía y no daba la impresión de que fuera a romperlo pronto. Lo leyó como un pésimo augurio. Además de lo que encontró en su adivinación, echando mano de una conciencia administrativa admirable, calculó que sus finanzas quedarían en mejor estado si la dejaba en cualquier calle solitaria del barrio más alejado de su casa. Previó acertadamente que no sería capaz de regresar.

Su apariencia recordaba más a la de un anfibio o un liquen que a la de un ser humano. Eso debe haberle simpatizado al grupo de estudiantes de biología que vivían cerca de ahí. La tarde que fue abandonada, ellos llevaban a cuestas una borrachera que ya duraba una semana. La falta de respuesta ante su interrogatorio sobre domicilio, nombre y demás, pero, sobre todo, la docilidad aparente en su mirada les convenció de llevarla con el resto de quienes compartían su casa (el número variaba cada día, pero se movía alrededor de la decena) y presentarla como la Niña Planta. Tenían poco más que ofrecerle además de cerveza y papitas, pero ella pareció satisfecha. Al final de la noche, en medio de su primera borrachera, ya le resultaba imposible mantener la vertical, pero pronunció la primera frase de su vida, en modo imperativo: “pongan más música”. Antes de terminarse la siguiente caguama, ya había vuelto a cantar.

Rocha, el mayor de los estudiantes y quien había firmado el contrato del inmundo departamento, la mantuvo a su lado como el único huésped constante durante los nueve años que tardó en terminar la carrera. Se convirtió en su amuleto. Le tomó algo de tiempo, pero encontró un método que le permitió memorizar las planillas de claves que compraba, por medio de sus contactos, para aprobar los exámenes: con sólo ponerlas en una canción improvisada, ella podía repetirlas sin detenerse, como un mantra, mientras él se dedicaba a cualquier cosa que no le implicara demasiado desgaste intelectual. Después de dos o tres días, durante los que había escuchado las claves sin parar, en una misma tonada infinita, se quedaban impresas en su memoria, como por arte de magia. Además, su presencia, señal un tanto vaga de las aptitudes paternales de Rocha, persuadía sin falla a las visitas femeninas de quedarse en su sala un poco más, justo lo suficiente.

De todo esto, como de sus siguientes años, ella no recuerda más que los momentos a los que puede asomarse cuando vuelve a escuchar las mismas canciones de entonces. En esa niebla quedó la memoria de su trabajo en las líneas de ensamblaje de una maquila; su exhibición como niña-trofeo en spots del Teletón; su estancia de semiesclavitud en la oficina del presidente ejecutivo de una trasnacional, donde llegó a hacer de tope de puerta y pisapapeles; y su aparición (sin que nadie supiera cómo llegó ahí) en el segundo plano de la foto histórica donde los presidentes de México y Estados Unidos firmaban un acuerdo para concesionar las áreas naturales restantes del territorio nacional. También, el día en que vio al que habría sido su padre postizo, el mismo que sobornó a su familia biológica, un segundo antes de que lo atropellara un microbús: ella le miraba con insistencia desde la banqueta y él se distrajo con esa niña de apariencia extraña, que le recordaba algo fuera del alcance de su conciencia. En el segundo que le tomó darse cuenta de que estaba por morir, mientras su vida entera pasaba frente a sus ojos, ella apareció dos veces en la película.

Hoy Rocha está sentado a su lado, al interior de una casita, casi vacía, que ella renta en medio de un campo deshabitado y polvoriento. Debe ayudarle a hacer una lista. Como ella es incapaz de encontrar las canciones que recuerda, más allá de las tonadas en su cabeza, él debe identificarlas y grabarlas. Se ayuda de una app recién diseñada, que parece hecha a la medida de ella. Por medio de esta, una tonada que se tararea en el micrófono de la laptop es cotejada con su correspondiente original. Cualquier recuerdo musical vago puede encontrar su fuente. Es una tarea larga, porque ella tiene una memoria musical inagotable, pero antes de que termine el día, ya tienen las más importantes.

Ella está convencida de que eligiendo adecuadamente la música se puede contar la historia de una vida, en todo su arco y hasta en sus menores detalles, y al apretar el botón de reproducción se tendría un relato más preciso que con cualquier biografía escrita. Esa playlist es un regalo que Rocha quiere hacerle. Será lo último que ella escuche (tiene una enfermedad que nadie ha sido capaz de diagnosticar, pero en los últimos días ha cobrado toda la apariencia de ser terminal) y sonará en las bocinas del auto de Rocha en su entierro clandestino, de forma que los escasos testigos hagan el recorrido de esa vida como si hubieran compartido cada día con ella. 

Está conectada a un respirador artificial ambulante, una de las muchas baratijas de las que ha debido echar mano desde hace unos años, debido a complicaciones de defectos congénitos que no pueden contarse con los dedos de una mano. Está cansada, lo único que desea es cortar los cables del aparato, dejar que el aliento se escape y, junto con él, cada uno de los sonidos que ha acumulado, un conjunto que empata a la perfección con el de sus recuerdos. Todos ellos se agolparán para salir por cualquier resquicio, dejándola vacía, como si alguien le hubiera jalado al escusado. Desea conocer el sueño por primera vez.

Poco antes de irse Rocha (pasará a recoger el cuerpo al día siguiente por la mañana), toman la última cerveza y comienzan a escuchar la lista. A medio camino, él se da cuenta de que se trata de la obra de un genio: cada parte de su amiga está en esas notas. Para alguien que no aprendió nunca a atarse las agujetas o a decir enunciados complejos, ese solo talento compensa la falta de los demás. Un grillo canta en la oscuridad que hay al otro lado de la ventana. Ella pide un favor de última hora. Sí, puede añadirse el grillo para cerrar la lista, le responde Rocha antes de dejarla sola.

 

Nota

 

No creo en los métodos para escribir, excepto cuando se trata de gente a la que le funcionan los métodos para escribir, gente entre la que no me incluyo. 

A veces tengo una idea de punta a punta y espero encontrar el tiempo para descargarla en el teclado (uno se vuelve mañoso con los años; al principio casi no me pasaba esto de ver un cuento entero en mi cabeza antes de escribirlo); otras, casi siempre de hecho, parto de una noción vaga, una hebra de personaje a la que luego trato de darle forma sin intenciones claras. 

Con frecuencia pasa que, mientras escribo, me voy dando cuenta de que no había nada ahí, que esa idea vaga no iba a ninguna parte y que más que tratarse de una semilla de historia era una especie de glitch y nada más. Cuando tengo suerte, el cuento desarrolla una tracción suficiente para mover mis manos hacia el punto final, aunque en principio ignore el recorrido. Este último fue el caso de “Final con grillo”. 

Ese cuento nació con una imagen brumosa, la protagonista, aún amorfa (con menos forma aún que la que aparece en el cuento, que de por sí es poco sólida). Quería que fuera alguien suspendido entre lo humano y lo no humano, no sólo cercana a lo animal, también a lo vegetal y a lo mineral. Pero esa distancia que la separa de las personas es un engaño: en lo más profundo, es igual a nosotros. 

El rasgo que más define a la protagonista es su relación con la música. En ese sentido, su historia es una especie de autorretrato. Al igual que ella, y que muchísimas personas seguramente, todo el tiempo tengo una canción reproduciéndose en mi cabeza. Se me ocurrió que, tal vez, la historia de la música que una persona tiene “pegada” en su mente a lo largo de su vida puede ser la biografía más fiel posible. 

 

Atahualpa Espinosa Magaña (Zamora, Michoacán, 1980). Es narrador, guionista y locutor. Autor de los libros de relatos Violeta intermitente (2002) y El centro de un círculo imaginario (Tierra Adentro, 2007). Ha publicado relatos y columnas en revistas, como Tierra Adentro, Vice México y Punto de Partida, y en diarios, como La voz de Michoacán. Actualmente conduce el programa de noticias y música distópicas Satélite Centenario, que se transmite por Radio-Nopal.com todos los lunes. Su cuenta de Twitter es @nombretemporal