Boleto por favor
Zauriel
La noche de Silao me acaricia los pies y tiemblo. Me pregunto por qué no te llamé si llevo cinco horas aquí. Pude haber pasado a tu casa y platicar con una caguama mientras esperaba el próximo viaje. Mis labios se resisten a pronunciar tu nombre en voz alta: Gerardo.
La verdad es que me gusta
sentirme varado
en cada pausa que se toman los
autobuses.
Me ves frente a ti
y dices que “huele a
perro mojado,
a ladridos
que se despiden
en cada saludo”.
Quizá tampoco te marqué porque no habría podido evitar mencionar a Montse. Mientras te escribo a ti, también le escribo a ella y a chorrocientas personas más. Me escribo para no tenerme que olvidar.
“Hola, Mon. ¿Cómo has estado?
El viento arrancó bastantes
momentos del suelo
y se los llevó en forma
de arena
desde la última vez que bailamos.
Sigo enamorado de ti
y la semana pasada
me inscribí a un curso de cocina”.
“Hola, Diego. ¿Qué hay de ti? Sé que últimamente las cosas no parecen ir bien, vas de casa al trabajo escondiendo tu rostro entre las manos. ‘No pasa nada’, dices, ‘nunca había sido tan libre’. Después termina tu jornada laboral y corres a encerrarte porque nadie te visita.
Porque la cagaste
y nuestros amigos piensan en monstruos
cada que
te pronuncian,
pero lo que hiciste no fue monstruosidad
sino pendejada,
y gente pendeja
habemos en todos lados”.
¿Quién no ha escrito bombas multisilábicas sin intenciones de rima
en sus cartas de rencor?
Que lance la primera piedra
quien nunca haya
reprochado la ausencia.
Que levante su mano
la persona que
jamás se ha arrepentido de
un clic en estado de ebriedad.
Somos, primeramente, seres animales y como animales hay que juzgarnos.
De todas formas cualquier condena que nos asignen incluirá azotes.
Al aumentar el movimiento
me siento más estático
“ruido blanco con trozos de carne”
mi autobús ya no es verde
ahora es azul
y estoy en Guadalajara.
Pero no quiero estar en Guadalajara,
me gusta el turismo
pero aborrezco
el silencio de los hoteles,
detesto sus pasillos liminales
que no llevan a ningún sueño
y odio su tendencia a torturar aves
que caen después de chocar
contra ventanas psicotrópicas.
Un pato silvestre me platicó dos fábulas sobre gusanos que cantan antes de ser comidos (algunos especialistas creen que han desarrollado una especie de religión primitiva) en la Ciudad de los Cien Mil Abrazos, donde no hay hoteles ni bancos ni sonido ambiental que no sea graznido.
Busco la ciudad
esperando encontrar
los Abrazos.
Aquí en Pachuca las nubes
no tienen pena:
se pasean enormes y tristes
sobre nuestras cabezas
como elefantes llorones
que se burlan
del fuego
y de sus nombres
y de sus dioses
que acá abajo parecen montañas.
Pero siempre nos gustó
cultivar incendios
y pretender que todo
lo que hacemos
tiene algún sentido
más allá de salir en televisión.
Cada vez que se detiene para luego avanzar, el camión se sacude, todo en su interior tiembla como las tripas de un gato que ronronea.
Algunas personas miran la ventana y el resto no ve nada.
Un hombre sube a toda prisa, acomoda el cuello de su chamarra café con una mano mientras saca dinero de su bolsillo con la otra.
—Sí va pa la central, ¿vedá? —pregunta.
El conductor asiente y la pecera vuelve a ronronear.
Unos metros más adelante el hombre hace otra pregunta; su respiración es agitada y mira hacia todos lados.
—¿Como en cuánto pasa por aquí el que va de regreso?
—Unos diez minutos —responde el chofer—, pero ya es el último.
Nuestro protagonista temporal baja de la unidad caminando con los pies de quien tiene muchos lugares adonde ir, pero no entra a ninguno por desesperación.
Es de noche y quisiera salir corriendo tras él, decirle que yo también me siento desesperado, que me cuesta permanecer en un solo sitio y por eso vivo huyendo, que hace rato sentí mucha pena después de gritar “me lleva la verga” frente a un público involuntario porque se me cayó la Maruchan, que vi en sus ojos la misma condición que me aqueja: soy un relámpago sin nubes.
Le das una calada a tu cigarro y sonríes al leer
“Jesucristo no visita esta ciudad”
grafiteado en el muro de una escuela.
Me tomas de la mano y dices que
el momento más hermoso es en el que habitamos.
Caminamos juntos hacia ningún lado,
no hablamos durante el trayecto
y me quedo pensando
en que no vi a Jesús en ninguna de las ciudades que visité.
En Mazatlán creí verlo de reojo
en un vagabundo que tomaba el sol.
No somos piadosos, nadie nos enseñó la misericordia, al contrario, crecimos con la caricia constante de espinas en nuestra espalda. El Paraíso es un hotel cinco estrellas para el que no nos alcanza.
Contemplo Puebla desde mi hotel tres estrellas.
Hace diez minutos
bebíamos en un bar del centro
pero tú estabas
demasiado ebrio
y yo
demasiado nervioso
por estar conociendo
a uno de mis músicos favoritos.
Luego salí del lugar
con la excusa de que me llamaban
por teléfono;
en realidad tuve miedo
de tu tambaleo.
Sigo sin encontrar una ciudad donde me abracen o diaperdis me abrasen. Quizá debería considerar el diagnóstico que me dio una mosca albina: estoy mutilado emocionalmente.
Carlos, ¿recuerdas el día que
amenacé con lanzarme bajo un
tráfico inexistente
a las dos de la mañana?
Me contaste que toda
la bandita había estado
en mi lugar.
Ustedes tenían veintisiete y yo veinte,
siete años más de experiencia
que te permitieron decir
“Se va a poner peor
pero no hay pedo,
aquí andamos
y te queremos mucho”.
Yo también los quiero pero me cuesta quererme. Cuando encuentro espejos se me antoja romperlos.
Una vez vi a un motociclista
romperse el cuello a toda velocidad
en la carretera 57,
cerca de Querétaro.
Al llegar a la estación
lo primero que hice fue llamarte
contando cómo el impacto de su cráneo
hizo que todo el cuerpo saltara
antes de golpear otra vez el pavimento.
“Ese tipo de muerte quiero”, te dije,
“una que sea al mismo tiempo
vuelo y canción”.
En mi torrente caótico hay un poco de sangre
y accidentes viales
que atascan mis venas
con recuerdos llegando al trabajo a deshoras
porque un “hasta luego”
condujo borracho su Chevy.
Veo muchas personas guapas,
pero ellas no me ven a mí;
perdidas en su propia realidad
devoran el mundo como paleta Tustsipop
mientras una horda de avispas
acecha en los árboles.
Cuando estoy triste maldigo el día que me supe llamarada y tuve que abandonar la idea de un hogar. Todo lo que toco arde.
Maldigo las vías del tren
por no tener adonde llevarme
sino a sí mismas.
Si pudiera, viajaría en tren y no en autobús,
pero todo lo que soy es pasajero
y no se me permite escoger
el vehículo que me dejará
insano y salvo
en alguna frontera
donde el lenguaje
se haga con abrazos.
Zauriel (San Luis de la Paz, Guanajuato, 2000). Estudia Filosofía en la Universidad de Guanajuato. Autor de Galletas para suicidas(Editorial Frenéticos Danzantes, 2019), La llaga (Premio de Literatura León, 2021) y Díganle adiós al ratón (Tierra Adentro, 2021), entre otros libros. Es integrante del taller de poesía de Grafógrafxs.