Antes de sentirme envuelto por los bordes corrugados del profundo cielo oscuro del polietileno
Federico Vite
En aquel tiempo mi vida era un festín de corazones por donde el vino fluía. Senté a la belleza en mis piernas y la injurié. Después de eso, la camioneta Chevrolet negra se detuvo. Abrió la portezuela: descendió una morena turgente que vestía falda tableada azul cielo y una blusa roja; el conjunto era rematado por un par de zapatos de piso color escarlata.
—¡Eres un pendejo! —gritó.
La camioneta se perdió velozmente por las curvas ascendentes rumbo a La Quebrada.
—¡Maldito! —odió en voz alta ese ángel—. ¡Puto de mierda!
Algo estúpido hizo el tipo para que esa chica se enfadara así. Escupió. Apretaba los puños y maldijo una y otra vez.
—¡Hijo de siete mil putas! —Hizo una pausa—. ¡Hijo de setenta mil putas! —Giró la cabeza y cobró consciencia de mí—. ¿Tú qué me ves? —retó elevando las manos, como si llevara dos pistolas listas para liquidarme.
—Estoy descansando. —Guiñé un ojo coqueteando abiertamente. Yo ya no tengo nada que perder. Nada.
Me vio con asco; bajó los brazos.
—No estoy para mugrosos —balbuceó.
—Ven. —Golpeteé la roca donde estaba sentado—. Acomódate.
Se aproximó escupiendo a diestra y siniestra. Estaba frente a mí, como un espectro furibundo.
—Así que tienes problemas conyugales, mujer.
—¡Oh! Eres adivino. —Dio media vuelta y agigantó nuestra lejanía al dar unos pasos.
Suspiré. No era bueno contestar una frase irónica con violencia. No. Aún no.
—¡Mujer! ¿Qué show? —Sonrió y bajó la mirada—. A ver, dime, ¿adónde vas?
Chasqueó los labios carnosos. Se convirtió en un paisaje que podría haber salido del pincel de Lucian Freud.
—¿Por qué los hombres nunca entienden nada?
—No me conoces. —Guiñé nuevamente un ojo y me levanté de la piedra para que pudiera verme mejor—. Ven. Anda. Cuéntame.
Ella no reparó en mi bermuda ni en mi camisa hawaiana. Vi sus muslos deportivos y ese simple hecho me alegró. Realmente soy alguien simple.
—No soy un circo, ¿entiendes? —respondió, pero no dejaba de sonreír.
El calor de junio nos asfixiaba.
—No sé. —Extendió los brazos para enfatizar nuestra distancia—. No puedo entender qué pasó. De hecho, no sé qué onda, pero me duele, sabes. —Echó una mirada hacia la avenida López Mateos, por donde avanzó la camioneta.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
Abrió la boca; en seguida giró la cabeza de izquierda a derecha. Borró mi pregunta con ese gesto.
—No, papacito. A ver. Te acabo de conocer. —Movió las manos con furia—. No, no. Me topé contigo y eso es todo. ¿Por qué crees que te diría mi nombre?
Caminó un poco por la avenida López Mateos. Aprecié la carnosidad de ese cuerpo en movimiento, la rotunda curva de las nalgas, las piernas abriendo paso en la tarde calurosa. El sol proyectaba la sombra de esa mujer sobre las raíces de los árboles de tamarindo. El cabello negro y salvaje rozaba la cintura estrecha. Cincelé esa estampa en mi mente. Di media vuelta. Andaba descalzo porque perdí mis Top Sailer. Iba en sentido contrario al de ella. Escuché un silbido. Giré la cabeza con lentitud: ella me observaba. ¡Ah, esa mirada! El cabello chino ocultaba el esplendor del pecho, caía sobre la tela delgada y húmeda de la blusa vaporosa.
—¡Oye, disculpa! ¡Disculpa! —gritó mientras hacía una visera con su mano para cubrirse del sol—. ¿Por dónde llego a Caleta?
—¡Yo te llevo! —grité.
Avanzamos varios metros, a paso de tortuga, con un calor infernal. Ella caminaba muy despacio. Con la humedad golpeándome el cuerpo sentí el negro aleteo de la miseria. Íbamos a unos metros de distancia, así ha sido siempre con las mujeres que he amado: lejanas a medias, perdidas un poco, pero reflexivas siempre. Caminábamos bajo la sombra frutal de un árbol de mango. Descubrí un billete oculto entre las hojas secas; me agaché para tomarlo y la miré sonriendo desde esa posición. Salivé un poco. Éramos la anomalía festiva de un paisaje desolado. No tenía prisa por regresar a esa casa. Sabía lo que me encontraría en la sala. En algún momento debía ir a ese mugrero por mi mochila.
—¿Quieres un helado? —pregunté al doblar el billete y meterlo en la bolsa trasera de mi bermuda.
—Es que no tengo ganas de hablar. No sabes nada de mí. Ni siquiera tienes zapatos, pareces un loco. —Hizo una pausa—. Llevo días peleando con ese tipo, no sé qué hacer y tú me invitas a tomar un helado. ¡Carajo!
Detecté un olor conocido saliendo de su boca.
—¡Bebiste ron! —Froté mis manos—. Estás cruda; por lo tanto, voluble. No sé por qué no me había dado cuenta. ¿Te duele la cabeza?
Asintió moviendo varias veces el dedo meñique, ademán que otorgó cierta orfandad a la expresión infantil.
—Bueno, entonces, agua, Alka Seltzer y mucha voluntad para hidratarte. ¿Quizá una cerveza?
Sonrió.
Sentí la brisa en mi cara. Las gaviotas planeaban en círculos por encima de los árboles.
—No hay coincidencias en esta vida —dije al ver su frente amplia. Elevé la vista aún más para confrontar la belleza del cielo azulísimo arriba de ella—. Tú serías la mujer con la que me gustaría compartir mi cepillo de dientes.
—¡Noooo! —gritó—. ¡Cálmate! —dijo—. ¿Sabes por qué me bajé de la camioneta?
—Porque no te quiere ese pendejo.
—Me sacó del Hooters. Y me gusta el cabroncito, pero no tiene ni la mitad de humor que tú. Eso es bueno.
—Eso es lo mejor que me han dicho hoy.
—Es diputado. Y pues, mira, yo vivía en un hotelito del centro. Me apantalló. Yo quiero estar mejor, salir del pinche bar, ¿pero cómo le hago? ¿Cómo diablos salgo de ahí? Ni siquiera me alcanza para comer. Me gusta la buena vida, la ropa, los perfumes. Me gusta comer bien, porque lo bueno siempre es muy rico y caro. En Acapulco ya no hay turistas. No hay nada. Sólo muertos. ¿De qué voy a vivir aquí?
Mientras la oía mi desilusión se hizo inmensa. Era otra mujer guapa que pedía a gritos solvencia económica, comodidad, una mejor vida.
—Entonces vas a regresar a tu casa; de ahí te bañas y te vas directo al trabajo, mujer. A lo mejor aún tienes chamba, ¿no?
—No quiero volver. —Hizo una pausa parando la boca—. Van a decir que soy una gran puta.
Me tocó el pecho. Y esta vez no sentí nada. Las mujeres con inquietudes monetarias me atrofian. Su anhelo de ascendencia social me ajusta la rabia, el rencor y el ánimo por liquidar la sintaxis de lo establecido. Pensé en el mugrero de esa casa, en las bolsas de plástico negro; en las moscas que debían rondar la sala.
—¿Y qué piensas hacer entonces, mujer?
Suspiró largamente. Noté que perdía esplendor. Esa consistencia grisácea de los adultos anidaba en cada gesto. La fortaleza voluptuosa del pecho también decayó; los hombros se arqueaban. Asumió la postura derrotista, esa nulidad de la existencia. Yo no reproduje los ademanes lastimeros de antaño, cuando intenté ser como ella. Pero ella estaba rota. Podía escucharse el desbarrancamiento en el volumen bajo de su voz. Tuve la sensación de que había pasado mucho tiempo junto a ella.
—¿Debería regresar con los míos?
—No lo sé.
—No, no. Nada más pensar en las casitas de lámina, sin agua, sin muebles, sin ventilador. ¡Noo! —Apretó los puños—. Soy una especie de flor de pantano, ¿sabes? Desde niña, desde muy niña, siempre he tenido mala suerte, porque de alguna manera u otra llego con el tipo que me trata peor que el anterior. ¿Por qué?
Me abrumó toda esa pesadumbre que empezó a depositar sobre la charla. El sudor destrozaba las facciones suaves de su rostro. Envejeció rápidamente. Volví a pensar en el mugrero de esa casa.
—No estoy contenta con mi vida. Mis aspiraciones son esto. —Jaló su falda—. Y para nada me gusta —dijo conteniendo el llanto.
Supuse que se imaginó flotando sobre agua sucia, con el hedor de la miseria devorándola. Esa mujer no sentiría la dicha de un paseo nocturno con el mar de fondo. Cada uno de sus pensamientos cortaba.
—Entonces, ¿tú estás aquí por casualidad o porque esperabas muchachas para seguirlas? —Aligeró la pesadumbre con la pregunta.
—¿La verdad?
—Sí, sí —dijo—. Podría decir que ya somos conocidos y sería bueno platicar, ¿no crees?
—¡Okey! Pues mira, soy alguien que cometió un grave error. La culpa me está matando, pero no me arrepiento. Es lo que debía hacer, es el tipo de cosas que yo debía experimentar para llegar aquí. Tuve suerte de encontrarte —dije mostrando mi billete.
—¡Eres un tierno!
Supe que le gustaban hombres proclives al caos. Más que saberlo, lo sentí. Bastaba con verla contemplarme; su mirada poseía el fuego tibio de una esperanza.
—Así era mi novio.
Su pacto con la vida sentimental estaba en otro sitio. El amor, la sacralidad pedían volver con él, con el suyo, con el hombre que le decía mentiras generosas.
—¿Cómo se llama el muchacho?
—Alberto. Desapareció. Como los normalistas, como los reporteros, como mucha gente. Desapareció, simple y sencillamente desapareció —dijo esa palabra como si con ello aceptara la rotundidad de la muerte. En cierta forma me entusiasmó.
Era de una hermosura majestuosa oírla expresarse sobre esos temas. Nació en mí un interés genuino por ella. No fue una detonación espontánea, un truco de magia para incrementar los fuegos fatuos del encantamiento amoroso. No. Caminamos por el puerto a cuarenta y dos grados a la sombra, en silencio. Sudamos mucho. Mis pensamientos eran grávidos, filosos: abrían surcos para dejarme cada vez más solo y desanudar la casualidad que me unió a ella. Comprendí la fábula del nosotros. Ella sentía mi compañía, con eso le bastaba. Aún faltaban cuadras para llegar a Caleta. El zumbido de los aires acondicionados fondeaba nuestros pasos.
—Me gustaría evitar comentarios de mi novio. Ya tengo muchos adioses por hoy.
—Lo creo. Mejor nos compramos una caguama en la próxima tienda. Bebemos y platicamos de nuestros fantasmas. A final de cuentas somos mansiones decoradas por espectros.
—Me dejaron sola, con la sensación de que volví a fallar. Eso no me gusta. Una chela está bien. Hoy no vuelvo al bar.
Se jaló el cabello; primero despacio, luego incrementó la fuerza, la neurosis, la desesperación, todo eso podía diagnosticarse cuando empezó a golpearse la frente con los puños.
La detuve. Nos miramos profundamente.
—¿Sabes cómo va terminar esto, mujer?
Con sus lágrimas resbalando por las mejillas, me retó.
—¿Cómo, dime cómo va a acabar esto?
Me acerqué más; la tomé de la cintura.
—¿Con un beso? —susurré antes de calcinarme en la boca de una mujer incendiada.
—No, dime, ¿cómo va terminar esto? —repitió la pregunta cerrando los ojos.
Puse una mano sobre el cuello. No quise apretar mucho, sólo la sentí en esa tibia suavidad que prodigaba el calor, la humedad y la indefensión.
—Vamos a mi casa. Tenemos tiempo para hablar del asunto.
Volví a besarla. Apreté las manos delgadas. Caminamos unos metros más entre besos, charla y una cursilería fingida. Antes de llegar a casa compré dos caguamas. Abrí el portón. Ella entró sorprendida al patio. Vio el jardín, los columpios, el segundo piso de la casa y la alberca.
—¿Vives tú solo?
—De momento así es. Pasa. —Giré la perilla. Empujé la puerta. Dejé las botellas sobre el piso—. Prende la luz, por favor.
Ella caminó a la derecha. Buscaba con la palma de la mano el switch. Agarré el cuello de la botella y asesté el golpe con tal violencia que la rompí. Ella quedó a mis pies. Encendí la lámpara de la sala. Caminé hasta el fondo de la estancia. Me calcé las sandalias de la otra mujer. Regresé por la otra cerveza. Di largos tragos. Acabé pronto y me sentí sumamente festivo.
—Lo que pasa es que tienes el alma muerta. Por eso te ocurren todas estas cosas —grité con la intención de que los muros de la casa guardaran mi energía—. Tienes el alma muerta, por eso todo te sale mal, mujer.
Tomé el resto del dinero que le había quitado a la dueña de la casa. Dediqué unos segundos a ver las paredes de color rosa de la sala. De verdad me gustó mucho ese sitio. Mientras echaba llave al portón me ajusté la mochila. Las sandalias eran realmente cómodas. Pensé en la cantidad de noticias que los diarios sensacionalistas publicarían cuando se supiera que hallaron el cuerpo de una extranjera en bolsas de plástico negras junto a otra mujer. ¿Cómo podían titular una noticia con esas características? Llegué a la Costera. Usé el teléfono público y marqué el 911. Oí gritos, balazos y golpes en una casa de la Gran Vía Tropical, dije. La operadora me preguntó si estaba borracho. No, respondí, pero sería una gran idea. Dejé el auricular colgando, oscilaba con cierto encanto de un lado a otro de la cabina. A lo lejos vi un grupo de turistas bajando de un taxi. Tenían una cerveza en la mano. Jóvenes, inquietos y festivos. Eran la mejor opción para continuar con el fin de semana. Pensé con tristeza que después volvería a casa. Acomodaría mis cosas, trabajaría con ahínco en la oficina. La ansiedad asfixia. Caminé despacio hasta ellos. Necesitaba una copa más y mucha diversión. Oí a lo lejos la voz de Chrissie Hynde, vocalista The Pretenders: Ohh, ohh, ohhh. Back on the chain gang. Ohh, ohh, ohhh! Estuve en el sitio adecuado, en el momento adecuado. I found a picture of you, oh-oh. Those were the happiest days of my life.
Federico Vite. Ha publicado, entre otras novelas, Bajo el cielo de Ak-pulco (Instituto Queretano de la Cultura y las Artes, 2015), Parábola de la cizaña (La Pereza Ediciones, 2018 / Universidad Autónoma Metropolitana, 2012) y Los traidores son deliciosos (Instituto Guerrerense de Cultura, 2006), así como los libros de cuento Como un ruido de grandes aguas (Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla, 2019), Cinco maneras de incendiarse (Secretaría de Cultura de Guerrero, 2015) y Carne de cañón (Cuadrivio, 2015), entre otros. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, árabe y portugués. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.