ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Miguel Oscos (Toluca, 1985). Es egresado de la licenciatura en Informática de la Universidad Autónoma del Estado de México. Es autor de El lado B de la vie (Caligrama, 2017) e Inconsciénteme (2020). Forma parte del taller de narrativa de Grafógrafxs.

 

MENTIRAS PIADOSAS

 

Después de una larga recta pisando el acelerador a fondo, disminuyo la velocidad al escuchar un ruido del lado izquierdo de mi deportivo. Estaciono el automóvil a un costado de la autopista, y al bajar descubro que un neumático se ha pinchado. Por suerte cuento con una refacción en la cajuela y veinte minutos después logro reemplazar el neumático averiado. Cuando parecía que había resuelto el inconveniente, en milésimas de segundo otro automóvil derrapa a centímetros de mi cuerpo. Hasta ese momento dudaba de las personas que veían pasar su vida ante sus ojos antes de morir. Es entonces que mi instinto de conservación me lleva a agazaparme al lado de la puerta, y en un largo parpadeo aparece en mi cabeza el día en que nació mi hija y la primera vez que me perdí en los brazos de su madre. Poco después, al abrir los ojos, noto que una decena de personas auxilia al conductor del otro vehículo y contemplan absortos el momento en el que me incorporo imperturbable y subo a mi deportivo. De inmediato, para no perder más tiempo, presiono el botón de encendido y verifico la hora en el tablero: son las tres treinta y tres de la madrugada.

Al llegar al aeropuerto documento en la sala premier de la aerolínea y abordo mi vuelo con destino a Nueva York. Llegando al corporativo de la farmacéutica, el CEO ignora mi presencia y pasa de largo como si no existiera. Debe tener una gran idea en la cabeza y no sabe cómo ejecutarla, infiero a unos pasos de mi oficina. Si usara una libreta de apuntes al igual que yo, no tendría que vivir absorto en sus pensamientos. A su lado, sus dos esbirros perciben un olor extraño y olfatean mi traje igual que un par de sabuesos entrenados. Sentado detrás de mi escritorio, contemplo la impresionante vista a otros rascacielos mientras bebo lentamente el café que preparó mi asistente.

Siete días después regresó a la Ciudad de México. Una vez en casa, mi pequeña hija me recibe saltando a mis brazos y yo le correspondo con un beso en la mejilla. Acto seguido, mi mujer se acerca, y tras un beso en los labios me invita a pasar a la mesa para cenar en familia. Al terminar, arropo a mi hija y leo uno de sus cuentos preferidos. Más tarde, sintonizo la serie favorita de mi mujer, y al recargar mi cabeza en sus muslos platicamos un largo rato antes de quedarnos dormidos.

La semana siguiente salgo nuevamente de viaje para continuar mis funciones como gerente regional de la farmacéutica. Los días transcurren con normalidad hasta que recibo una llamada de un hospital. Bárbara, mi mujer, y Lilibeth, mi pequeña hija, se encuentran gravemente enfermas. De regreso a la ciudad, a paso veloz entró al hospital y subo a uno de los elevadores. Al lograr controlar mis nervios, siento con mayor intensidad un frío glacial que invade todo mi cuerpo. Sin darle mayor importancia, hallo el cuarto en el que se encuentra mi esposa y mi hija. La seguridad del lugar es pésima: nadie preguntó a dónde me dirigía, si quisiera hacerle daño a cualquier paciente, sería sumamente fácil, pienso. Al mirar a Bárbara y a Lilibeth siento que mi corazón se sale de su lugar y no puedo evitar que mis ojos estallen en lágrimas. Ambas tienen parte del rostro destruido y de color negro, como si su piel se estuviera pudriendo de adentro hacia afuera.

—El médico que nos atiende dice que se trata de una bacteria que necrosa el tejido vivo —explica Bárbara, con la voz entrecortada y tratando de no acercarse—. Es una bacteria muy contagiosa; por favor, aléjate de mí, Ricardo.

—Papá, me estoy convirtiendo en un monstruo —gritó Lilibeth, corriendo a mis brazos y esperando encontrar en mí las respuestas a tan terrible mal.

—No llores, pequeña, esto debe tener una solución —aseguré, abrazando a ambas contra mi pecho, sin importarme qué tan contagiosa era la supuesta bacteria.

—Lo primero que tenemos que hacer es salir de este lugar —anuncié, ayudándole a ambas a quitarse la intravenosa.

Al caminar por los pasillos del hospital, otros pacientes miraban con repulsión sus rostros. De frente a nosotros, una mujer vomitó a sus pies y otro enfermo que arrastraba un tripié con un suero evitó pasar al lado de mi hija. La realidad era que no contaba con un plan. Sin embargo, en estos casos el hombre de la casa debe mostrarse seguro y fingir que tiene todo bajo control, sin importar que se esté muriendo de miedo, incluso si se debe formular una o varias mentiras piadosas para encubrir una terrible verdad. Al bajar por las escaleras de servicio un par de camilleros nos descubrieron y al cargar en mis brazos a Lilibeth le pedí a Bárbara que corriera lo más rápido que pudiera. Tras cruzar la puerta giratoria de la salida, los dos hombres desistieron en su intento por atraparnos. A unos pasos del deportivo, les pido a Bárbara y a Lilibeth que esperen dentro, con el fin de regresar al hospital y revisar sus expedientes médicos.

En la entrada hay una cincuentona con un cachorro en brazos, y este, al verme, comienza a ladrar con una violencia que no es propia de un animal de su raza. Dejando atrás a la mujer y al cachorro, igual que la vez anterior, llego a la recepción y aprovecho la distracción de los empleados para entrar al archivo y tomar prestados los expedientes médicos de mi mujer y de mi hija. Al encontrarlos y leerlos rápidamente me percato de que Bárbara y Lilibeth llevaban una semana internadas y que varios especialistas de otros hospitales de la ciudad revisaron su caso. Estos aconsejaron que, de conformidad con los protocolos de sanidad del país, las mantuvieran en cuarentena.

—Bárbara, ¿por qué demonios esperaste varios días para avisarme que estaban internadas en este lugar?

—Al principio creí que no se trataba de algo tan grave, discúlpame —explicó con la mirada vidriosa y la voz apagada.

—¿Algo más que deba saber?

—Ayer un séquito de médicos entraron al cuarto y aseguraron que la bacteria había invadido el torrente sanguíneo de tu hija y el mío —reveló Bárbara, tapando los oídos de Lilibeth con la intención de que no escuchara—. Por lo tanto, según ellos, tenemos los días contados antes de que la bacteria necrose toda nuestra piel.

—No puede ser —expresé, llevándome las manos a la cara.

—¿Sigues amándome?

—¡Qué tonterías preguntas! Siempre te querré, a pesar de que la vida nos dé un revés como este.

—¿Algún médico mencionó una cura?

—No. Todo lo contrario.

—¿A qué te refieres?

—Uno de ellos es epidemiólogo y asegura que la bacteria la contrajimos por tener contacto directo con un muerto. ¿Puedes creerlo? Insinuó que practico la necrofilia.

Conduzco en silencio hacia nuestro hogar. Finalmente, en mi cabeza disipo el ruido de mis pensamientos y conecto los puntos que estaban dispersos y hasta ahora no tenían sentido. Al llegar a casa, finjo realizar una serie de llamadas con el objetivo de encontrar un médico que tenga una cura para la bacteria que invade el cuerpo de las dos mujeres que más amo en esta vida. Más tarde, le aseguró a Bárbara que el dueño de la farmacéutica, por medio del CEO, me ha recomendado un médico que tiene la solución a nuestros problemas. No obstante, esta cadena de mentiras forman parte de un plan que gira en torno a una verdad que estoy por corroborar al entrar al estudio y encender el ordenador. Sentado frente a la pantalla, tecleo el día y el lugar del accidente que tuve semanas atrás. Minutos después compruebo que mi mayor miedo es una realidad y lo anoto en mi libreta de apuntes. Por la tarde, acudo a la farmacia, compró dos cajas de jeringas y un medicamento con un nombre largo y poco conocido. De vuelta a casa, lleno dos jeringas con agua y se las inyecto a Bárbara y a Lilibeth. Cada veinticuatro horas repito la dosis del placebo y a la par la necrosis se expande en sus cuerpos. Cuarenta y ocho horas después, ambas perdieron la capacidad de comunicarse, debido a que su boca se había convertido en un enorme hueco, al igual que su pecho y la boca del estómago. Horas más tarde, sus corazones dejan de latir y ejecuto la parte final del plan. Esperando que sean las tres treinta y tres de la mañana, aguardo junto a ellas con el propósito de que regresen de la muerte de la misma forma que yo lo hice. Sin embargo, nada sucede, así que decido permanecer a su lado el tiempo que sea necesario. Días después, sus cuerpos comienzan a desprender un olor fétido y nauseabundo que alerta a los vecinos, quienes llaman a la policía. Ahora ellas están muertas y yo soy un muerto en vida. Pienso en mil y un formas de suicidarme para salir de este plano de realidad en el que estoy atrapado. En ese instante golpeo mi cabeza contra la pared con la finalidad de hacerme el mayor daño posible. Sin éxito, regreso al ordenador y busco la forma más eficiente de desembarazarme de la muerte, de la vida o de lo que quiera que sea esto. Los días consecuentes intento cortarme las venas, tirarme de un puente, asfixiarme con el humo del escape, incluso ingiero una botella de vodka mezclado con un frasco entero de clonazepam. Nada funciona hasta que uso unas esposas para encadenar mi cuerpo a una gran roca que ruedo hacia el fondo del lago que circunda nuestra casa de campo. En el trayecto, en medio de una profunda oscuridad que me transporta al vientre de mi madre, la fauna marina esquiva mi cuerpo como si se tratase de cualquier pedazo de basura que la gente avienta al agua. Finalmente, logro ahogarme. No obstante, recobró la consciencia cinco minutos después y me ahogo de nuevo, inmerso en un bucle sin fin en el que vuelvo a la vida y regreso a la muerte. Cada vez que abro los ojos me pregunto qué hice para merecer tal castigo. Resignado a padecer esta tortura por toda la eternidad, alzo la mirada y observo a un buzo bajar hacia mí. Al acercarse, introduce una llave en el orificio de las esposas y me lleva con él hacia la superficie. Cinco minutos después, contemplo absorto el cuerpo de Bárbara y el de Lilibeth. La necrosis ha desaparecido. Son tan hermosas como la última vez que las vi sanas.

—Papi, ¿creíste que íbamos a dejarte en el fondo del lago?

—Pequeña Lilibeth, pensé que estaban muertas y que jamás las volvería a ver.

—Lo estamos, igual que tú —soltó Bárbara, flexionando las rodillas y besando mis labios con sus gélidos labios—. Después de salir de la morgue caminando por nuestro propio pie, encontré en la caja fuerte tu libreta de apuntes.

—Sí, papá, ¡tu plan funcionó!

—Ahora podremos vivir felices por toda la eternidad —citó Ricardo, al final de su libreta de apuntes—, seremos la envidia de todos aquellos que mienten piadosamente para lograr la vida eterna.

Amén.

 

 

EL BUSCAVIDAS

 

Un día cualquiera, caminando por una avenida de la ciudad, la Josa y yo nos madreamos a un par de fulanos. La Josa tenía un pretexto para masacrar hombres de mediana edad en las calles: en sus rostros veía la cara de su tío, el que le dio tremendos follones de niño. En cambio, yo no tenía justificación para actuar de esa manera. Entre crujidos de los huesos rotos y la sangre que brotaba de sus bocas, el más golpeado dejó de recuerdo un ojo desorbitado en una jardinera. “No cualquiera aguanta unos patines en la cara con tus botas de combate”, mencionó la Josa antes de que los fulanos huyeran del lugar reptando y suplicando piedad. Fue entonces que caminé hacia la jardinera, flexioné mis piernas y guardé el ojo desorbitado en mi abrigo Balenciaga que, por su estilo desgastado y sus formas asimétricas, los malandros de nuestro barrio pensaban que se trataba de una prenda de segunda mano.

Bajo una tibia llovizna veraniega que caía sobre nosotros, la Josa y yo regresamos a la furgoneta abandonada en la que pernoctábamos. Tras quitarme el abrigo y las botas de combate, le hice un orificio a la cabeza de maniquí que la Josa usaba para colgar sus pelucas, con el propósito de insertarle el ojo del fulano. Acto seguido, se me hizo fácil bajar por los chescos a la Jota, quien hábilmente no metía los dientes y lubricaba con saliva suficiente. Después de terminar, limpié sus labios con un pañuelo desechable. Cuando la Josa levantó la mirada y notó la transformación de su cabeza de maniquí, vomitó a mis pies.

“Desde la semana pasada no distingo la diferencia entre un lunes por la mañana o un viernes por la noche”, comentó la Josa, como le digo de cariño a la Jota, mi amigo y compañero de juerga. Él se autonombra Jota. Pobre diablo, de niño se lo follaba uno de sus tíos, y ahora debe cargar con ese issue. Desde que tengo memoria, la Josa trabaja como tamalero. En la madrugada su jefecita cocina el producto, y la Jota, antes de las diez de la mañana, se encarga de vender los tamales en esta y otras colonias de la ciudad.

–No la chingues, José Luis. Vas a dejar a tus hermanos sin comer –lamentó con un grito ahogado su jefecita, tratando de alcanzarnos, mientras la Josa y yo nos alejábamos en el triciclo de tamales.

–Detesto que me llamé José Luis.

–Lo sé, Josa –dije, bajando el tono de voz y colocando con suavidad mi mano izquierda en su nuca. Ese tipo de detalles volvía loca a la Jota.

–Gracias, Sebastián. Eres la única persona que me comprende, pero ya no soportó ver llorar a mi jefecita.

–No te agüites, Jota, en cuanto nos llegue una lana desempeñamos el triciclo y nos vamos a jurar al Carmen –contesté a la Josa, logrando convencerlo.

Que quede claro que la Josa se volvió jota porque uno de sus tíos se lo follaba de niño. Le pido al lector una disculpa si repito esta parte del relato, no quiero que pasen por alto que José Luis se convirtió en lo que es ahora por los tremendos follones que le daba de niño ese tío, y no por elección, como muchas otras jotas. La Josa no pudo elegir. No había vuelta atrás o, mejor dicho, le gustaba que le dieran por atrás.

Con la lana del triciclo, el tamalero compró activo y seis botellas Rancho Viejo. Con mi parte compré unos ajos. Primero me di un toque con la mota que me había regalado un camarada y luego me acabé a chupetones un LSD. Supongo que todos tenemos vacíos que pretendemos llenarlos con otro vacío, igual que tratar de tapar un bache con otro bache. Desde el primer mal viaje que me di con esas chingaderas, comencé a entablar conversaciones con Epicteto. Así nombré a la cabeza de maniquí de un solo ojo, a la cual también le dibujé una boca y un par de cejas despeinadas con el labial negro de la Josa. Decidí no ponerle orejas, con la intención de que el muy cabrón no escuchara los gemidos de la Jota al morder la almohada. A veces chillaba igual que una ratoncita, no se le podía follar con maldad. Era tierna y suavecita.

–¿Por qué te disculpas con el lector? –preguntó Epicteto, juntando y separando sus labios igual que un pececillo que boquea fuera del agua.

–Disculpa que me justifique reiteradamente. Es una costumbre que adopté desde muy pequeño.

–¿Qué tipo de costumbre es esa? –preguntó altivamente Epicteto, demostrando que podía escuchar sin tener un par de orejas–. ¿Por qué me miras así?

–Discúlpame, Epicteto.

–Deja de disculparte. ¡Te comportas como un imbécil!

–Te ofrezco una vez más una disculpa. De niño, al disculparme, mi intención era evitar que la madre me impusiera un castigo. Ella creía en el perdón como una forma de redención. Por lo tanto, así evitaba que se desquitara conmigo cuando mi padre la golpeaba.

–¿Por qué te refieres a ella como la madre?

–Para evitar sentimentalismos. Eso lo aprendí de la Jota, y él, a su vez, lo aprendió en un anexo doble “A”, donde, por cuarta vez, su jefecita estuvo a punto de internarlo al enterarse de que empeñamos el triciclo de tamales.

–¡Entiendo! —exclamó Epicteto—. Por cierto, ¿aún vive tu madre?

–No. Ella murió en brazos de mi padre, cuando el muy ojete le estampó el cráneo en la pared.

–¡Magnífico! ¡Espléndido!

–¿¡Estás pendejo o qué!? –farfullé, haciendo un esfuerzo por no desmadrar a Epicteto.

–No digas nunca respecto a nada “lo perdí”, sino “lo devolví”. ¿Murió tu hijo? Ha sido devuelto. ¿Murió tu mujer? Ha sido devuelta.

–¡Explícate, cabeza de maniquí!

–Mientras te lo da la vida, ocúpate de ello como de cosa ajena, como se ocupan de la posada los que van de paso.

–¡Ah, chingá! Ahora sí te expresaste igual que un filósofo y no como una cabeza de maniquí.

–Por cierto, mañana, mientras duerman, un pajarito se posará en la ventana y cantará para ti.

–¿Y esa cursilería qué tiene que ver conmigo?

–Al cantar, dicha ave revelará lo que tienes que hacer para no pisar la cárcel por el crimen que cometieron tú y el tamalero al mandar al hospital a aquellos fulanos.

–Eso sí me interesa —comenté poco antes de caer en los brazos de Morfeo.

Dormitando, mi mente iba de ida y vuelta en una montaña rusa que parecía no tener final. Por alguna extraña razón, después de chingarme unos ajos los primeros pensamientos que aparecen en mi cabeza son comparaciones que jamás había elucubrado. Surgen de la nada, de alguna parte de mi mente que perteneció a otro cuerpo. Un cuerpo con una mente más sofisticada y con mayor plasticidad. Por ejemplo, al pensar en la montaña rusa, recordé que en aquella parte del planeta a dicha atracción le llaman, irónicamente, montaña americana. Fue entonces que una perdiz de pecho gris y dorso rojizo se metió por la ventanilla de la furgoneta y comenzó a cantar cerca de mi oído derecho. Por medio de su canto advirtió que la única forma de no caer preso era huir tras su partida y abandonar a su suerte a la Josa, a quien culparían por haber masacrado a ese par de fulanos. Tras asentir con la cabeza, la perdiz abrió sus alas y salió por el mismo lugar por el que había entrado. En ese momento la Josa despertó, centrando su atención en la cabeza de maniquí.

–Se llama Epicteto.

–No mames, Sebastián. Hasta nombre le pusiste –alegó la Jota, tomando un largo trago del tequila Rancho Viejo.

–Si quieres, la tiro en un contenedor de basura –dije, encontrando el pretexto perfecto para salir de la furgoneta.

–Haz lo que quieras, Sebastián, yo seguiré chupando.

Aproveché el momento, y metí a Epicteto en una mochila que también contenía mis objetos de aseo personal, le di un beso en la frente a la Josa y salí de la furgoneta. Cansado de vagar por las calles del centro de la ciudad, entré a los baños públicos que frecuentaba, con la finalidad de quedarme un rato en el vapor y darme un buen baño. Antes de entrar a la regadera, afeité mis bolas a pelo y perfilé mi barba con una máquina rasuradora. Al salir, me topé con otro buscavidas, quien relató a detalle la detención de José Luis. Cambiando drásticamente de tema, le pregunté al fulano si le apetecía un caldito de camarón. Al avanzar, después de mucho tiempo dejé de sentir la mirada inquisidora de la gente que se cruzaba en mi camino. Con la pinta que traía, probablemente imaginaban que era un académico o un novelista, de esos novelistas que escriben historias como esta, medianamente aceptables.

 

Nota

 

Escribir me ha salvado de aterrizar por última vez en los brazos desnudos, enajenados y famélicos de la locura. Lo que más disfruto de la narrativa es vestir y desvestir a mis personajes, darles un color de voz y dejarme llevar junto a ellos por las partes más profundas y oscuras de mi imaginación. Actualmente participo en el taller de narrativa de Grafógrafxs, impartido por Alonso Guzmán, quien no escatima en aportar nuevas ideas y elogios a los textos que aún no ven la luz. Ha sido una grata experiencia encontrarme con él y con mis ahora compañeros del taller.