7 minutos[*]
Cecilia Eudave
I
Jorge descubrió, de pronto, un hueco en su cabeza donde cabía el vacío de su existencia, la opacidad de su presente. Bastó abrir la pantalla del ordenador para percatarse de ello. Sonrió. El hastío no escamoteaba ni un minuto de su tiempo recordándole la pereza que le daba su vida. Le apeteció prepararse un café, encendió un cigarro, necesitaba aplacar la terrible resaca del día anterior y dejar que las horas siguieran su curso habitual: esfumarse sin tomarlo en cuenta. El enfado no se hizo esperar cuando notó que le quedaba sólo un cigarrillo y no había café. Echó un ojo a su reloj, eran las 10:40. Demasiado temprano para un trago. Iba a prender el televisor, no lo hizo, estaba harto de las noticias amarillistas o de los últimos sucesos en torno a los agujeros esparcidos por toda la ciudad. Pensó leer un libro. No, tampoco, eso era cosa de su mujer. Después se detuvo meditativo. De un tiempo a la fecha ya no usaba el nombre de pila de su esposa para referirse a ella cuando estaba o en sus pensamientos. Ya no era Luisa, se convirtió en su esposa, mi señora, o simplemente “ella”. Esa reflexión le sacó un suspiro, se recargó sobre el respaldo de su silla y volvió a mirar la pantalla del ordenador.
En verdad le gustaba la fotografía que tenía de salvapantallas. La tomó hacía varios años, antes de casarse con “Luisa” —le costó pensarla con nombre—, allá, en aquel viejo barrio donde por casualidad fue a hacer un trabajo para una revista de arquitectura, si mal no recordaba. El edificio no lo entusiasmó de inmediato, pero las ventanas poseían terminados art déco que lo hacían distinguirse del resto. Sobre cada una de ellas se había incrustado un mascarón tipo prehispánico, imitación bien lograda de los que hay en el Palacio de Bellas Artes, y las respectivas líneas que enmarcaban las ventanas le daban un aire de marco distinguido. El arquitecto —cuyo nombre no recuerda, seguro era importante— lo ideó como detalle excéntrico para los dueños de los lujosos departamentos.
Observó la foto con atención, era uno de sus mejores encargos. Sin embargo, no fue la que eligieron para acompañar el reportaje, a pesar de la insistencia de Jorge, a quien le pareció la más lograda por ese juego de luces tan natural que se filtró, bañando con un halo casi irreal la escena. El árbol gigantesco de un costado, la esquina redonda del edificio erguido con mucho garbo y los vitrales de los lados derecho e izquierdo orgullosos de sus mascarones indígenas estilizados. Era una fotografía perfecta.
—Y los idiotas de diseño se fueron por las más comerciales.
Con satisfacción, lanzó una bocanada de humo que al chocar con la pantalla la llenó de vaho. Se apresuró a limpiarla, fue cuando la notó. Al principio le pareció una mancha producto de un juego azaroso de luces involuntario; no, era diferente. Jorge se acercó para borrar ese posible dedazo. Mientras lo hacía distinguió a una persona asustada al ver el enorme ojo aproximarse a la ventana. Él sintió lo mismo y cerró, como si se protegiera de aquella visión, la computadora portátil. Se levantó de un salto de la silla y caminó un poco por la habitación. Miró la hora: 10:42. No podían ser rastros de algún sueño, se notaba bastante despierto. Sin embargo, un ligero temor le atravesó el cuerpo, lo desestabilizó.
—Cálmate, Jorge, cálmate. Tienes resaca, a lo mejor todavía estás medio borracho. Sal a caminar un poco, relájate. Come cualquier cosa. Todo esto es producto de tu imaginación, un engaño óptico.
Tendría que dejarse de hablar a sí mismo en voz alta, una manía insoportable que le exasperaba un poco. Suspiró para recuperar el control. Él es un hombre de certezas y por lo mismo no se iba a permitir un desliz con lo absurdo. No había nadie detrás de una de las ventanas de la fotografía de su salvapantallas. Lleno de determinación, abrió la portátil para comprobarlo.
Error.
Casi se desmaya si no fuera porque el latido de su corazón no le dio otra alternativa que estar de pie escuchando cómo se le aceleraba, de manera arrítmica y atroz, ensordeciéndolo e impidiendo cualquier otra reacción fuera de la rigidez. En ese estado confirmó la presencia de una figura diminuta femenina que ahora asomaba medio cuerpo por la ventana buscando algo. Se puso pálido de golpe, logró apoyarse en la mesa. Se sentó. Y entre una nebulosa visión, su oído casi ensordecido por un corazón aterrado, pudo escuchar que hablaba, eran gritos que brotaban de las bocinas de su ordenador. Las náuseas no se hicieron esperar: vomitó de lado. Ella se llevó la mano a la cara sorprendida del espectáculo. No sé cómo apreciaría esas arcadas amarillentas desde la posición en la que se encontraba, porque era una ventana situada a media altura del edificio. Quizá la perspectiva de la mujer hacia él era de abajo hacia arriba, en todo caso muy de frente si este estaba sentado; por ello, a la hora de volver el estómago debió observar una ola de bilis, una cascada maloliente y sorpresiva, lo cual la obligó a guardar silencio, a refugiarse hasta que pasara esa tormenta insólita.
Esperó a que Jorge volviera a tomar color, porque se puso transparente, las venas se le traslucieron por las mejillas blancas. Este espectáculo a la mujer le pareció fascinante y no pudo
reprimir un “¡oooh!”. Seguro el ángulo desde donde miraba a Jorge llenó su campo de visión con una piel llena de venas verdes, rojas y azuladas, recordándole un paisaje galáctico. Los poros de la epidermis, los vellos, el sudor frío completaban el cuadro de un universo que se filtraba por los ojos de ella.
—¿Eres Dios?
Recuperando la compostura, Jorge pasó su mano por el rostro para asegurarse de que aún estaba vivo.
—¿Dios? —se sorprendió contestándole.
—Sí, Dios. ¿Por fin he muerto?
—¿Muerto?
Ella debió pensar que para ser una deidad estaba un poco descolocado, y repetía sus preguntas sin contestar nada reconfortante para sacarla de su asombro, porque no todos los días alguien se levanta y frente a su ventana aparece un ser inmenso con un rostro descomunal que es cielo y tierra a su alrededor. Sacando conclusiones de lo aprendido en años, resumiendo su catecismo vital, acompañado de las lecciones intravenosas de su católica familia, sin más alternativa que explicara la visión, asumió: eso debe ser Dios.
Jorge observó el reloj de la pared: 10:44. Las píldoras para el insomnio seguramente le han causado ese efecto alucinatorio, pero tiene años tomándolas.
—¿Me llevarás a algún lado?
Iba a cerrar la portátil; ella lo detuvo con voz lastimera.
—No, por favor, la oscuridad no.
Respiró profundo y decidió conversar con su locura tempranera.
—No soy Dios. Me llamo Jorge.
Ella no pareció molestarse ni mostró ningún signo de abatimiento, al contrario, se mostró aliviada.
—Bueno, san Jorge.
—No soy santo, soy Jorge a secas.
Perdiendo la paciencia, añadió:
—Como quieras, dime, ¿y ahora qué?
—¿Qué de qué?
—¿Cuál es el siguiente paso?
—¿No sé a qué te refieres?
—No eres Dios, me quedó claro, ¿un ángel? ¿No? Da igual, me tienes que llevar hacia la luz.
—¿Cuál luz?
—La eterna.
Silencio incómodo.
—A ver. No pagué un dineral en un curso de tanatología para aceptar mi muerte temprana, porque ese era mi destino, dejar esta tierra, jodida, por cierto, para ir a un nuevo plano existencial. Llámalo cielo, paraíso o como quieras. Yo elegí nombrarlo “La Luz”. Ahí estaría en paz y total armonía energética. Se me aseguró que alguien me esperaría del otro lado para guiarme. Es donde entras tú. Porque no veo a nadie más a mi alrededor.
Jorge intentó recordar en medio de aquella conversación si había algún antecedente de esquizofrenia en su familia. No, padecían del colon y reumatismo, de la cabeza nada. El abuso de las drogas, tampoco, fue muy moderado en su juventud, un porrito de vez en vez, cuando la cosa era social y ya entrados en confianza. El alcohol, sí, bebe, no al grado de llegar a ver gente muerta. Suspiró. Con resignación trató de aceptar ese suceso sobrenatural —esas cosas pasan— y enfrentarlo con tranquilidad. Aunque esa aparición podría deberse a otra cosa:
—Eres un virus, de esos tan evolucionados que hasta hablan. Hace poco leí un artículo sobre el tema.
—Te aseguro que no lo soy.
Sin contener más su angustia le gritó:
—Y yo te aseguro que no soy ningún dios, en todo caso un loser, y permíteme decirte que en ese rubro me destaco: nada extraordinario como fotógrafo, despreciable como marido, una peste de las que le piden prestado a los amigos porque nunca trae un peso en la bolsa, un egoísta que no tiene hijos porque el mundo le parece un asco, un huevón, no me busco un trabajo decente, y mantenido porque la que lleva las riendas de la casa es mi mujer, y debí decir Luisa. Para ser honestos, ya seguro perdí la cordura, la detesto desde hace un par de años. Ya no cogemos, ni hacemos nada juntos que no sea gritarnos o quedarnos callados con ese odio que nos hemos agenciado desde quién sabe cuándo. Pero como ella no me va a dejar, quién sabe por qué, y yo no quiero ser el malo de la película; además, no tengo ni en qué caerme muerto, por eso aquí estamos jugando a la casita y al matrimonio. Como puedes percibir, soy todo menos un dios. Si no te molesta llamarme Jorge y decirme qué haces en la computadora perturbando mi modesta rutina de zángano, te puedes ir esfumado de mi vida. Y me voy a servir un vodka, o lo que encuentre, y me vale madre que sean las —miró su reloj— 10:46 de la mañana.
Se puso en pie —con cuidado de no pisar su vómito—, no sin antes observar cómo la cara de la mujer se ensombrecía. Fue en ese momento que le pareció muy bonita con esa bata de tafeta verde, se podía adivinar un lindo cuerpo, no más de treinta y cinco años, supuso. Si otras fueran las circunstancias y él no fuera Jorge, ni estuviera tan seguro de serlo, le habría invitado a salir. “¿Salir?” ¿Qué le pasa?, si es una aparición surgida de los anales de su más depravado inconsciente, porque ¿qué otra cosa podía ser?
—Soy Raquel.
—¿Y? —Volvió a sentarse.
—Quería que lo supieras.
—Bueno, yo soy Jorge. Ni santo ni Dios, ¿de acuerdo?
Intentó aproximar su enorme ojo a la pantalla lo suficiente para distinguir las facciones de Raquel. Ella se dejó observar con cierto abatimiento, resignada.
—¿Te puedo pedir un favor?
—No, porque no existes y yo no hago favores.
—Me queda menos de un minuto, segundos.
—¿Cómo lo sabes?
Perdiendo otra vez la paciencia:
—Lo sé, simplemente lo sé. A lo mejor eso es la muerte.
—¿Qué?
—Certezas.
—¿Certezas?
—Quiero que me escuches. Ahora todo me parece tan claro: cuando llega la muerte te cubre de orfandad y lo único que ves es el rostro de un extraño. Ni luz ni cielo ni paraíso, sólo un extraño con una vida insípida o inútil como la propia. No hay más, no habrá más.
A él le dolió que Raquel hablara de su realidad con un convencimiento lapidario. Si bien era cierto, no tenía derecho esa mujer aparecida de la nada a restregarle en la cara su mediocre cotidianeidad. Eso pensaba, y en cómo argumentarle su situación de parásito, cuando ella comenzó a evaporarse. Quiso introducir su mano y detener el proceso; sus dedos chocaron contra la pantalla, sólo alcanzó a retener las últimas palabras:
—No hay más, no habrá más.
Desapareció.
—Basta. Me urge un trago y me vale que sean las 10:47 de la mañana.
Abrió la primera botella que encontró, se sirvió y bebió de golpe el tequila. El alcohol lo revitalizó completamente, lo llenó de un deseo violento por descubrir si lo sucedido fue un fenómeno de su imaginación podrida. Escudriñó con sumo cuidado la fotografía, corrió por una lupa por si Raquel se hubiera internado en la habitación. Indagó hacia dentro, la imagen le devolvía una oscuridad plana. Puso su portátil en diversas posiciones para obtener un ángulo que le permitiera ver el interior de cualquiera de las ventanas. Nada.
—Se ha marchado.
Lo pronunció en voz alta mientras se le atoró un inmundo malestar que no sabía por qué le aprisionaba el pecho.
—Ahora me voy a poner como un imbécil sentimental. ¿Qué podía hacer yo por una mujer imaginaria que me creía Dios? ¿Qué?
Se tomó otro tequila sin quitar la vista de la pantalla. Secretamente ansiaba verla de nuevo.
II
—¿Me puedes comunicar con Raquel?
—¿Con quién?
—Perdón, con Luisa.
—Te traicionó el subconsciente, ¿no?
—¿Me la vas a pasar?
La compañera de trabajo de su esposa demoró en contestar.
—Me urge hablar con ella.
—Está ocupada.
—Es importante.
Una risa insolente lo sacó de quicio.
—¿De qué te ríes? Dile, cuando se desocupe, que me llame, porque su esposo ve gente muerta y, además, lo creen un dios.
Colgó enfurecido y se sirvió otro tequila, por fin comenzaba a marearse. El ordenador seguía inmóvil en la mesa, de vez en vez entraba en reposo, algo que él corrigió de inmediato modificando ese comando para que la imagen del salvapantallas no se desvaneciera
y pudiera observar si Raquel se asomaba de nuevo. Reconoció que había sido muy grosero con ella, no quiso serlo. Si tuvieran otra oportunidad para conversar se daría cuenta de que Jorge no es ni tan loser ni tan mal fotógrafo. No es un excelente marido, sin embargo, es una buena persona, sabe escuchar, aunque la haya mandado al carajo en medio de su angustia existencial. Él en el fondo es un buen hombre que necesita una razón para serlo.
Sonó el teléfono. Seguro era su mujer alarmada porque ve gente muerta en el salvapantallas de su portátil. Por fin contestó. El tono de Luisa no ocultaba su enojo:
—¿Me llamaste?
Al escucharla Jorge sintió un alivio extremo, estaba vivo, estaba cuerdo, la voz de su esposa le pareció reconfortante, próxima, hasta que sin permitirle decir palabra sobre la situación que lo había varado lejos, comenzó a gritonearle.
—Mudito. Claro, como ya te cacharon. ¿Quién es Raquel?
—Si me dejas explicarte.
—Para escuchar puras mentiras. —Se le quebró la voz—. Eres un cínico. Llamas a mi trabajo para restregarme a la cara, no a mí, a una compañera, que tienes una, ni cómo llamarla, que te tiene endiosado. Eres cruel, no quiero verte más. Lo tuyo y lo mío está podrido, oíste, podrido.
—Raquel. —Se golpeó la cabeza lamentando su equivocación—. No es lo que piensas.
Ella le colgó el teléfono. Jorge quedó extraviado de sí mismo. Sintió pena por Luisa, se notaba muy perturbada con el llanto atorado en la garganta. Le duró poco el agobio. La imaginó rodeada por varias de sus colegas que, en fraternidad indisoluble, la estarían consolando, hasta felicitando, por fin se dio cuenta de la nulidad de marido que la retenía. Un cansancio lo absorbió al recorrer con los ojos el minúsculo espacio que los dos habitaban, atiborrado de
cosas, pocas suyas, se encontró ajeno, fuera de lugar. Sí, la aparición de Raquel lo animó a pensar en separarse de Luisa, y a ella a aceptar, por fin, que lo suyo estaba “podrido”. Le hubiera gustado que las circunstancias sucedieran de otra forma, y que Raquel no fuera una alucinación sino una persona real. ¿Y si lo era? A lo mejor vive todavía en el edificio. Existe y él cuando sacó la foto, hace varios años, guardó en lo más profundo de su memoria la imagen de Raquel. Alguna vez vio en la televisión, o leyó sobre cómo la mente guarda cosas insospechadas en cajitas neuronales donde acumulamos vagos recuerdos. Es probable que al sacar la fotografía ella se asomó por la ventana, vestida con esa bata de tafeta verde cubriendo un cuerpo maravilloso —se sintió un poco frívolo, otra vez, pensando en su aspecto físico—; hasta lo saludó amable, cordial, en cambio él habría agitado la mano sin darle importancia para concentrarse en su trabajo. Por su arrogancia se escapó el amor de su vida —o un affaire fabuloso—, y por la obsesión de capturar la imagen perfecta. Recuerda con exactitud cuánto tiempo el lente permaneció abierto: siete minutos, los suficientes para lograr una impresión insuperable que los idiotas de la revista de arquitectura no eligieron.
III
Tomó su saco y salió del piso llevado por una necesidad incomprensible de ir en busca de Raquel. Le pareció raro pronunciar su nombre con cierta intimidad. La sintió más próxima que a su esposa. Anhelaba comprobar que no era una alucinación, un sueño o, en el peor de los casos, un deseo no resuelto anclado en su cabeza. La necesitaba real, verdadera.
Llegó hasta el viejo barrio y se detuvo frente al edificio. Con extrañeza notó que los detalles de la fotografía tomada hacía varios años seguían inamovibles, salvo un enorme agujero rodeado
por unos conos naranjas advirtiendo el peligro. Cruzó la calle
ansioso y molesto por no controlar esos impulsos nacidos de quién sabe dónde. Se paró justo al lado de la puerta. Observó los números de las viviendas. ¿En cuál podría estar Raquel? Volvió a cruzar la calle, contó los ventanales e hizo distribución mental de los pisos en relación con ellas. Dedujo que Raquel vivía en el 17. Regresó frente a la puerta. Iba a timbrar. Se detuvo.
—¿Qué le voy a decir, “hola, soy Jorge, el del otro lado de la pantalla”?
Cerró los ojos y presionó el timbre. Fueron tres toques cortos, después uno muy largo. Este último llevaba toda la desesperación que él tuvo atorada por años.
Esperó.
Nadie atendió al llamado. Intentó de nuevo. No hubo respuesta. Su desesperación creció. Buscó una piedra para lanzarla contra la ventana. Levantó dos pequeñas que al lanzarlas ni siquiera tocaron el muro. Estaba a punto de retirarse cuando se abrió la puerta.
—¿A quién busca, joven?
—A Raquel.
El portero lo miró con recelo.
—¿Es usted el que ha estado timbrando con insistencia?
—Perdone, me urge verla.
—Va a estar difícil, ya no vive aquí.
Existe, vivió ahí. La cara de Jorge nunca se había llenado de tanto júbilo. El portero iba a cerrar la puerta, él la detuvo:
—¿Dónde vive ahora?
El hombre dudó en responder.
—En ningún lado. Se murió, joven. A la pobrecita la enfermedad se la acabó.
—¿Cómo que se murió?
Debió palidecer de golpe porque el portero lo sostuvo por el brazo.
—¿La conocía?
—Un poco.
Se apoyó en la pared recargando su cabeza. Tratando de calmarse, le preguntó:
—¿Murió hace mucho?
—Un mes. Muy bonita, siempre envuelta en su bata de tafeta verde.
Sonrió, por lo menos ella había sido real. No quiso preguntar ni de qué falleció, o si tenía familia, detalles ociosos. Se limitó a ofrecerle un cigarrillo al portero. Ambos lo fumaron en silencio a la manera de un duelo íntimo y secreto. Cuando terminó el suyo el hombre tiró la colilla al hoyo negro.
—Por lo menos sirven de basureros, a ver cuándo le da la gana al gobierno taparlos. Cada día salen más en la ciudad.
—Parecen no tener fondo.
—Todo lo tiene, joven, hasta uno.
Y regresó a la portería sin más preámbulos.
Jorge no quiso irse de inmediato, decidió permanecer sentado en la acera. No sabe cuánto tiempo estuvo ahí observando el interior de ese hueco enorme que se le colaba por dentro. La gente iba, venía, mientras él, absorto, ocupaba un vestigio transitorio al margen del tiempo y su causa. Por primera vez, al filo del tiempo, sin saber si estaba en el pasado o en el presente. Echó un último vistazo a la ventana de Raquel, era hora de volver a casa.
IV
Cuando llegó, Luisa estaba haciendo la maleta. Se notaba que había llorado de manera intermitente durante el día. Ni se molestó en mirarlo. Parecía que entraba un fantasma. Jorge fue directo a su ordenador. Lo encendió. Su esposa balbuceaba reproches entre dientes. Ya frente a la pantalla no pudo evitar sentir una tristeza enorme. El hueco oscuro de la ventana de Raquel lo perturbó aún más. La sensación de imaginarla en medio de ese vacío inconmensurable del que había tomado conciencia lo desvaneció, lo volvió transparente. Recordó las palabras de Raquel: que no debió morir sola, ni estar sola. Se ennegreció la pantalla de golpe y vio reflejado en ese espejo negro su verdadero rostro.
Ahora todo le resultó tan claro:
—Luisa.
La llamó con tristeza. Ella salió de la habitación:
—¿Qué quieres?
—Quédate.
—¿Para qué?
—Para no estar solos. Para que cuando llegue la muerte no veamos el rostro de un extraño. Un extraño con una vida insípida o inútil como la nuestra. Porque no hay más, porque no habrá nada más.
Cecilia Eudave (México). Narradora y ensayista. Es doctora en Lenguas Romances por la Universidad Paul Valery III, Montpellier, Francia, e investigadora en el Departamento de Letras de la Universidad de Guadalajara. Ha publicado varios libros de ensayos, como Sobre lo fantástico mexicano (2009) y Diferencias, alteridades e identidad (narrativa mexicana de la primera mitad del siglo XX) (2015). Entre su obra creativa se encuentra Bestiaria vida (2008 y 2018), novela con la cual ganó el premio Juan García Ponce; Aislados (2015), y Al final del miedo (2021). Ha sido traducida a varios idiomas y ha participado en antologías y revistas tanto en México como en el extranjero. En 2016 se le otorgó la Cátedra América Latina en Toulouse, Francia.
[*] Este cuento es parte del libro Al final del miedo (Páginas de Espuma, 2021).