ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Christopher Aguilar Reyna (Villa de las Flores, Coacalco, 1987). Es licenciado en Psicología por el IUEM. Algunos de sus cuentos se han publicado en La Colmena, Metáforas al Aire, Revista Universitaria, Monolito y Palabrerías. Es integrante del taller de narrativa de la revista Grafógrafxs.

 

OJALÁ QUE LOS PERROS CREYERAN EN FANTASMAS

 

La memoria es el twist de una lata de cerveza como la que tengo en las manos. Son autos, luces, sonidos, calles, personas, moscas. Todos barridos por las pupilas de mis ojos. El twist anda ya por el aire, en otro lado, y lo que alimenta mi presente es el aroma de la efervescente cerveza brincando hasta mis narices. Entonces le doy el primer trago y las imágenes se amansan sobre mis sienes. El pálpito sede, el pecho no irá a ningún lado, pero parece. Eso es lo malo.

Mi presencia que estalla en el núcleo de mi cuerpo haciéndome consciente por centésima vez de que estoy hecho de tripas y grasa. Mi vista vuela hasta el copete de los árboles, echada la cabeza atrás y regresa a las entrañas del parque trayendo el vendito aire consigo. Miro a mi costado y cómo no me hallo en mi cuerpo ni en ese espacio. Busco quien me preste sus ojos y me regrese de esa forma la respuesta del por qué estoy ahí; pero no hay nadie.

El cristal de un charco es roto por una gota a escasos metros de donde estoy refugiándome de la lluvia que de todos modos no supe, andaba por ahí. Del filo de la lata una gota corre serena hasta mi pulgar helado por el frío del metal. Me inyecto en la boca el bote y la dejo ahí hasta que el gas me quema la garganta. Con el “tin” del aluminio sobre la banqueta y el “trac” del metal desdoblándose al universo, las imágenes en mi cabeza ganan sentido, incluido el pastel de mármol a mi lado que me negaba a decir “es mío”.

Me negaba a decir que el pastel era mío, pues una lata de cerveza, un libro y un pastel de mármol en mitad de la nada es la escena perfecta de camino a la demencia. Percibo el sabor de la cebada en mi garganta. Mejor aún: la vida pronto viene y me da un jalón de orejas al refractarme un lindo juego de jugos gástricos en el cuello del estómago sólo para recodarme que tan estoy cuerdo, que vuelvo a ser consciente de que a esta altura ya no puede concederme el privilegio de un buen trago sin llevar en la bolsa un tubo de antiácidos. Exacto. ¿Dónde están?

Es más duro el sabor de los antiácidos mezclados con el buqué de la cerveza que mi angustia previa. En momentos así es que pienso que ellos, los olvidados, tienen más fortuna que tantos otros, incluido yo. Me río a solas y pienso en las muchas veces en que alguien me dijo: “No seas puto, vamos a ver una de terror”. O si era una mujer, cuando escondían su burla quejándose disimuladamente, preguntándome: “¿A poco te dan miedo?”. Y yo me río, pues en un parque así o cuando salgo a vagar por el monte entradas las dos de la mañana, en ausencia absoluta de luz, tan sólo para arrullarme con el choque de las ramas, pienso que el terror en el cine es simple y llanamente innecesario.

Pero juro que escuché algo. Que vi algo. Que sentí algo.

Con la mirada clavada en la nada de los árboles, pienso, y me arranca de aquella pesada razón uno de esos fenómenos paranormales en que alguien se esconde detrás de un árbol al fondo, el más alto y turgente, pero yo sólo me río. Lo mismo ocurrió en casa. Al cuarto no le pasaba nada más que el rumor de la vida afuera, al filo de las 10 en que sé, cierran el supermercado.

Aquella oquedad crecía y salía hasta el patio, en donde la puerta permanecía un rato sobre los otros ratos que habían estado ahí con sus propias angustias de no saber cómo sonar si alguien de pronto la calara con el extraño tacto de la carne sobre de los nudillos. Eso me hizo recordar aquellas palabras de mi hermana cuando dijo: “A ver si de vuelta a casa te traes un pancito, de esos de rosca que parecen pastel y que saben bien rico”. Y yo pensaba en el refrigerador: lo único que había era una pila de latas vacías meticulosamente acomodadas y un pomo de ron añejo enfriándose en el cajón de las verduras. Y fue cuando lo escuché, escuché mi nombre.

El twist sucedió en mi cabeza, pues de poderle prestar mis ideas a uno de los olvidados, podría explicar de qué forma es que aquellas ideas desorganizadas se mezclan y le dan ese tono enfermizo. Así me revolvía en el sillón con el haz del televisor sobre el rostro partiendo la noche, mirando las piernas de las presentadoras, sabiendo que la voz crecía, que el cuerpo me sacudía el alma.

Al parque se le meneaban las copas de los árboles. En ese momento mordí la carnada del oxígeno y le di otro trago a la cerveza. Apreté la lata con rabia. La cerveza llenó mis manos y, al arrojarla, y con su frío, bebió de mi carne regresándome otra vez al sitio en que estaba.

Acaricié el pastel a mi lado, pero ya no me hacía sentir mejor. Esa noche no tuve energía para pelearme con los guardias del centro comercial que siempre me reclaman (¿por qué siempre vienes a la mera hora, cabrón?), pues al tomar el pan de los anaqueles al fondo, donde no había nadie, otra sombra corrió, se guardó y volvió a pasar cruzando en mi cabeza la locura fingida en que muchos nos alojamos.

Si de pronto pudiéramos batirnos en la mierda de la verdad, en aquellas noches de cine en que todo parece perfecto, hubiera dicho: El terror pasa siempre por mi cabeza, pero para mí esas ideas son las ideas de lo que otros llaman… Los árboles caminan, el viento corre al cielo y la cerveza es la cerveza. Mis recuerdos caían gota a gota por la rendija de un cráter que era mi vida. La realidad resplandecía dolorosamente en lo cotidiano.

Lo suave fue encontrarme a Aileen casi como un muerto. Había pasado tanto tiempo pensando que me aborrecía, que al verla le pregunté, casi como si dudara que fuera ella, ¿Aileen? Para mi fortuna, regresó en cuerpo con una sonrisa. Se disculpó y en la prisa le descubrí que hacía mucho tiempo que no aparecía en el presente de esa linda niña de cuerpo liviano y vientre plano, de ojos grandes, de muslos firmes y hombros suaves. Lo peor fue cuando me dijo “regresé con él” y yo sabía que eso que me negaba a darle para volverla al pasado fue lo que la llevó, con sus sueños de modelo, al mismo castigo que la trajo a mis brazos una tarde cualquiera en que los dos nos gustamos tan sólo por una camiseta de Nirvana y de Oasis.

Nadie te dice que los espectros caminan con piel de humano, como Jessi, que, al encontrarla en la caja de pago de la farmacia, ni ella ni tú saben si es propio hablarse cuando te dejó en medio de la lluvia tan sólo con ganas de verla y con los puños apretados, pues lo único que querías era decirle te conozco, te leo ese duelo en el alma y que se negaba a reconocer esa sed de tus manos. Viéndola marcharse con su suéter de tiro largo por encima de sus piernas lindas sobre los talones calando sus vértebras hermosas que coronaban en la silueta perfecta de su rostro divino. Así, con su mirada que buscaba al irse otra cosa que no fuera yo, como un extraño ahora.

Y llorar hubiera sido lo propio, pero eso sólo me alcanzaba para regresar a mí y tener esa victoria muda, como cuando bajo la luna que Isabel amaba, ebria, con su pantalón a la cadera y el top, vestida con el cárdigan que me robó, cubriendo su cuerpo elegante y erótico para todos, rodeé su cintura y me dijo, sin nadie necesitarlo, que le gustaba estar conmigo.

Eran espectros precisamente porque al no tener a nadie, nadie me creería que a ellas les faltó eso que no dije para quedarse. Eso que nadie cree si lo cuento en la barranca de la realidad, mucho más por la carne… y la ausencia.

A todas les duele el vientre y sé que soy yo la reencarnación de aquello por lo que las dejo ahí, por todos lados, sin que necesiten de mí, estando aquí, ahora tan tranquilo con esta victoria muda, por eso que fue lo que me tuvieron y al mismo tiempo nadie crea que aparecen y se van para nunca regresar. No saben que cuando andan aquí es que cuando más las… a solas de la mejor forma, de la forma en que nadie les platica, a solas cuando seguro también vuelvo y también les da miedo.

Eh, pienso a solas por la calle una vez que tuve las ganas de largarme de ese parque, aquí está la lluvia, se las presento. No entiendo por qué todos le temen a la lluvia. Yo camino y me dejo abrazar por ella y en el momento en que me siento tan pleno, en el momento en que siento que estoy bien, que mi vida con todo y sus antiácidos va bien, me reconozco en otro rostro; en el rostro de un perro que se guarda del torrente, que a sabiendas de que está más o menos seco, la mirada de alguien, la mía en ese momento, lo hace sentir miserable y tira esa mirada, de hecho, para que nadie la guarde. Agachando la cabeza, temblando por el frío que todos creen que no se siente afuera. Ojalá que los perros creyeran en fantasmas.

En casa, la última memoria vuelve. Las moscas están sobre el mismo libro. No se han movido. Las moscas responden a la corriente de aire de quien busca matarlas, no tienen instinto. Las había contemplado por varias horas sobre mi pierna en otro momento, quietas, sin prisa. Prendí la luz, puse el pastel, para el desayuno, en la mesa, pero al dejar las llaves, por fin volaron. ¿Cuánto habían estado ahí?, me pregunté y por fin tuve miedo.

 

 

ICE CREAM SODA

 

La asombrosa forma en que su vida cambió llegó en el lugar menos esperado, en el momento más apropiado. Hasta entonces Trini era un sujeto enjuto y desapercibido, aunque parte de ese largo peregrinar opaco tal vez se debía en gran medida a su propio nombre, pues era verdad que la dote que el nombre da a cualquier persona es real. Entonces, bastante trabajo le costaba cuando chico pronunciar su propio nombre, pues en realidad se llamaba Trinitrotolueno. Todo, según sabía, por una afición desaforada de sus padres por los compuestos químicos, que irónicamente le habían dado al pequeño para dotarlo de una personalidad estridente y agradable frente a las personas con las que él tuviera que encontrarse en el trayecto de su vida. Al final, el efecto fue precisamente lo contrario, y ante la fatiga que le acarreaba presentarse y explicar los motivos de su jocosa denominación, fue que decidió abreviarla. 

El evento tuvo lugar en un día cualquiera: un dato importante en la cabeza de Trini por si fuera el caso explicarle a alguien más que se hallase en un conflicto similar y de pronto creyese que se destinaba un día en particular de una vida para cambiarla. De ese modo, mientras volvía de la oficina, por el mismo camino que transitaba siempre, fue que tuvo tal descubrimiento. 

Todas las tardes Trini se hallaba fatigado, pues su trabajo era de vital importancia, ya que era el encargado regional de la agencia de emisión de advertencias de autos potencialmente peligrosos en carretera. Así, desde su pequeño despacho aduanal, que compartía con otros veinte sujetos, estaba pendiente de los autos color negro que entraban al país. Era jueves, un día especialmente agotador, pues era el día de desembarque de las empresas japonesas, que no se caracterizaban precisamente por ser las más seguras en ese ramo. 

Era bastante bueno en su trabajo. En los últimos meses había ganado puestos dentro de la compañía, pues no sólo se ceñía a enviar a todos aquellos que compraban autos negros sucintos informes de advertencia sobre su riesgo al manejarlos, sino que expandió su tarea y, junto con un grupo de investigadores mongoles, adjuntaba un estudio sobre el uso real de un automóvil, que no rebasaba el cinco por ciento en toda su vida útil. 

Todo, como en su trabajo, lo tenía bajo control, pues creía que esa era la mejor forma de hacer las cosas. Era cierto que se privaba de ciertas sorpresas que en el cine, por ejemplo, le encantaban. Pero le gustaba sobremanera el confort de ir a la cama con mucho sueño y pocas preocupaciones. Desafortunadamente, era un solo renglón el que no armonizaba en sus días y era precisamente en el lugar de otro de sus grandes placeres: la fuente de ice cream sodas en la que siempre se encontraba en esa encrucijada. 

Como otras veces, se había dado licencia de salir de la oficina un poco antes de las seis, que era en realidad la hora de salida de todos, y lo hacía pues también con frecuencia lo felicitaban por su enorme labor ahí, que le daba a la empresa la reputación de una de las mejores en la prevención de accidentes viales. Así, al llegar a la fuente de sodas, el chico que le atendía, antes de que él pudiera decir nada, le arrebataba la palabra ordenando por él: “Trabaja un ice cream soda de menta y plátano”. El gesto le encantaba, pues era señal de que su vida estaba en el camino correcto, por lo que sonreía orgulloso. 

De ese modo, con el vaso en mano, que decía Trini, y con el ánimo de ir a casa para escuchar algo de reguetón sinfónico y entrar a la bañera, siempre andaba una mujer por ahí que lo sacaba de su zona de confort, pues era cierto que hacía mucho que no conseguía una cita con una guapa chica de vestido floreado y piernas lindas y torneadas como esa que estaba en una de las bancas de la fuente de sodas aquella tarde. Verla así, con su frente tan fresca y su mentón tan definido, jugando con su cabello y con el sol, lo puso en cuenta de que aquellas mujeres parecían de hecho una barrera infranqueable.

Además de la hermosa mujer que él veía en aquel banco, llamó su atención otro sujeto que andaba por ahí aparentemente distraído y que, sin mayores miramientos, había abordado a la hermosa chica y pudo estar con ella. Eso lo dejó helado, particularmente porque se preguntaba cuáles eran las características de un hombre que tenía tales arrestos. Lo había pensado suficientemente, analizando cada aspecto del sujeto, a tal grado que el ice cream soda de plátano y menta se había derretido ya y el chico de la barra le llamó diciendo: “Señor Trini, señor Trini, debemos cerrar”. Entonces se dio cuenta de que todos, excepto él y los empleados de la fuente de sodas, se habían marchado. 

El hallazgo que cambió su vida llegó en el mejor momento, pues era verdad que para entonces se había enfrascado en una batalla mental por conseguir su meta: abordar exitosamente a una mujer como aquella de la fuente de sodas. De hecho, se había prometido, para poner a prueba su propio compromiso, no regresar hasta ser un hombre distinto. 

Estaba un tanto decepcionado, pues un evento aparentemente inusitado había alterado incluso su productividad en la agencia de emisiones de advertencias de autos potencialmente peligrosos en carretera. El número de accidentes en el computador se había incrementado y él sabía que eso se debía a su mermada concentración. Entonces el asunto era mucho más importante de lo que él suponía. 

Había intentado con un corte de pelo nuevo, pero en la agencia casi nadie lo notó, mucho menos las mujeres, que aunque no eran para nada el estándar que él tenía en la fuente de sodas, sí eran un parámetro útil. El corte le gustaba, le daba frescura al caminar calle abajo del despacho. Decidió comprar una linda chaqueta de cuero como la que aquel hombre llevaba ese día, pero tampoco dio los frutos esperados. Quien lo miraba en la zona de descanso en el trabajo pasaba mucho más tiempo acariciando la suave piel de la chaqueta que preocupado por lo que él tenía que decir. 

También intentó dejarse la barba, cambiar de loción y hasta usar pupilentes de color, pero el efecto fue todavía peor, pues quienes se hallaban encantados por el glamur de esos cambios, con frecuencia lo encontraban descolocado con preguntas tan francas sobre esos detalles, eventos que lo obligaban a balbucear y casi siempre lo orillaban a quedar como un tonto que no sabía qué decir, pues no estaba preparado nunca para ese tipo de entrevistas. Además, estaba tan harto de sufrir sobresaltos por esas apariciones tan estridentes e inesperadas que también comenzó a preocuparle la salud de su corazón. 

Adoraba el ice cream soda sobre todo porque en los días especialmente malos lo alojaba en un espacio propio para meditar sus ideas, pero ahora no tenía ni siquiera eso, pues era de hecho bastante cabal en sus decisiones tomadas. Entonces tenía un agrio expreso que había comprado por ahí. Caminaba por donde lo hacía habitualmente, pero por el desprecio que sentía por su bebida puso más atención que otras veces a lo que pasaba a su alrededor. Aquel era un pasaje comercial que en su cumbre tenía un ventanal inmenso como techo que dejaba ver las nubes pardas. El paisaje lo hizo sonreír sobremanera, pues nunca se había tomado el tiempo de mirar hacia arriba. Luego, se vio franqueado por dos vitrinas inmensas en ambos lados que, por el lustre, lo obligaron a ver su propia estampa. 

Era cierto que el bigote le iba bien, pero, mucho más que eso, notó que su forma de caminar era triste, pobre al ojo de los demás, pensó de ser él un observador casual que pudiera juzgar ese gesto. Echaba el cuerpo hacia atrás, y tanto sus hombros como su espalda le daban el aspecto de un hombre en sí repulsivo. En ese momento supo que no había notado tal cosa, pues siempre que andaba por ahí lo hacía disfrutando su ice cream soda de plátano y menta. Cuando superó el conflicto, echó marcha atrás y adelante, viendo una y otra vez su forma de mover los pies. Fue entonces que lo supo y decidió que lo que en verdad necesitaba era una forma nueva de caminar por la ciudad. 

Ahora tenía cautela de su propio cuerpo, como si de pronto él mismo, desde el cielo y en los ojos de quienes se topaban con él, fuera su vigía. De camino a casa pensaba en Travolta, en Eminem, Di Caprio, Bolt y en muchos hombres, sintiéndose un tonto, sabiendo que era allí en donde se encontraban los verdaderos arrestos de cualquier hombre que pudiera de hecho ocupar cualquier espacio, seguro de lo que fuera que hiciese. Ya en casa, incluso olvidó entrar a la bañera; en cambio, dedicó su tarde a repasar viejas cintas familiares para corroborar su histórico error en que él había caminado aparentemente de la forma correcta. Más adelante, aprovechó la tarde para mirar películas y caminar frente al espejo, ensayando nuevas formas de ir por todos lados. 

Se tomó el asunto tan en serio que en sus ratos libres anotaba las reacciones de todos en la oficina y en la calle ante sus nuevas formas de andar. Por ejemplo, notó que al emular el estilo de 2pack, todos, en cuanto lo miraban llegar, se alejaban de su paso como si de pronto pudiera acuchillarlos. Trató con el estilo de Woody Allen, pues era sabido que su encanto había alcanzado incluso a su hijastra, y aunque pensó que esa aspiración era un poco repulsiva, podría funcionar, pero en cambio, quienes lo miraban caminar de cerca echaban las manos al suelo temerosos de que de pronto pudiera caer. 

Copió lo que Brad Pitt hacía, pero las caderas al final del día le dolían de tal modo que involuntariamente regresaba al estilo Woody Allen. Trató con Jagger y Deep, pero el resultado era casi igualmente devastador. Comenzaba a rendirse y a dudar de sus propias conjeturas cuando por fortuna esa misma noche en que se untaba pomada por casi todo el cuerpo, en la tele abierta pasaron El bueno, el malo y el feo, y al ver a Clint Eastwood supo que era eso lo que sus piernas urgían. No obstante, pensó que esa forma de caminar era demasiado obvia para todos, incluso para quienes jamás hubieran visto la película, y tuvo miedo de ser descubierto. Entonces, como en las advertencias de autos potencialmente peligrosos en carretera, sólo necesitaba un señuelo amable. 

Lo que siguió fue su primera noche de desvelo en mucho tiempo, pues era cierto que ahora estaba mucho más cerca de descifrar su propio entuerto. En la orilla de la cama, con las pantuflas ya puestas, repasaba una y otra memoria de hombres notablemente aptos para caminar sin que uno encajase con el modo de Clint y el suyo. Afortunadamente, de la nada tuvo el recuerdo de la única vez en que él pensaba que Robert de Niro había caminado bien, pues, de hecho, creía que el hombre caminaba desde joven como un hombre viejo, y esa película fue Taxi Driver. 

Las golondrinas afuera comenzaban a cantar anunciando la mañana. La manecilla corta, que, por cierto, siempre había odiado, estaba por rebasar el cinco, pero se sentía tan emocionado de su reciente descubrimiento que se puso a caminar por todo el cuarto, luego por toda la casa y siguió hasta que abrió la puerta de la calle y continuó sin que nadie lo pudiera detener. A pesar de su espeso andar, se sentía flotar en cada paso que daba. Incluso tuvo ganas de que alguien de pronto lo sorprendiera por ahí en medio de la noche, casi mañana, caminando de esa forma tan hermosa. 

Ya en el trabajo, dominaba su nuevo estilo. Estaba cansado, pero no importaba mucho. Ahí, una chica, una practicante que en una excusión universitaria lo había visto unos días antes, se le acercó con mucha inquietud. Era morocha y encantadora, pero él sabía que estaba ahí porque lo había visto caminar con el estilo de Allen y fue por eso que la dejó seguir con su camino y sus adulaciones, y sólo ocupó ese ánimo para salir a la tarde, esperando lo mejor. 

Así fue que sucedió. Casi en el mismo pasaje comercial, casi por las mismas calles en que se sintió atormentado por no tener las agallas para abordar a una mujer, conoció a Zelma, una chica de estatura media y piernas lindas con un vestido que aunque no tenía el mismo vuelo que uno floreado, pues este tenía de hecho cráneos, sí irradiaba encanto. 

Hay que decir que aquella tarde tuvo espacio un golpe de suerte, pues, a pesar de su precioso cabello negro y sus ojos negros tan puros, ella se encontraba practicando también un nuevo estilo de caminar. Entonces, esa pausa que ambos usaban los obligó a poner atención el uno al otro suficientemente como para encontrarse de frente y poder charlar. Emocionados por los resultados de su reciente proeza, fue Trini el que propuso dar un paseo por la ciudad, pero Zelma fue más precavida y lo invitó a ver la puesta de sol en su auto, cuyo asiento del copiloto jamás había sido ocupado. 

La desgracia para Trini fue que el auto era precisamente un Datsun negro y apenas estuvo sentado a su lado se sintió arrepentido de todo lo que había conseguido hasta ese momento. Zelma, cuyas piernas vibraban con la velocidad del auto, aceleraba cada vez más. El velocímetro rebasaba los 120 kilómetros por hora, precisamente en una carretera que no parecía tener fin. Hasta entonces, no se habían presentado propiamente, pues se dedicaron en primera instancia a elogiar los ojos del otro y el olor que ambos expelían. Calando la palanca de velocidades todavía más al fondo, ella dijo: “Me llamo Zelma, por cierto”; y Trini dijo, por fin con furia: “Me llamo Trinitrotolueno”, pues no estaba ni cerca de decir que sus padres habían muerto en un accidente de tránsito. 

Los abarrotados recuerdos de Trini habían sido tales que aprisionaron sus ojos, pero particularmente su mente, a tal punto que no supo cuándo la velocidad del auto había cambiado, pues ahora se hallaban temblando en una cumbre sinuosa donde el sol los llamaba con la yema de los dedos en el caldoso ocaso. 

Sólo pudo respirar cuando jaló el freno de mano. Sus ojos, como nunca, eran pura expectación. Vio la serpiente que trepaba de su pierna izquierda, pero no era otra cosa que un tatuaje. Sus ojos se hallaban extraperceptivos. Entonces ella le pasó una mano por las manos de él y en cosa de segundos se había arrestado por la boca. Zelma no dejó que pudiera moverse, pues en el acto se había despojado de su vestido. Creyó divertido dibujarle sus propios tatuajes con los dedos y fue ese gesto lo que la hizo a ella dejarse llevar encima de él, que para entonces ya frotaba la carne de las nalgas como para hacerla reír, pues decidió que ese trato era lo que obligaba al abandono del cuerpo y así lo hizo hasta que los dos se quedaron dormidos y secos cada quien en su lugar. 

Cuando despertó, estaban de nuevo en la ciudad. Zelma fumaba un cigarrillo en la pena de la noche y escuchaba un poco de metal pop. Tenía una de sus elegantes piernas sobre su propio asiento. Casi se sintió avergonzado de haberse abandonado así, pero supo que había dormido de esa forma jamás gozada precisamente en un auto. No sabía qué seguía en ese rito de amores, pues de hecho no ponía mucha atención en esas partes en las películas que miraba, pero fue justamente ella, como otro buen gesto de cariño, la que lo despidió casi expulsándolo del auto con un beso, pero agregando que era de hecho un buen sujeto. 

Entonces Trini tuvo otro encuentro con la fortuna. Seguramente ella esperaba una declaración más congruente, pero él sólo atinó a decir: “Desearía que hubieras dormido como yo en este momento”, y casi se bajaba del auto cuando Zelma dijo algo que lo puso a pensar que más adelante estarían tal vez muy cerca: “Seguramente has conseguido una buena idea”. 

De vuelta en la agencia, Trini no sólo echó mano de los mejores investigadores mongoles, sino de los mejores magnetómanos del mundo y de los más hábiles diseñadores de navegación digital que pudo hallar. Supo que un camino en carretera no era más que un trayecto estéril, que, de hecho, un auto sólo obligaba ser conducido en las urbes; y, de ese modo, con ingenieros civiles y su equipo, reformaron las carreteras del mundo instalando vías de metal que no permitían a los autos ni ser conducidos ni salirse de su curso. 

Un año más tarde, la agencia tuvo que cerrar, pues ya no tenía trabajo que hacer. En cambio, a Trini le eran entregadas tantas llaves de tantas ciudades que tuvo que conseguir una casa más grande. Al parejo, tuvo tantos premios por su descubrimiento que ya no lo miraban de la misma forma, pues muchas marcas de autos lo despreciaban, ya que también se descubrió que estas fraguaban su riqueza en los accidentes y no en los modelos nuevos. De todos modos, tanto Zelma como Trini gozaban de irse por la carretera haciendo el amor y quedándose dormidos cada vez, pues, de hecho, Zelma, en efecto tampoco había dormido como Trini lo hizo aquella ocasión. 

 

Nota

Escribo desde 2016, cuando llegué a la Escuela de Escritores del Estado de México queriendo mejorar las letras de mis canciones. Desde ese momento ni la literatura ni yo nos soltamos. Escuché por ahí que llega un punto en el que debes tener cuidado con los talleres, con los comentarios en ellos, pues se corre el riesgo de arruinar un buen texto por la neurótica sed de participar. En ese sentido, el espacio que Grafógrafxs ofrece es uno lleno de juicio, criterio, diálogo y escucha, además de que el carisma de Alonso Guzmán es lo que al ebrio las pachitas de 20 pesos. Mi cuento Ice cream soda es un divertido experimento que bien podría ser narrado en aquella banca por Forrest Gump.