ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Caminar

Ismene Venegas

 

 

«¿Vamos al cerro a llevar a los perros a caminar?»; «¿me acompañan?», preguntaba mi papá. Y yo, que era una niña, estuviera haciendo lo que estuviera haciendo, me ponía los tenis y me emocionaba, igual que nuestros perros, ante la idea de ir con él. Generalmente caminábamos poco antes del atardecer. Me gustaba observar la colonia desde el cerro: las casas empequeñecidas, la cancha de básquet, las copas de los árboles. Y del otro lado del cerro, la impresionante vista de la bahía desde lo alto: el mar en toda su extensión, desde el puerto hasta la Punta Banda; y en el horizonte, la isla.

Volví a esos senderos hace dos años, cuando regresé a vivir a la casa donde crecí, luego de dos años pandémicos de terror, en los que se me desestructuró la existencia. Caminar se convirtió en una herramienta necesaria. Un recurso para no dejar de intentar, para no sucumbir. Un ejercicio constante, el único que logré mantener en pie durante el derrumbe. Con la cirugía de agosto tuve que dejar de moverme. Iniciando este año me practiqué unos exámenes de laboratorio que la ginecóloga me pidió. La glucosa apareció ligeramente más alta que la cota superior del límite normal. No es diabetes todavía, dijo la doctora Gilda. Pero con ambos índices de colesterol aún por encima de su normalidad (aunque más abajo que en agosto) la glucosa pareciera anunciar que me dirijo con determinación hacia allá. ¿Cómo puede ser eso posible si desde agosto dejé de comer trigo, arroz y lácteos? Además, incrementé mi consumo de verduras y frutas, y de pescado también. Le bajé a las carnes rojas. ¿Y así me paga mi metabolismo?

Hoy es viernes diecinueve de enero, son las 3:20 p. m., y desde lo alto del cerro el mar se ve de un color plateado. El sol brilla débilmente a través de nubes y neblina. La temperatura es de 18 °C, con una máxima de 18° y una mínima de 10° durante el día. La marea está subiendo en este momento y alcanzará la pleamar a las 5:57 p. m. Casi cincuenta minutos antes, a las 5:08 p. m., el atardecer tendrá lugar. Esta tarde, mientras hacía el registro de la bitácora, sentada en el piso de concreto del depósito de agua que CESPE edificó en la loma más alta del cerro y que tiene todos sus flancos grafiteados, observé a la distancia a un niño con uniforme escolar que se dirigía por un sendero acompañado de un perrito. Me dispuse a hacer anotaciones y así estuve hasta que el niño que paseaba a su perro se acercó a preguntar lo que hacía. Le conté de la bitácora y él me contó de lo interesante que encontraba al mar y de los cazadores que están acabando con los tiburones y la vaquita marina. Conversamos por unos momentos. Después se despidió y tomó el camino que lleva a la loma de San Marino. Yo continué ensimismada en mis notas, y de pronto el ruido cercano de un animal me arrancó la mirada del cuaderno. Lo traté de seguir con el oído, pero no logré encontrarlo, a pesar de que escuché sus pasos en la hierba un par de veces más. «Un ratón», pensé. Algún tipo de roedor silvestre. Lo anoté en el cuaderno como registro de un evento, de un accidente de navegación. Ese fue el primer registro.

A partir de la cirugía detuve mis caminatas en el cerro. Un mes y medio de reposo y dieta blanda. Empecé a caminar de a poquito. Una vuelta a la cuadra. Diez minutos de pasos raros (el ombligo, que tardó en cicatrizar, le concedió un carácter robótico a mis movimientos). Caminar desde casa hasta las canchas de básquet de la colonia y de regreso fue la primera gran proeza. Cada semana aumentaba la ruta en unos minutos, en unas cuadras. En algún momento, no recuerdo bien cuándo, comencé a recorrer el ancho de la colonia a través de la calle París y su continuación, del otro lado de la avenida Miguel Alemán. Todo el tiempo sobre el asfalto; las cuestas y las laderas pedregosas del cerro tendrían que esperar más tiempo. Así, mediado por el ritmo espeso de la recuperación, nació el aprecio por las calles de la colonia y se fue extendiendo a los jardines, las plantas y los floripondios, los perros y los gatos, los accidentes de las banquetas, el olor de los frijoles pintos en cocción que escapa de alguna cocina o del suavizante de telas de la ropa tendida y memorias que despiden en forma de aromas las calles.

Ahora, que han pasado cerca de seis meses de que ya no tengo útero ni ovario izquierdo ni tejido endometrioso, ya puedo subir a caminar al cerro. Es medio un trámite, porque cuando voy, me tardo: veo las florecillas de los saladitos abrirse o las salvias que despiertan sus brotes con las lluvias; veo a las aves comiendo semillas y cómo levantan el vuelo con mis pasos, y al cernícalo solitario que no se espanta con mi presencia. Veo el paisaje reverdecer. Hay tanto que ver allá arriba que me distraigo al caminar. Entonces, debo ir con tiempo. Logro ir al cerro sólo si me organizo para poder tener libre hora y media o dos horas para caminar antes del atardecer, que además ocurre bien temprano en invierno; las horas de sol no alcanzan para casi nada. Aunque es totalmente cierto lo que acabo de decir, la verdad es que durante diciembre encontré harto pretexto para romper la continuidad de las caminatas, pero nunca me sentí tan motivada para retomarlas como después de recibir los resultados del laboratorio clínico. Camino a diario, después de comer, por las calles de la colonia. Y si tengo suerte y me organizo, dos o tres días de la semana hago un paseo largo por el cerro o por la playa.

Ayer, al caminar, me encontré con los rescoldos de una tragedia: un flan, con el caramelo hacia el suelo, hecho pedazos en la banqueta. Al ver los restos iluminados por los faros del auto que pasaba en ese momento por la avenida París, me acordé de una historia que me contó mi hermana en el sótano de su casa en Filadelfia. Era un invierno de vórtice polar en la costa este y mi hermana la estaba pasando mal. Apenas había podido reunir dinero suficiente para pagar la última recarga de gas del sistema de calefacción de su casa antes de que la visitara. Acababa de divorciarse y todo lo que ganaba lo invertía en pagar a un abogado para que le ayudara a obtener la custodia de su hija. Vivía con su nueva pareja, un franco-portugués con el que peleaba a gritos en el sótano sin saber que las paredes reverberaban sus discusiones violentas en cada rincón de la casa. O quizá sí lo sabía. En el sótano, nosotras fumamos juntas algunos porros, una costumbre que nunca habíamos compartido. Estábamos ahí, fumando y lavando ropa, cuando me preguntó:

—¿Te acuerdas de la vez que se te cayó la bola de helado en la calle y la recogiste del suelo?

—¡Claro que no pasó eso, estás loca, lo recordaría! —espeté, mientras las dos nos deshacíamos en carcajadas.

—¡Por supuesto que pasó! —dijo mi hermana—. Fuimos caminando a la Thrifty del centro, nos pedimos un cono sencillo de nieve sabor cereza con amaretto y a ti se te cayó en la calle. Recogiste la bola de helado de la banqueta, le quitaste la tierrita, la volviste a poner en el cono y te seguiste comiendo el helado como si nada hubiera pasado.

La verdad es que no tengo registro del evento y pienso que lo recordaría porque de niña las golosinas eran mi fascinación. Por ello, tengo memorias vívidas de dulces, pastelitos y frutas que comí de chica. En casa y en la escuela mi hermana y yo teníamos un muy limitado acceso a los dulces y a la comida chatarra. Cuando los comía (de visita en casa de algún amiguito, en alguna fiesta de cumpleaños, en alguna ocasión especial) los devoraba como demonio de Tasmania y no paraba hasta acabarme la fuente de lo prohibido. Los helados eran de los poquísimos azúcares que mi madre nos permitía comer. Por otro lado, las bolas de helado de la Thrifty, a razón de la naturaleza del artefacto con el que las sirven y la baja temperatura en la que se almacenan, forman un cilindro compacto que, digamos, es más sencillo de manejar para unas manitas infantiles que una bola clásica de helado cremoso. Es decir, a pesar de que no recuerdo haber tomado del suelo a la bola de helado, ni tampoco haberle sacudido la tierra, ni mucho menos haberla colocado en el cono de vuelta para seguirla comiendo como si nada hubiera pasado, pienso que era factible, posible, que tal hecho que no recuerdo hubiera podido ocurrir. Pero no lo recuerdo. Tampoco sé a quién se le cayó el flan en la calle ni las circunstancias que rodearon la tragedia. Guardo la imagen de la banqueta que estaba húmeda. Por la calle corrían los escurrimientos de una lluvia que cayó poco antes y los faros de un auto que pasaba por la calle París, los cuales iluminaron el recuerdo de ese día en el sótano.

Caminar en el cerro un poco antes del atardecer es una excelente ocasión para estallar. Volar en pedazos. También es un buen momento para la observación de aves rapaces. Desconozco la ciencia etológica que explica este hecho, pero dos años de ir a caminar al cerro un poco antes del atardecer lo corroboran: cuando todo se baña de la luz cálida que arroja el sol momentos antes de hundirse en el horizonte y luego de reunir los residuos del estallido los trozos más o menos reconocibles, puede apreciarse al cernícalo, cuyo nombre científico es Falco sparverius, mientras dibuja grandes círculos en el aire para, después de sostener el vuelo en un punto por espacio de algunos segundos, barrer las praderas con la mirada en busca de su presa.

Luego del derrame cerebral, mi papá dejó de ir al cerro. Tras la emergencia, la afasia le había quitado gran parte del lenguaje. Para comunicarse necesitaba reunir mucha paciencia y resistencia a la frustración. Era difícil. Se fue aislando de su mundo anterior al derrame. Pero no dejó de ir a caminar. Sus caminatas se mudaron a la calle. «Voy a caminar, al rato regreso», le decía a mi mamá, y desaparecía por horas. Yo no vivía en Ensenada en ese entonces, pero por redes sociales me contaban amigos y conocidos que habían visto a mi papá caminando por lugares que nunca se me hubiera ocurrido pensar que él podría andar. Saber eso de mi papá me generaba una sensación extraña, parecida a la que tuve más tarde, el día de su servicio funerario, en el que escuché a personas hablar de un señor que no sabía que era mi padre. Me pareció sumamente infantil el ardor de saber cómo tocó la vida de otros mientras no estaba conmigo, pero me concedí el permiso de sentirlo; todo sonaba tan irreal en ese momento.

Mi papá compartía su caminata por la calle con gente de la que yo ignoraba que tuviera una conexión con él. Gastón, por ejemplo. De niña no tenía amistad con los chicos que se juntaban en las canchas de básquet, pero me gustaba verlos jugar mientras cruzaba la colonia caminando a lo largo de la calle París para ir a casa de Casandra, mi compañerita de la escuela. Gastón era parte de la fauna de las canchas. A veces me lo encontraba en mi camino a la tiendita. Me parecía chistoso; me caía bien porque se reía de todo. De adolescente escuché una historia sobre un pelotazo en la cabeza que había cambiado todo para él. Yo nunca había notado un cambio o que él fuera diferente. Supongo que en las canchas y en los columpios todos éramos iguales. Luego de la prepa me fui a vivir al DF y ya no supe nada de los chicos de las canchas ni de Gastón, sino hasta muchos años después, un verano de los tempranos dosmiles, en la cocina del restaurante Manzanilla. Durante los veranos, en la temporada de las vendimias, el volumen de trabajo en las cocinas locales tomaba dimensiones exponenciales y se necesitaba ayuda extra. Así llegué a esa cocina como practicante, cuando aún estudiaba gastronomía, y así también llegó Gastón como lavaplatos. Nunca corroboré la historia del pelotazo, pero esa vez que nos vimos, y a pesar de que conservaba la capacidad de reírse de todo, sí noté algo diferente. Fue lindo el reencuentro, no sólo porque nos hermanaba la madriza de la carga laboral de la cocina (que convierte en reto sobrevivir en equipo y termina por acercar amistades y complicidades entre el crew), sino también porque nos acordábamos bien, mutuamente, de nosotros y de nuestras diversiones infantiles, que no es lo mismo que puedo decir de muchos de los chiquillos con los que compartí la infancia en la colonia.

A mi regreso definitivo a Ensenada con la muerte de mi papá, cuatro años después de ese verano, volví a encontrarme con Gastón. Yo salía de la tiendita de la esquina, a una cuadra de mi casa, y él corría sobre la calle París enfundado en un shortdeportivo, calcetas blancas, tenis y sudadera. Al fondo de la calle atardecía cuando, desde lejos, me reconoció y se acercó a saludar. Sin dejar de trotar en el mismo lugar, me acribilló con preguntas y frases entrelazadas. Apenas podía contestar una pregunta cuando ya me estaba atropellando con la siguiente: «¿Cómo estás? ¿Cómo está Solange? ¿Sigues cocinando en el Manzanilla? El otro día vi a tu papá y caminamos juntos para allá por la Volkswagen. ¿Cómo está? Hace mucho que no lo veo. Me lo saludas. Ya me voy. Te quiero mucho». Entonces retomó su carrera y yo me quedé atrapada entre el color del cielo y la extraña idea de saberlos juntos caminando. Me suspendí en ese estupor con el que el duelo te abraza, mirando hacia el final de la calle, en la que Gastón se hacía cada vez más pequeño mientras el cielo ardía en llamas.

Hoy, miércoles 7 de febrero, a las 16:28 horas, el mar, desde la playa de Pacífica, luce de un color verde gema. Turmalina. La marea está baja y la arena conserva el trazo de la lluvia de esta mañana. Sobre los bancos de conchas que se forman en el suelo vi a unas aves playeras diminutas. El termómetro señala 12 °C. La temperatura máxima del día fue de 14°; la mínima, de 9°. Me acerqué a la orilla por las dunas que están detrás de La Lagunita; el mar estaba alejado. Recorrí a pie la costa hasta Playa Hermosa. La arena, apenas humedecida por una delgadísima ola, tenía la gracia de un espejo, en el que me desconocí: ¿se trata de mí o de otra que viene al mar cuando duermo y sueño que voy a la playa? De regreso tuve que subir a la calle porque la marea había cambiado y el mar ya rompía sobre las rocas del paso por el Oxxo.

Al caer las lluvias de invierno el cerro reverdece. Llovió tanto la temporada pasada que en las laderas del lado norte nacieron muchísimos pastos de avena silvestre. En primavera las espigas eran tan altas que superaban mi estatura. El viento las peinaba formando olas que fueron mudando su primaveral color verde a un paja dorada antes de morir en verano. Este invierno los cuerpos de numerosas ramas secas de avena cubren el suelo. Son plantas anuales, sólo viven mientras el suelo permanece húmedo. Mientras camino esta mañana por el sendero norte del cerro mis pasos se hunden en la tierra que está reblandecida por las lluvias, pero también está atacada de hoyos: las bocas de madrigueras y pasillos bajo tierra de roedores que, probablemente ayudados por la red de avenas secas que se ciernen sobre la tierra, han logrado esquivar a las aves rapaces y se han multiplicado. A cada paso que doy colapsan los conductos de ciudades subterráneas.

Mi hermana me cuenta que eran vacaciones de verano. Ella iba en la secundaria y probablemente yo haya tenido unos ocho o nueve años. Dice, mientras saca la ropa de la lavadora para meterla en la secadora, que mis padres nos habían dado dinero para tomar el camión al centro y realizar alguna diligencia que ni ella recuerda. «Cuando nuestros padres se fueron a trabajar y nosotras nos quedamos solas —continúa— yo te propuse que en lugar de tomar el camión camináramos al centro para ahorrarnos el pasaje y así, con ese dinero comprarnos un helado en la Thrifty». Para llevar a cabo el brillante plan de mi hermana debíamos caminar cuesta abajo el cerro y luego de regreso: desde la Cruz Roja hasta el centro, por un costado de la calle Diez, la avenida que toman los tráileres para entrar a la ciudad. Ni el ruidoso frenado con motor ni el batir del aire que cimbraba nuestros cuerpos infantiles nos amedrentaron. Yo no recuerdo recoger la bola de helado del suelo; pero sí caminar por la angosta banqueta de la calle Diez, cuesta abajo, con mi hermana. No lo recuerdo, pero me creo perfectamente capaz de haberlo hecho. Dudo mucho que hubiera podido soportar la caminata cuesta arriba sin armar un numerazo, a menos de que me impulsara la alegría de llevar un cono de helado conmigo. Mucho menos hubiera soportado caminar al lado de mi hermana mientras ella saborea un cono de helado y yo no. Pero ¿recoger del suelo la bola de helado, limpiarle la tierra y comerla como si nada? No lo recuerdo, y creo que lo recordaría; sin embargo, me creo muy capaz de haberlo hecho. ¿Qué me habrá arrebatado el recuerdo? ¿La vergüenza de asumir lo que soy capaz de hacer por un cono de helado o lo que soy capaz de hacer para evitar caminar cuesta arriba derrotada? Si fuera la vergüenza la que me quitó esa memoria, ¿cómo explicaría Oliver Sacks el hecho de que recuerde muy bien otras cosas que me dieron vergüenza y este episodio no? ¿Soy yo la que edita mi memoria o es la otra que está despierta cuando yo la sueño? Una que va editando el acervo mnemónico hasta que la otra está lista para recordar. En mi versión editada el helado de cereza con amaretto nunca se me cayó. Se le cayó a la niña que me criticó los tenis por ser baratos, y camino al suelo el helado le embarró la ropa, como al Jefe Górgory en Los Simpson, pero su mamá le compró otro a la llorona.

 

Ismene Venegas (Ensenada, México, 1977). Es licenciada en Gastronomía por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Publicó Plantas nativas comestibles de Baja California (Culinary Art School, 2018), en coautoría con Paula Pijoan.