Las campanas
Vanessa Balderas Guadarrama
Hace mucho tiempo, cerca de una montaña existió un pueblo que se diferenciaba de otros por ser muy colorido. Sus casas brillaban con los rayos del sol y en el centro había una hermosa iglesia con dos enormes campanas doradas. Estas campanas no eran como todas las que conocemos, ya que producían una melodía con un poder muy especial. Cada vez que el reloj marcaba las tres de la tarde, sonaban de una manera mágica, lo que hacía que la armonía y la paz de ese lugar se mantuvieran.
Las personas que vivían ahí poseían grandes virtudes, se apoyaban y cada vez que escuchaban las campanas repicar bailaban al ritmo de ellas y sonreían. Pero esto cambiaría con la llegada inesperada de alguien.
Una mañana, mientras todos dormían, llegaron al pueblo un hombre, un caballo y una carreta vieja cargada de cosas. El hombre, que llevaba varios días viajando, buscaba un lugar para establecerse y así poder iniciar una nueva vida. Aquel lugar tan colorido le pareció perfecto.
Después de recorrer por un buen rato las calles empedradas, en la puerta de una morada encontró un cartel pegado que anunciaba la venta de una casa. Se dirigió a la dirección que en este se indicaba. Tras caminar unas cuantas cuadras más, llegó al lugar.
Sin pensarlo, tocó la puerta de una pequeña cabaña y un anciano abrió.
—Buenos días. ¿En qué le puedo ayudar? —dijo el anciano.
—Buenos días. Mi nombre es Jonás. Soy un comerciante de aceites. Vengo de muy lejos y busco un lugar para vivir. Cuando recorría el pueblo encontré el letrero de la casa que usted vende y estoy interesado.
Los hombres intercambiaron palabras por un largo rato hasta que se pusieron de acuerdo. Jonás había encontrado un hogar.
Durante los días siguientes Jonás se dedicó a reparar aquella vieja casa. Todo le parecía perfecto, excepto por el ruido de las campanas. Cada vez que estas comenzaban a sonar, a Jonás le brincaba un ojo sin parar y esa dulce melodía, en vez de causarle felicidad, lo ponía furioso. Jonás no soportaba ese repicar y mucho menos que este fuera todos los días y a la misma hora, pues precisamente a las tres de la tarde Jonás acostumbraba tomar una siesta.
Así fue por mucho tiempo, hasta que un día aquel hombre se hartó de ese ruido y de ver tanta felicidad en las personas. De pronto, tuvo una idea.
Al día siguiente, como todos los días, Jonás salió a vender sus aceites al centro del pueblo antes de que dieran las tres. Pacientemente, esperó a que sonaran las campanas para que su ojo comenzara a bailotear. Entonces, Jonás se tiró al piso y, como una babosa con sal, comenzó a retorcerse, gritando que tenía una visión, que el horrible ruido que hacían esas campanas sólo traería desgracias al pueblo, que era un mal augurio.
La gente, a pesar de estar confundida, sonreía como siempre. Parecía que nadie lo escuchaba; sólo miraban al hombre que se retorcía en el piso. De pronto alguien comenzó a gritar: “Un doctor, un doctor, traigan un doctor”. Jonás, al ver que su plan había fallado, rápidamente se puso de pie, se disculpó diciendo que había sido un pequeño ataque que le daba repentinamente, pero que todo estaba bien.
Frustrado y muy molesto, Jonás volvió a casa decidido a tomar una siesta, pero por más que lo intentó no pudo, así que, como un resorte, se levantó de la cama y en vez de dormir decidió planear una nueva estrategia para deshacerse de esas campanas.
Al otro día, después de recoger su puesto de aceites, Jonás puso en marcha su siguiente plan. Esperó a que cayera la noche para acercarse a la iglesia. Sin ser visto, de un costal sacó un filoso y brilloso machete, a fin de cortar las cuerdas del campanario y así evitar que el sacristán hiciera sonar las campanas. Realizada la fechoría, Jonás volvió a casa y durmió con una enorme sonrisa.
Los rayos del sol que entraban en la habitación de Jonás tocaron su rostro, lo que lo despertó inmediatamente. Feliz, tomó un buen baño y preparó un rico desayuno. Presentía una jornada con suerte. Salió a trabajar con una actitud diferente, esperando que dieran las tres, sin embargo, para su sorpresa, a las tres en punto las campanas comenzaron a sonar. Jonás no lo podía entender; daba vueltas, iba de un lado a otro y pensaba qué había hecho mal. De pronto, frente a él pasó una señora, a quien, en su desesperación, le preguntó cómo era posible que las campanas sonaran, si por ahí se había enterado de que las cuerdas del campanario habían sido cercenadas. La señora miró con extrañeza a Jonás y le dijo:
—¿No sabe?
—No, no sé —respondió Jonás confundido.
─Ay, pues en este pueblo ya nos modernizamos y las cuerdas sólo las tenemos de adorno. Ya sabe, por eso de la nostalgia y los viejos tiempos. En realidad, las campanas de nuestra iglesia tienen un sistema que las hace sonar de manera automática.
Tras escuchar aquellas palabras, Jonás no lo podía creer. Cansado de maquinar planes absurdos, tomó una decisión práctica: compró varios galones de gasolina, esperó otra vez a que llegara la noche, bañó hasta el último rincón de la iglesia con aquel líquido y le prendió fuego. Los habitantes del pueblo, al ver que se incendiaba la iglesia, intentaron combatir el fuego, pero era demasiado tarde, pues este había consumido todo, excepto el campanario.
Jonás, al ver el rostro de enojo y tristeza de todos los habitantes del pueblo, aprovechó para decir:
—Se los dije y no me hicieron caso: esas campanas son de mala suerte.
Todos escucharon y creyeron las palabras de Jonás, dejando a un lado la importancia que tenían las campanas para su pueblo. Luego decidieron realizar una asamblea para tomar una decisión al respecto.
Finalmente, después de analizar los pros y contras, el pueblo decidió deshacerse de las campanas.
Al día siguiente todos ayudaron a bajar las campanas de lo que quedaba de la iglesia. Como eran muy pesadas, se necesitaron muchos hombres para cargarlas y tirarlas a un barranco. Todos gritaban de alegría por deshacerse de ellas, pero lo que ocurrió después fue mucho peor que aquel incendio.
Con el correr de los días el pueblo se hacía cada vez más gris: las personas ya no bailaban ni sonreían, se peleaban entre ellas y sus corazones eran oscuros. La armonía y la paz se esfumaron. Todas las cosas bellas que hacían a ese lugar extraordinario se fueron muriendo poco a poco, hasta que la gente se marchó del pueblo y Jonás se quedó solo.
Vanessa Balderas Guadarrama (Toluca, 1982). Estudió la licenciatura en Lenguas en la UAEM. Actualmente estudia la licenciatura en Creación y Estudios Literarios en el Centro Morelense de las Artes. Es autora del cuento infantil Yaocihuatl (UAEM, 2015) y en 2017 fue beneficiaria del PECDA en la categoría de literatura. Textos suyos aparecen en las antologías Se hacen amarres… de amor propio (Acuarela Humanística, 2021) y El Monstruo moderno. Antología del taller de narrativa de Grafógrafxs (Grafógrafxs, 2021). Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.