ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Doscientos canguros[*]

Diego Muzzio

 

Para Peggy y Léa

 

–¡Y no te vayas a olvidar de lo que te dije! –exclamó Mercedes sacudiendo el dedo índice frente a los asombrados ojos de su hermana menor. 

Valentina asintió y, evitando de un salto un enorme oso de peluche abandonado panza arriba en medio de la habitación, corrió hacia la ventana. Antes de llegar, uno de sus pies embistió un pliegue de la alfombra y estuvo a punto de caer, pero en el último instante recuperó el equilibrio y, bamboleándose hacia un lado y otro, completó el recorrido indemne. Una vez frente a la ventana, se puso en puntas de pie e intentó mirar hacia afuera, abajo y a la izquierda, en dirección al jardín del vecino. Tenía cuatro años, la ventana era demasiado alta y lo único que alcanzó a ver fue un rectángulo de cielo azul, limpio y perfecto, entre las incompletas copas de media docena de árboles.

–¡Alzáme…! –gritó Valentina, levantando los brazos.

Mercedes resopló y guardó en su mochila el libro que estaba leyendo, Just So Stories, de Rudyard Kipling. Unas semanas atrás había cumplido nueve años pero, quizás a causa de su pelo lacio, de un rojo intenso, o a la palidez de su piel y a los afilados rasgos de su cara, o a su cuerpo esmirriado, o más probablemente a la actitud inquisitiva y crítica que adoptaba frente al mundo, parecía mayor. Era una lectora incansable, y solía inmiscuirse en la conversación de los adultos, opinando con desparpajo sobre cualquier tema, empleando en esas ocasiones un vocabulario demasiado amplio y específico para una chica de su edad.

–Todavía es muy temprano. Están durmiendo –afirmó Mercedes.

–Quiero ver, quiero ver igual...

–Ya te dije que no están.

Mercedes cerró la mochila y avanzó hacia la ventana. Miró hacia abajo y a la izquierda. Don Francisco, el vecino, trabajaba en su jardín. Desconcertado, el viejo giraba sobre sí mismo y se rascaba la cabeza, buscando la pala que había dejado clavada en un cantero a sus espaldas.

–Además –repitió Mercedes–, no tenés que olvidarte lo que te dije porque si no nunca los vas a ver.

–Quiero ver, ¿están ahí, están?

–A ver, repetí lo que te dije.

Valentina clavó los ojos en el techo y, mientras se hamacaba sobre la punta de los pies, se retorcía las manitos y mordía con el colmillo la mitad derecha del labio inferior, emitió un largo y dubitativo “eeehhh”, casi interminable. Sin embargo, después de aquel momento de incertidumbre, logró recitar la lección que la hermana mayor le había enseñado minutos antes.

–No tengo que darle un beso ni agarrar ninguna de las cosas que me dé y no tengo que jugar con él yyy…, tengo queee…, quedarme sentada todo el día al lado tuyo. Tampoco tengo que correr ni jugar ni tampoco jugar con el perro.

–No sabemos si tiene perro, pero si tiene, no tenés que jugar con el perro. ¿Qué más?

–Y no tengo que darle un beso...

–Eso ya lo dijiste, ¿qué más?

–Y nada más.

–Y no comer ni tomar nada.

–Sí. ¿Y después voy a poder ver los canguros?

–Mañana, cuando hagas todo lo que te dije.

–¿Y don Francisco nos va a dejar jugar con sus canguros?

–Claro, yo le voy a pedir permiso para que nos deje.

–¿Cuántos canguros tiene don Francisco?

–Un montón, doscientos canguros, pero ahora están durmiendo, todavía es muy temprano.

–¿Están durmiendo en el jardín de don Francisco?

–Puede ser.

–Quiero verlos, alzáme.

–No se ven, los canguros duermen en los árboles. Mañana, te dije.

En ese momento, Laura entró en la habitación dejando a su paso una invisible estela de perfume, mirándose en un espejito y dando los últimos retoques a su maquillaje. Los mismos rasgos que en Mercedes conspiraban para darle la apariencia de una adolescente, se repetían en la madre arrojando un resultado diametralmente opuesto: Laura tenía treinta y cinco años, pero parecía mucho más joven. Era alta, pálida, delgada, pelirroja; a diferencia de su hija, llevaba el pelo corto, desflecado y revuelto.

–¡Pero, Valentina, todavía no te cambiaste! –se quejó Laura, mientras intentaba borrar una mancha de rímel olvidada junto al vértice de su ojo derecho.

–Mami, quiero ver los canguros.

–A ver, vení para acá que te saco ese camisón. ¿Vos ya estás lista, Mecha?, ¿guardaste todo en la mochila? Bueno, acordate de lo que te dije. ¡Valentina, quedate quieta por favor, si te movés así no te puedo cambiar! ¿Te acordás, no? Mecha, ¿me oís? Espero que te comportes como una señorita.

Mercedes no contestó. Se alejó de la ventana, se sentó sobre la cama y clavó los ojos en el suelo.

Laura terminó de vestir a Valentina, bajaron la escalera, salieron de la casa y subieron al auto.

 

Una hora y media más tarde, después de que los guardias de seguridad que custodiaban la entrada sometieran a Laura a un breve interrogatorio y exigieran anotar en sus planillas los números de los tres documentos de identidad, el coche transpuso los límites del country. Laura manejaba mirando al mismo tiempo el GPS. A ambos lados del camino se alineaban casas lujosas, rodeadas de jardines; el canto de los pájaros y el ruido de los aspersores se mezclaban en el aire tibio. Valentina observaba el paisaje, los labios apoyados en el vidrio de la ventanilla. En un momento, llamó la atención de su hermana para señalarle un perro que corría junto al auto, pero Mercedes, hundida en su creciente malhumor, ni siquiera la miró.

Laura llegó a la dirección y estacionó frente a una casa moderna, aplanada, fría, con amplios ventanales sin rejas y un sendero de lajas negras que llevaba a una puerta de madera.

Apagó el motor, giró y miró a sus hijas.

–Ya saben, eh, pórtense bien: no me hagan quedar mal.

La puerta de la casa se abrió y un hombre avanzó hacia el auto. Tenía unos cuarenta años, era de estatura media, delgado, de piel bronceada –con esa coloración inconfundible que la cama solar imprime en sus víctimas– y el pelo gris, corto y peinado con gel. Se movía con soltura, como si tuviera plena conciencia de su excelente estado físico. Usaba lentes oscuros y la ropa que vestía –una remera polo azul marino, pantalones blancos y zapatos náuticos–, parecía recién comprada.

–¡Al fin! –exclamó el hombre deteniéndose a mitad de camino y abriendo los brazos–; ¿tuvieron problemas para encontrar el lugar?

–No, nos retrasamos un poco antes de salir de casa –dijo Laura al bajar del auto.

Luego de rodear el vehículo, Laura emprendió una breve carrera; los tacos de sus zapatos repiquetearon sobre las lajas del sendero. Al llegar junto al hombre, dejó caer una mano sobre su hombro y lo besó en la mejilla.

–Bueno, ya están acá. ¿Y estas hermosas señoritas? ¿No van a bajar? –preguntó él, avanzando unos pasos hacia el coche.

Valentina miró a Mercedes, quien permaneció inmóvil, la mochila apretada contra su pecho.

–Vamos, chicas, es un día precioso –dijo Laura.

Resoplando, Mercedes abrió la puerta y bajó del auto, arrastrando la mochila tras de sí. Valentina la siguió. Una vez en la vereda, permaneció junto a su hermana, observando al desconocido con desconfianza y sin pestañear.

–A ver, déjenme adivinar –dijo el hombre, acuclillándose frente a las chicas–: vos debes ser Valentina, y vos Mercedes...

Valentina asintió, hurgándose la nariz. Después de inspeccionar la yema de su dedo, escondió las manos tras la espalda y se hamacó hacia adelante y hacia atrás sobre las puntas de sus pies.

–Hola, yo soy Richard.

–¿No le van a dar un beso a Richard? –intervino Laura.

Valentina negó, sacudiendo la cabeza, mientras Mercedes, con el ceño fruncido, estudiaba la casa por sobre el hombro de Richard, como si este fuera un estorbo inesperado en su campo de visión.

–Chicas...

En la voz de Laura había reproche, una orden velada, pero ninguna de sus hijas se movió.

–A lo mejor más tarde, ¿no? –propuso Richard, poniéndose de pie–. Entremos, el jardín les va a gustar.

 

Detrás de la casa se extendía un amplio jardín que lindaba con un campo de golf. El límite entre ambos estaba demarcado por una escuálida hilera de setos recién plantados, insuficientes para sugerir una verdadera separación, de modo que el parque parecía continuar indefinidamente, sin interrupción, hasta donde alcanzaba la vista. Las lejanas, blanquísimas siluetas de los jugadores de golf se movían con pereza a la distancia, envueltas en el reverbero del sol. En el centro del parque había un lago artificial y, amarrado en la costa, un bote de remos. Al borde del lago, robles, eucaliptos y plátanos esparcían su sombra sobre el césped recién cortado. Bajo los árboles, sobre una mesa cubierta con un mantel floreado, esperaban las bebidas y el almuerzo.

Los adultos se adelantaron. Richard rodeó la cintura de Laura, la atrajo hacia él y le susurró algo al oído. Ella llevó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Cuando llegaron junto a la mesa, Laura continuaba riendo. Richard estudió las etiquetas de las botellas y, después de elegir una, llenó dos vasos con hielo.

Mercedes arrastraba la mochila sobre el césped, y Valentina la seguía canturreando una canción y dando saltitos.

Después de estudiar el lugar, Mercedes se detuvo y, con una mueca de fastidio, se sentó bajo el sol, muy lejos de los árboles y la mesa, abrió la mochila y sacó el libro de Kipling. Valentina miraba extasiada a su alrededor: de pronto, reparó en el lago y en el bote.

–¿Puedo ir a mirar el bote? –preguntó Valentina.

–No –respondió Mercedes.

–Quiero ir a mirar el bote.

–Basta, sentáte acá y dejá de molestar.

Valentina resopló, se sentó junto a su hermana con las piernas cruzadas y, después de mirar sin ningún interés el libro que Mercedes leía, arrancó un puñado de pasto y lo arrojó al aire. Aunque intentaba disimularlo, sus ojos se desviaban en dirección al lago.

–Chicas –gritó Richard–, ¿quieren una coca?

–Vengan –agregó Laura, haciendo señas con la mano.

Mercedes no levantó los ojos del libro, pero Valentina se incorporó de un salto y empezó a correr en círculos alrededor de su hermana.

–¿Puedo tomar coca?            

–No –gruñó Mercedes.

–Pero tengo sed.

–Hacé lo que quieras, pero ya sabés, no vas a ver ni un solo canguro.

–Tengo sed, tengo sed, tengo mucha sed... –repitió Valentina.

Interrumpiendo de pronto su frenética carrera, agregó:

–Igual, papá me va llevar a ver los canguros de don Francisco.

–Papá no te va a llevar a ningún lado, estúpida –sentenció Mercedes.

–Sí que me va a llevar.

–No, papá se fue con los abuelos.

Dando por terminada la discusión, Mercedes volvió a la lectura de su libro.

Valentina resistió aún media hora más. Poco a poco, sin dejar de observar de soslayo a su hermana, fue acercándose cautelosamente a la mesa y, cuando creyó que nadie la veía, se escabulló bajo el mantel. Richard le ofreció un vaso de gaseosa. Valentina estiró el brazo por debajo de la mesa, agarró el vaso y bebió a escondidas.

Un rato después, había olvidado las repetidas recomendaciones de Mercedes y, ya sin ninguna precaución, se atiborró de comida y tomó prodigiosas cantidades de gaseosa. Más tarde, dejó que Richard la cargara sobre los hombros y le mostrara el jardín, el lago y el bote. Richard y Laura llamaron reiteradamente a Mercedes, pero ella permaneció sentada en el mismo lugar, ausente y orgullosa, con el libro, que ya no leía, abierto sobre las piernas. Rechazó todo lo que Richard le ofreció de comer y beber, incluso el helado, los caramelos y los chocolates.

Por la tarde, cuando su madre, su hermana y Richard salieron a dar una vuelta en bote, Mercedes se desplazó con su mochila bajo el reparo de una ligustrina. Valentina la saludó agitando la mano, y después se inclinó sobre la borda para acariciar el agua o intentar tocar a los peces que seguían al bote, atraídos por el alimento que, entre dos golpes de remo, Richard iba dejando caer sobre la superficie del lago.

Al regresar del paseo, Laura se acercó a su hija mayor y se sentó junto a ella. Durante un rato, permaneció en silencio, arrancando briznas de pasto, pensando, buscando la manera de hacerla cambiar de actitud. Le preguntó si no tenía hambre o sed. Mercedes negó con la cabeza. Laura suspiró. Arrancó una florcita silvestre y se la puso detrás de la oreja, pero Mercedes se la sacó de un manotazo. Laura dijo entonces que le partía el alma verla así, triste y malhumorada, que, si ella quería, podían salir de nuevo en el bote y darle de comer a los peces, que aprovechara aquel día maravilloso y disfrutara del jardín. Sin embargo, a medida que avanzaba en su titubeante monólogo, y al comprobar que la fría actitud de Mercedes permanecía inalterable, Laura fue perdiendo la paciencia y terminó susurrándole cerca del oído que, si no cambiaba de actitud, durante una semana podía olvidarse de ir a natación o a lo de su amiga Natalia, de la tele, de quedarse leyendo hasta tarde.

Mercedes giró la cabeza y miró a su madre a los ojos. Estuvo a punto de responder que no le importaba, pero a último momento –como si romper el silencio en tales circunstancias fuera de por sí una inaceptable claudicación–, se arrepintió y optó por encogerse de hombros.

–Muy bien, ya vamos a arreglar este asunto en casa –concluyó Laura, poniéndose de pie y alejándose en dirección a la mesa.

A la caída del sol, Richard se ausentó y volvió a aparecer poco después arrastrando un pony de las riendas. Valentina saltaba, aplaudía y lanzaba gritos de alegría. Richard la alzó sobre la montura y la llevó a dar un largo paseo por el jardín. Mercedes observó la escena desde lejos. Tenía un nudo en la garganta, los ojos llenos de lágrimas. Denodadamente, procuraba mantener la vista en el libro, pero el caballo y los gritos de felicidad de su hermana la hipnotizaban.

En un momento, Richard se acercó arrastrando el caballo de las riendas. Mercedes dio vuelta a una página del libro y simuló que leía.

–¿No querés dar una vuelta? –preguntó Richard. 

–Otra, otra vuelta más –gritaba Valentina sobre la montura, pateando los flancos del caballo.

Sin mirarlo, Mercedes negó con la cabeza.

–¿Estás segura? Mirá que te va a gustar... –insistió Richard.

–Odio los caballos –dijo Mercedes.

–¡Qué raro! –exclamó Richard, mientras se acuclillaba frente a ella–. ¿Sabés?, yo tengo un montón de amigas más o menos de tu edad, aunque no tan lindas como vos, y a ellas les encantan los caballos…

–A mí no –dijo Mercedes, terminante–. Además, yo no soy su amiga…

–Si querés, podríamos ser amigos.

–No, gracias, ya tengo muchos.

–Qué pena –dijo Richard–, con las ganas que tenía yo de ser tu amigo. Igual, dicen que cuántos más amigos tenga uno mejor, ¿no?

–¿Usted es inglés? –preguntó Mercedes de pronto.

–No, soy argentino... –respondió él, sorprendido–: ¿por qué?

–No, digo, como se llama Richard… –comentó Mercedes, una velada nota de burla en la voz.

–En realidad me llamo Ricardo, pero todo el mundo me dice Richard...

Mercedes suspiró, como si hubiese llegado al fondo de un problema esencial.

–¿Y por qué no podemos ser amigos? –volvió a la carga Richard–. ¿Por mi nombre?

–No, no es por eso. ¿En serio quiere saber?

–Sí, claro.

–Está bien, pero se lo tengo que decir al oído.

–No hay problema –dijo Richard, y se inclinó hacia ella.

Tapándose la nariz con dos dedos, Mercedes susurró algo. Richard enarcó las cejas y, con dificultad, reprimió una carcajada.

–Entonces voy a tener que cambiar de perfume, y a lo mejor también de nombre –dijo Richard, mientras se ponía de pie–. Bueno, princesita –agregó después, dirigiéndose a Valentina–: vamos, otra vuelta más.

Valentina aplaudió y se agitó sobre el caballo.

Mercedes los vio alejarse hacia el lago.

 

Cuando se despidieron de Richard era de noche. Valentina se quedó dormida enseguida. Mercedes miraba por la ventanilla. Laura intentó mantener la calma, pero aun antes de abandonar los límites del country estalló:

–Hoy agotaste mi paciencia, decirle a Richard que apestaba a perfume barato: ¿se puede saber de dónde sacás esas cosas vos? Y el pobre Richard que había arreglado todo para que ustedes se divirtieran…

–Ni siquiera se llama Richard, se llama Ricardo, como cualquier hijo de vecino –la interrumpió Mercedes, pronunciando cada palabra en un tono especialmente calculado para enfurecer aún más a su madre.

–¡Calláte, calláte, mocosa de porquería, o te bajo acá y te volvés caminando! Richard que compró el bote y que alquiló el pony, y todo para que la muy caprichosa estuviera amargada todo el día y, encima, hacerme pasar el papelón de mi vida. Pero esta no la vas a sacar barata, ¿me oís? Ya te podés ir olvidando de natación, de Natalia y de la tele al menos por un mes. Te digo la verdad, no sé qué voy a hacer con vos, Mecha, no sé qué voy a hacer con vos...

Durante el resto del viaje de regreso, Laura descargó la furia que había acumulado a lo largo de las últimas horas. Mercedes, en cambio, no volvió a decir una palabra. Cuando llegaron a la casa eran casi las diez de la noche. Laura cargó a Valentina hasta el cuarto, la desvistió y la acostó en su cama. Mercedes subió detrás, cabizbaja, silenciosa.

–Y ni se te ocurra bajar a la cocina. Ya que no quisiste comer nada en todo el día, vas a tener que esperar hasta el desayuno.

Laura salió de la habitación, dejando la puerta entornada, y se encerró en su cuarto. Mercedes se desvistió, se puso el pijama, se acostó y apagó la luz. Durante un rato largo permaneció despierta en la oscuridad, escrutando el techo y pensando en el pony, en el lago y en el bote. Escuchó a su madre llorar. Era un llanto apagado, remoto. Le costó conciliar el sueño.

A las siete y veinte de la mañana, Valentina saltó a la cama de su hermana y le arrancó las mantas de encima.

–Vamos a ver a los canguros de don Francisco, vamos a ver los canguros...

Mercedes parpadeó, confundida. La luz del sol, entrando por la ventana abierta, inundaba la habitación. Se refregó los ojos y, de pronto, recordó lo que había soñado: su padre se encontraba de pie en la popa de un bote; junto a él, estaba el caballo del día anterior. La pequeña embarcación se alejaba de la costa, perdiéndose en la niebla, y su padre la saludaba con la mano en alto.

Mercedes abandonó la cama y se dirigió a la ventana. Miró hacia el jardín del vecino. Allí estaba el anciano, trabajando, como siempre, emparejando los canteros con una pala.

–¿Están, están los canguros? –preguntó Valentina, dando saltitos.

Mercedes tomó a su hermana de la mano, bajaron la escalera, atravesaron el living, la cocina y salieron al jardín. Descalzas sobre el pasto mojado de rocío, avanzaron hacia el fondo del terreno bordeando la ligustrina que separaba los jardines de ambas casas. El ligustro terminaba un metro antes de llegar al fondo, donde había una abertura muy estrecha, cerrada apenas con una rudimentaria puerta de alambre, que permitía el paso de una casa a la otra.

Mercedes se apoyó contra el alambre y chistó con todas sus fuerzas. Francisco alzó una mano a modo de saludo, pero Mercedes, con señas imperiosas, le indicó que se acercara. A su lado, Valentina escrutaba las copas de los árboles, intentando detectar algún movimiento que delatara la presencia de los canguros entre las ramas.

–¡Pero miren quiénes están acá! –dijo Francisco una vez que llegó junto al alambrado–. Tan temprano y ya levantadas.

Con un golpe seco, el viejo hundió el filo de la pala en el suelo y abandonó los brazos sobre el mango. Llevaba la camisa abierta, una bermuda de jean que dejaba ver sus pantorrillas marcadas de várices, y un par de mocasines manchados de tierra. El anciano se sacó la gorra que le cubría la cabeza y se secó la transpiración con un pañuelo arrugado.

Disimuladamente, Mercedes le guiñó un ojo y dijo:

–¿Ya terminó con los canguros, don Francisco?

–¿Los qué? –preguntó el viejo arqueando las cejas.

Mercedes cabeceó en dirección a Valentina.

–Ah, los canguros… –reflexionó–. Bueno, sí, sí...

–¿Los enterró a todos, a los doscientos canguros? –preguntó Mercedes.

–A todos, no quedó ni uno solo.

–¿Ni uno?

–Ni uno, doscientos canguros, todos muertos y enterrados, recién acabo de terminar -afirmó el viejo, alzando, como prueba irrefutable, la pala manchada de tierra.

–Bueno, gracias don Francisco, hasta luego –dijo Mercedes.

–Hasta luego, hasta luego… –saludó el anciano con la pala aún en alto.

Valentina corrió llorando hacia la casa. Mercedes la siguió, pero a mitad de camino se detuvo y se quedó mirando sus pies mojados sobre el césped.

Tenía un nudo en la garganta y le ardían los ojos.

 

Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969). Es narrador y poeta. En 1991 publicó su primer libro de poemas, El hueso del ojo; en 1996 obtuvo el Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes por su libro Sheol (Grupo Editor Latinoamericano, 1997), y en 2000 recibió el Primer Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, por Gabatha (Conaculta, 2001). En cuanto a narrativa, sus más recientes libros son El hombre que compró un planeta (Atlántida, 2016), El año del corredor solitario (SM, 2017) y Doscientos canguros (Editorial Entropía, 2019).

 

 

[*] Este cuento forma parte del libro Doscientos canguros (Editorial Entropía, 2019).