ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Caperuxita
(fragmento)

Agustina Perez

 

 

Caperuxita cruza el linde que separa la Tierra Reseca de las Últimas Poblaciones. Felipe II, el Atrevido, colocó allí un baobab traído expresamente de Crimea. De la región tártara de Crimea. Lo colocó al inicio del foso que separa la Tierra Reseca de las Últimas Poblaciones, cuando el puente todavía no estaba en los papeles. “Puente”. Hay que ser francés, hay que ser de Pringles, para llamar “puente” a esa soga. Esa soga fue labrada por una laboriosa hacendera. Ella fue la encargada de tergiversar la corona tejida de espinos de Jesucristo. Felipe II encontró la soga de casualidad mera adentro de una botella cuando la mudanza al palacio monasterio de El Escorial. La encontró después de haberla bebido toda. En esa época bebía a oscuras, sentado en el suelo, la espalda contra la pared fría de vitraux naranja yema. Lo que sintió fue un jeringazo en el reverso de la comisura derecha del labio inferior. En esa época ya había desertado de las copas, que le resultaban estupidez tamaña. Bebía un vino negro y espeso. Negro y espeso acabó en histeria de pinchazo. Entonces dijo a ver. Cedió a la lumbre, que detestaba. La botella era verde, y aun vacía se veía negra. Pero lo sorprendió algo: unas chispas indiscretas de color áurico. Son las mismas que se encuentran en el Goldwasser, hoy día. Felipe II, el Indiscreto, empezó a tirar de la madeja. Era increíble, pero era. Cuando fue el día y se corrió el velo nocturno del ayemado naranja, encontró que toda la habitación estaba inundada de una madeja del mismo verde que la botella rematada en espinos chispeantes. El tiempo se le había pasado volando. Los espinos habían convertido sus manos en un colador. La luz naranja pasaba a través y dibujaba conos sobre el piso de madera. La sangre era mansa y roja. Felipe II, el Certero, supo de inmediato qué debía hacer. Supo del peligro que suponen unas manos así. Supo del peligro que conoció en su excursión única, no premeditada (¿o sí?), a las Últimas Poblaciones. Que le ganó, para la eternidad, pero en secreto, el mote de el Atrevido. Entonces contrató, sin demora, a la hacendera.

 

 

La hacendera tenía una tarea no poco difícil. Le correspondía hacer con la madeja, aquella esplendente corona de espinos, un puente. Para eso, debía planchar las curvas del material, tanto las cóncavas como las convexas como las otras. Pero debía, asimismo, cuidar que las espinas queden intactas. Por lo tanto, estaba descartado desde antes del vamos usar la piedra caliza hervida que se empleaba, por ese entonces, para las mieses esas. Dada la proximidad entre una y otra espina, no le quedó más remedio que planchar los encurves montándose a pelo con las manos, fregando como si fueran las escalinatas palaciegas.

La hacendera cumplió su trabajo en tiempo y forma.

En adelante, sus manos nunca más volvieron a ver la luz del sol. Por suerte, podría decirse. Se sabe el espanto que es la luz del pilatos de sol. Pero la expresión es un giro torcaz, y aquí se trata de otra cosa. De una hacendera, de cuyo tacto depende, acaso, el cauce del mundo. 

 

 

Sus manos fueron cubiertas por guantes sin dedos, de látex, negros. Era el mismo material con que se condecoraba la cabeza de los prendados al sino de la horca.

 

 

Los guantes los cosió ella misma. Los ató con una soga. La soga la consiguió de la bolsa que le otorgó, personalmente, Felipe II. Era una bolsa color almizcle que contenía treinta denarios.

El nudo lo hizo ella misma. Con ayuda de la mano libre y los dientes. Procuró que sea lo suficientemente laxo para dejar que algo de la sangre siga su curso, pero también lo suficientemente ceñido para impedir que la conciencia se pasee a sus anchas.

En adelante viviría en un constantino sopor de baobab laico.

 

 

Felipe II las cosas importantes no las delegaba. Felipe II se comandó solo a Crimea, en una de sus expediciones, repetida tres veces al año, para celebrar el advenimiento de reptil torvo de su muerte. Felipe II volvió, en romería, solo de toda soledad, de vuelta: a Francia. Felipe II. Felipe II, el Peregrino, llevó en sus espaldas magras el desmesurado baobab hasta el confín de la Tierra Reseca, a sabiendas del peligro que implicaba para un feligrés cualuncón adentrarse en las Últimas Poblaciones. Y, luego, tiempo después, con sus manos agujereadas instaló, de cabo a rabo, el —¡franceses!— “puente”. La soga hecha por la hacendera con la corona de espinos de Jesucristo. Pero, antes, con sus agujereadas raspó la tierra. Justo donde el puente habría de empezar, franqueándolo —para hacerlo inmarcesible lo enmarcaba en el tache—.

Felipe II rastrillaba como un perro —como un perro saluki, de los que no escarban las tumbas de los muertos, que todos son—. Los muertos.

Ahí clava, como una estaca, el baobab.

 

 

El baobab es rojo. Sucede que el baobab no se excomulga de un recuerdo que lo tornasola. Fue una vez. Fue el 16 de marzo. Fue cuando una Stuka —un avión de ataque a tierra diseñado por Hermann Pohlmann— floreció en el cielo azul. El cielo era azul. Azul. La Stuka era blanca. La explosión fue borgoña, como Felipe II. Fue roja. El fuego fue. El baobab: es rojo, pero ahora. En la Stuka iba un piloto que se hizo esquirlas —rojas— al instante.

El piloto era Joseph Bois y no caía por su propio peso sino empujado apenas por el sol. Por el pilatos de sol.

Recién comenzaba a amanecer.

 

 

Joseph Bois, como una masa compuesta de cristales de hielo sin densidad, se sostenía en la contienda. No daba el brazo a torcer. No daba. Así, todos los extensos kilómetros que lo distanciaban del cuerpo a tierra. Flotaba, podría decirse. En los últimos nueve pasos, los nine footfalls, su densidad se conglomeró y su aceleración fue demencial. No se sabe qué empezó primero: si ganó en peso y eso precipitó la velocidad, o si la velocidad convocó a los feligreses de la materia. Lo cierto es que tampoco así tocó tierra. Cayó, sí, pero —lúcido y exacto— aterrizó sobre el cuello de una liebre. Que se quebró en el acto. Como el tallo de una flor. En despedida.

La liebre cuchicheaba con seriedad suma con un pasto.

Había, ahí cerca, el baobab. En las alturas más remotas de su ramaje estaba escondida Mirto Dermi, que pintaba todo lo que la liebre decía. La liebre, antes del accidente, explicaba a una grama el entrame complejo —casi como una corona de espinas— de alteraciones atómicas que produce en la materia el fuego cuando se dan las condiciones atmosféricas adecuadas. Pero la liebre no pudo terminar su relato por el percance. 

 

 

La liebre yacía exangüe. Y a su lado, exangüe yacía Joseph Bois. Y Mirto Dermi: sumida quedó en la más profunda desesperación.

Tramó, entonces, un plan.

Certero, lo bastante.

 

 

Mirto Dermi, que quería saber el final (de la historia de la liebre) y que quería evitar el final (de la muerte de Joseph Bois), despellejó (a la liebre) con sus uñas. Como buscándolo. El final. Como un perro —saluki—. Sagrado. Buscando, digamos, la redención. De las dos injustas muertes, que un hecho es lo que eran. (Los muertos, todos).

Antes o después, quién sabe, Mirto Dermi la mismísima rasgó con las uñas el tronco del baobab, que quedó al borde del mareo más beodo. En ese borde, como quien se desangra y no, manaba una resina espesa.

Gracias a esas dos acciones precisas —el desarme de la corteza de la liebre y la del baobab— Joseph Bois salvó una vida ya irredimiblemente perdida por decreto del pilatos de sol. Otro suceso de análogas dimensiones no consta en los registros. Mirto Dermi fue quien envolvió a Joseph Bois en una diamantina capa de resina de baobab y cubriolo luego con la piel de la liebre. Los anales de la historia, siempre errados, dicen que esta tarea la llevaron a cabo los nativos de la zona. Pero no: fue una extranjera. Fue una ¡argentina, argentina! —apátrida como pocas, argentina por entero—. Mirto Dermi lo salvó. A Joseph Bois. Redimiendo, así, en el mismo golpe, la muerte insólita de la liebre, que cayó redonda cuando el que cayó fue, sobre su cuello de nácar, el Joseph Bois mismísimo.

Nuestra heroína es Mirto Dermi.

 

 

Fueron las uñas de Mirto Dermi quienes —desbrozando la liebre, desmalezando el baobab— le arrancaron al pilatos su presa mejor. Le dieron, a Joseph Bois, el don de la vida. Y a la liebre y su irremedio mayúsculo: la sepultura portable que a su altura correspondía. Y una nueva forma de eternidad.

 

 

Cuando Felipe II llegó a la escena del crimen encontró a Joseph Bois tendido sobre la tierra empapada de resolana. Tenía los ojos fijos en el sol, una grama manchada de sangre atravesada en diagonal sobre los párpados, como una cruz a medio hacer. En las pestañas, gotas diminutas de rojo y tierra. Pero estas gotas, producto de la reflexión de los haces solares en rebote contra la resina de baobab extendida como un manto en el suelo, chispeaban como Goldwasser o como una corona de espinas.

La resina de recalcitrante dorado, producto de los tajos en la superficie del tronco del baobab, cómplice mejor del espionaje, baldeaba el suelo.

Joseph Bois respiraba apenas. Pero respiraba

 

Agustina Perez (Buenos Aires, 1991). Es licenciada en Letras (UBA), magíster en Estudios Literarios Latinoamericanos (UNTREF) y becaria doctoral (CONICET). Ha publicado los libros de poemas Nala (Las Injurias, 2014) y Arenal (Ediciones Ludwig, 2016), así como la novela corta Caperuxita (Club Hem, 2021). También transcribió y compiló Osvaldo Lamborghini inédito (Lamás Médula, 2019).