ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Clausewitz y yo
(fragmentos)

Carlos A. Aguilera

 

Mi padre era un gordo.

Un gordo chiquitico y zoológicamente gordo.

Un gordo que a sus delirios con Clausewitz, a su trabajo mierdoso para la Securitate, a su colección de conejos desde hace tiempo ya estancada —la caza terminó el día que rebasó los 169 kilos y las rodillas empezaron a flojearle— unía un terrible blablablá sobre el olor.

El olor que él en su oligofrenia separaba de un supuesto no-olor.

Ese no-olor pendejo de todos aquellos que no trabajan para la Securitate, decía.

Ese no-olor estafa.

Ese no-olor caca.

¿No está más que comprobado químicamente, tarareaba, que los que no aspiran a una causa grande desprenden un no-olor que los hace pasar inadvertidos durante mucho tiempo y a los que hay que perseguir incluso con un aparatico para precisar su “mapa de influencia” y escuchar con nitidez sus gluglú insípidos?

Y una vez más agarraba uno de sus moleskines y leía en voz alta:

Pe intentó escabullirse esta mañana desde su no-olor. Pero yo soy un perro viejo. Y el no-olor no se me escapa. El no-olor de los que no tienen olor denuncia a sus portadores. Los hace sudorosos, cobardes, tímidos. Hay que verles los ojos para ver cómo intentan que el no-olor no se refleje en sus pupilas. El no-olor es precisamente lo que llama la atención en alguien tan flaco como Pe. El no-olor delata. 

Y cerraba de sopetón el cuadernito y bailaba.

Si alguien cree que me va a engañar con su ausencia de olor está perdido. A un pitbull viejo sólo hay que verle el colmillo. Y se sacaba la dentadura postiza y te la ponía delante de la cara para que vieras aquella cosa babosa donde según él se depositaba toda su astucia y ojo fino.

Mira, aquí es donde va el colmillo, gritaba en medio del minué.

Aquí.

Y continuaba bailando... 

Mi padre era un perro, como él mismo decía.

Un jodido perro.

Un pitbull que había venido a esta vida a arruinarle la existencia a todo aquel que se le pusiera delante y por eso —¡sólo por eso, estoy seguro!— se había recibido de dentista, de hombre que disfruta con asfixiar a los demás, dejarlos caer en un espacio donde sólo el dolor era posible, y donde avanzar desde algo higiénico, neutro, vital, geométrico, era un dilema, ya que para eso había estudiado mi progenitor a finales de los años sesenta —en una academia con dos profesoras eslovacas, siempre recalcaba—, para llevar una bata blanca, donde se limpiaba la saliva de todos sus pacientes, y observar de cerca a todos los que él en su jerga privada llamaba los renegados. 

Es decir, esos donde la pulsión por el desafecto (a un estado, un emblema, un destino) estaba proporcionalmente sujeta a un determinado número de problemas bucales...

Esos que sólo eran caries. 

Jota: gingivitis aguda.

(Anotaba histéricamente mi padre en uno de sus cuadernos...)

Hache: halitosis tabacaria.

Uve: inflamación y dos piezas calamitosas.

Ene: extracción

...

¿No formaba esa neurosis y ese hociquito de pitbull uno de los servicios más apreciados por los impresentables de la Securitate?

Evidentemente sí.

Y si nos dejáramos guiar por el número de visitas que los bulldogs de la seguridad hacían a nuestra casa, podríamos decir entonces que incluso esa pulsión de mi padre era muy importante.

Esencial. 

La pulsión del mediocre que sólo encuentra consuelo en destrozar todo lo que genere vida a su alrededor.

Tal como hizo con Ene (“su no-olor me llega hasta aquí”, y se tocaba la puntica de la nariz, con sorna). 

Y tal como hizo con el marido de Ene, al acusarlo —los acusó a ambos pero por alguna razón el que desapareció por años fue el hombre— de traficar con florines y marcos alemanes y revender productos que no habían sido legitimados por “nuestro grande estado”, escribía. 

“Nuestro estado trascendencia...”

¿Escogía la Securitate a sus informantes además de por la dudosa veracidad de sus reportes por los ditirambos estúpidos y en voz alta que anormales como mi padre proferían todo el tiempo?

Lo más seguro es que sí.

Verlo ya de viejo siguiendo algún programa deportivo o algún discurso e intentando pararse de su butacón para saludar como un militar o gritar, en medio de una risilla idiota, algunos de esos lemas que al final ni decían nada ni le importaban a nadie —nadie que no fuera un gordo semiinválido como él— daba grima.

Para no hablar de esos días largos, huecos, en que se despertaba ya con una chaqueta verde llena de medallas, las cuales, por haber estado tantos años guardadas ni brillaban ni tenían valor... 

Mi padre era una mierda, como ustedes han comprobado:

una

esperpéntica

mierda. 

Y verlo con aquellas medallas y sus moleskines y su violencia y su gordura y su millar de conejos —de los cuales ya he hablado profusamente en el primer texto de este libro— lo acentuaba aún más. 

Una mierda que cuando le hicieron la radical a mi madre a causa de un nódulo no paró de burlarse por toda la casa diciéndole:

¡Ahora sí que hueles a caca de vaca! 

Así, con todo su asco:

¡Caca de vaca!

Y le gritaba en plena cara: ¡Caaaca de vaca! ¡Caaaca de vaca! Sacando y entrando la lengua de su gorda boca y sus labios y encías y garganta blancuzca.

¡Caaaca de vaca!

Frase que por demás acostumbraba a soltar cuando las cosas iban mal, como si su grito fuera a romper algún maleficio o conjuro.

¿No fue esto lo que se cansó de repetir durante dos días completos cuando al marido de Ene la Securitate vino a buscarlo y este escapó saltando el muro del patiecito de atrás, precisamente ese que hace esquina con nuestra casa y donde mi padre muchas veces se apostó para escuchar todo lo que sucedía en el espacio vecino?

Pues eso: Cacadevaca cacadevaca cacadevaca... 

Sin parar.

Golpeando las cosas, hablando ensimismado con sus cabezas de conejo, gruñendo, hasta que por fin vino un oficial trabado y con rasgos de inuk y le dijo: listo, poniéndole la mano en el hombro y llevándoselo hasta el rinconcito del armario (el de los apuntes encima pero también el de la vajilla de Sèvres, herencia de mi difunta madre), donde terminó de murmurarle algo.

Cosa que evidentemente satisfizo con enormidad a mi padre, ya que este lo despidió con un abrazo y entre risitas comenzó a improvisar su degradado minué.

Uuuuuuuno..., hasta la tarde.

Uuuno, uuuno...

¿Había alguna conexión entre estos amagos de baile, su alegría, sus improperios y la desgracia que los informes de mi padre causaban a todo el que intentara construir un “horizonte de movimiento” a su alrededor? 

El día de su muerte —día estresante, no hay que ocultarlo—, mi padre se levantó temprano, como siempre. 

Desayunó y habló y conspiró con su extensa colección de conejos, como siempre.

Llamó por teléfono al ingeniero Néklas y le rumió un par de secretos, como siempre. 

Caminó por toda la casa haciendo circulitos alrededor de la mesa, como siempre.

Rio, anotó conversaciones en sus cuadernitos y se duchó, como siempre. 

Después se sentó en el butacón, puso las chancletas a un costado y empezó a dormir.

Este último gesto —las chancletas alineadas una detrás de otra contra la pared donde se exhibe su inacabable muestra de conejos— junto a sus espantosos ronquidos fue lo que activó en mí ese deseo irrefrenable de aceitar bien la escopeta y apuntarle directamente a la cabeza. 

 

De ver ese territorio que se abriría entre la belleza de su huequito sobre la ceja (mucho más redondo y perfecto que si hubiéramos intentado hacerlo con otro objeto, un picahielo por ejemplo) y la belleza del huequito que el plomo abrió en la pared. 

Huequito que sin dudas habría que pensar menos como violencia y más como espectáculo estético.

Goce.

Y de ese deseo —ese plus— es que me he alimentado minuto tras minuto, como algunos de ustedes, a esta altura, ya saben. Día espléndido el de hoy: sol, vientecito, pájaros, árboles. ¿Sabe alguien a cuánto se cotizan en un anticuario 1.557 cabezas de conejos?

 

Guía breve para la lectura
de Clausewitz y yo

 

Nada más difícil para un escritor que hablar de la propia obra. Uno da vueltas y vueltas y no logra explicar bien cómo y dónde y por qué. Y esto es, creo, por una razón sencilla: el libro es tan extraño —en el fondo— para el escritor como para el lector, que se enfrenta al texto, siempre, con una ventaja. O dos, según se mire. La de abandonarlo a mitad de camino porque no pudo o no quiso seguir en ese hueco profundo que la novela o el relato le proponía, ese hueco donde siempre hay personajes con una vida dañada o beschädigt —que era el término que le gustaba usar a Adorno para hablar de la vida (su vida) contemporánea—, o bien continuará en él y creará un estado de ficción paralela donde se montará lo que habla y traza el libro con su propia percepción y subjetividad, esa zona donde se mezclan intuición y hechos de vida; hechos que lo ayudarán a digerir lo leído y a la vez a integrarlo a otra deglución, donde ya el escritor, es decir, ese que desde el punto cero levantó el texto, tendrá muy poco que decir. ¿Cuántas veces no llega alguien y te suelta algo que para ti no tiene nada que ver con el libro ni con tus ideas ni con nada que hayas vivido o imaginado antes? Decenas de veces. Y eso es un poco lo que me sucede con este libro recién publicado por Esto no es Berlín, en Madrid. Clausewitz y yo tiene que ver con cierta familia disfuncional y con cierta obsesión por la guerra y los conejos y el despotismo, pero a la vez es otra cosa. Es un fragmento de experiencia propia y a la vez un fragmento de experiencia de gente que he escuchado alguna vez o he visto en películas o en la calle. Es transficción. Y con esto quiero decir que en la nouvelle nada es cierto pero a la vez todo lo es, como cuando corremos a matar una araña que en la madrugada era inmensa y a la luz del día mide sólo la mitad de una uña pequeña. Clausewitz y yo sería precisamente una de las mitades de esa uña. No en la que reposa la araña muerta, por supuesto, sino la otra, la vacía, la cual se irá llenando poco a poco con la reescritura que otros podrán ir haciendo de este libro, así como yo hice con Bernhard, Kantor, Lamborghini o Updike (quienes en su momento fueron una fuente de inscritura importante para mí), y con la cantidad de arañas que en su vida puedan cazar... Al final un libro es sólo eso: una trampa para coleccionar arañas. O para ficcionarlas, claro.

 

Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970). Es narrador, poeta y ensayista. Codirigió en Cuba la revista de literatura y política Diáspora(s). En 1995 ganó el Premio David de poesía, en La Habana, y en 2007 la Beca ICORN de la Feria del Libro de Frankfurt, en Alemania. Entre sus novelas se encuentran El imperio Oblómov (Renacimiento, 2014), Teoría del alma china (Bokeh, 2017) y Clausewitz y yo (Esto no es Berlín Ediciones, 2021). Sus libros han sido traducidos al francés, checo, croata y alemán.