Apuntes revisitados de una exnovelista
Carlos Ríos
1. ¿Para qué escribir una novela? Tiene la certeza de que nadie va a comprarla ni pedirla prestada a sus conocidos o reservarla en la biblioteca popular más próxima. En el país ya no existen librerías. Los libros se publican para ser destruidos. Sin embargo, la pregunta funciona de algún modo como un agente estabilizador que le permite, noche tras noche, avanzar en la escritura de tres a cinco páginas.
2. Separa el cuerpo de la membrana de escritura, va a la cocina. Mientras escucha cómo el agua gana temperatura imagina que un mate a las tres menos diez de la madrugada tiene que estar sí o sí bueno. Un mate que es puro ofrecimiento, así la idea que se le acaba de ocurrir para salir del atolladero que la tiene paralizada en la página cincuenta y ocho. ¿Para qué una novela, este esfuerzo, la dedicación extrema que se llevó puesto un matrimonio, la escasa carrera académica que después de años de trabajo le dio un sueldo precario, los hijos que no tuvo y que alguna vez quiso tener? Acaso la novela esté ahí, en ese ovillarse de las cosas hasta hacerse una bola indiscernible. Es probable. Y para qué escribirla si ya la vivió, se pregunta. Pues para darse la oportunidad de entender. Es que no hay nada, en esa catarata de acciones y hechos premeditados, que merezca ser narrado de nuevo, esta vez fuera de su cabeza. No escribe para hacer público lo privado; de hecho, detesta la escritura que pone por encima del mundo la experiencia personal. Todo lo que es de una, apunta en su libreta, se va con una. Lo que entra en la novela, en realidad, son las intersecciones de la vida pública que no han sido programadas. La intimidad, en la novela, es un artificio cada vez más alejado de las realidades que les otorgan tema, razón y confort. Regresa a la membrana de escritura, su cuerpo se funde con lo que en otras épocas se denominaba “soporte”, le pasa lo que les pasaba a otras generaciones: la página en blanco, igual que la mente en blanco y las paredes blancas, como en una estúpida sala de arte contemporáneo cuando el espacio se vacía con el propósito de significar.
3. Envidia a quienes no sintieron nunca la necesidad de escribir una novela. Sin ir más lejos, los miembros de su familia. Nunca se preocuparon por poner en una acumulación de palabras sus vivencias. Ni siquiera leyeron, aunque fuese por compromiso, las que ella escribió durante décadas. En los asados domingueros afirman que ellos lo habrían hecho mucho mejor, nomás porque habitan el mundo sin tener que separarse de este para comprenderlo.
4. Ya en su casa, transcribe con sorda diligencia las conversaciones de la familia. El archivo ha ido incrementándose con el paso del tiempo. ¿Para qué? No relee lo que escribe, no lo considera un pasatiempo, no le importan los temas sociales, no escribe para ser una mejor persona, tal como confiesan en la televisión las personas que escriben y son reconocidas como protagonistas esenciales de la vida cultural del país.
5. En otra época, ella había soñado con ser novelista. Ahora que lo es, nadie la llama de esa manera. Le dicen “escribana”. Al principio pensó que le hacían un chiste común y corriente, horrible por literal, pero al cabo de unos meses hubo consenso para otorgarle la medalla de “compositora”. Se la habían concedido un poco por lástima, después del accidente doméstico que la había dejado sin posibilidades de moverse. Compositora de qué, les preguntó. Nadie supo decirle.
6. Volvamos al asunto de si hay que escribir novelas o dejar que las cosas sean transcriptas y narradas en los celulares. En este punto hay que recordar que en el siglo pasado la novela era un género, a saber “definición de novela de la RAE”, “definición de novela en Wikipedia”, “definición de novela según Mijail Bajtin” y “definiciones de novela producidas por la IA a través del chat GPT”. Todas coinciden en que en la novela pasan cosas. A continuación se escribe, a modo de ejemplo, una novela como las que ella escribía allá lejos y hace tiempo. Por razones de espacio (y del papel que no alcanza, además) se transcribe dicha novela a escala reducida. Una observación final: donde dice “ratoncillos” puede escribirse “cortesanos”, “académicos” o “explotados”. Donde dice “moribunda” puede escribirse “estrella”, “constitucionalista” o simplemente “novela”. Hay licencias abiertas para sustituir, por necesidad o capricho democrático, lo que se les ocurra.
Capítulo 1
Los ratoncillos bebían las aguas salobres que salían de la boca siempre abierta de la moribunda.
Capítulo 2
Mil redes de pesca diminutas le atrapaban el cuerpo, malévolas redes que la conducían hacia el fondo del océano. ¿Cómo volver? Su angustia tenía el tamaño de una ballena y a la vez era tan pacífica como las ballenas de madera. Si la angustia no le hacía daño, pensó la moribunda, ¿estaría ya del otro lado, donde el dolor es una moneda de agua, en el sitio donde los impuestos ya no suman, donde los óleos que cubren las telas en los museos se remezclan para configurar obras pintadas por el pincel más enigmático del universo? De ser esto morirse, qué hermosura, sólo era cuestión de escribir la necrológica del caso y listo, a decir “chau”. Cortó las redes y subió a la superficie donde alguien, en simultáneo, había hecho sonar la oscura trompeta de la medicación.
Capítulo 3
Los ratoncillos, otrora competentes en la gestión de las herencias, se ocuparon de organizar la despedida. Agradecida, la moribunda los peinaba contándoles al oído historias maravillosas que ocurrían en las profundidades oceánicas. En primavera les armaba un barco y los paseaba por costas de Áfricas legendarias y Méxicos tenues e inexplorados. Algún que otro ratoncillo desertaba de la tripulación y se quedaba en un puerto desconocido para fundar en él otros reinados subterráneos. Ella los dejaba ir, a sabiendas de que regresarían más temprano que tarde a su regazo.
Capítulo 4
Una vez concluida la guerra en los Altos del Golán, su influencia comenzó a declinar, siéndole contemporánea la injusticia y lóbrego el desamor. Los ratoncillos abandonaron el cráter de su boca ni bien dejó de respirar. Dicen que una biblioteca de provincia lleva sus iniciales. Dicen que dicen las lenguas de víbora que ni tumba tuvo ni tendrá jamás.
Carlos Ríos (Santa Teresita, Argentina, 1967). Es escritor, editor y profesor en Historia del Arte por la Universidad Nacional de La Plata. Coordina la editorial Oficina Perambulante; es miembro del consejo editor de la revista Bazar Americano; y creador, con Marjolaine David y Francisco Pourtalé, de la Unidad Básica de Experimentación Editorial. Ha publicado más de veinte libros, entre los que se cuentan las novelas Manigua, El artista sanitario, Cuaderno de Pripyat, Cielo ácido, Hikikomori argentino y Falsa familia; el ensayo Ecosistema de los libros cartoneros; y los libros de poemas Un shock póstumo, La recepción de una forma y Perder la cabeza. Parte de su obra integra catálogos en Francia, España, Brasil, Chile, Uruguay y México.