ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Amparo Dávila, poeta.
Sombra errante y cuerpo luminoso

Carmen Álvarez Lobato

 

La prosa de Amparo Dávila (1928-2020) es contundente, de temas ásperos y atmósferas asfixiantes; el carácter perturbador de su narrativa suele ser estudiado desde lo siniestro, lo gótico o lo fantástico, filiaciones estéticas que ella siempre negó. Pero lo que perturba en esta prosa no proviene de elementos sobrenaturales ni externos, sino del interior de sus personajes, de una visión más íntima y compleja. Esta perspectiva íntima, angustiante, se halla en los primeros trabajos de Dávila, quien inicia su carrera desde la lírica. En su obra poética, quizás eclipsada por el éxito de su narrativa, la autora zacatecana se explora a sí misma desde una voz singular, consistente y madura.

La obra lírica de Amparo Dávila se compone de cuatro volúmenes: Salmos bajo la luna (1950), Perfil de soledades (1954), Meditaciones a la orilla del sueño (1954) y El cuerpo y la noche (1965-2007). Los tres primeros libros son editados en San Luis Potosí; el primero por la editorial Perfil de Stylo, los dos restantes por los talleres El Troquel. El cuarto volumen de poemas de la autora, El cuerpo y la noche, es publicado hasta 2011 por el Fondo de Cultura Económica en la compilación Poesía reunida.[1]

Ante una infancia solitaria en Pinos, Zacatecas, teñida por el recuerdo de los hermanos muertos, la autora se refugia en la lectura y la escritura: “Tenía un poco más de ocho años cuando comencé a escribir pequeños poemas, los cuales nunca mostré a nadie, no sé si por timidez o por sentir que era algo demasiado íntimo, una especie de confesión que debía permanecer oculta, y mostrarla era como desnudarse en público”.[2] La joven Amparo se muda a San Luis Potosí, donde continúa con sus estudios y lecturas; pronto se encuentra publicando sus poemas. Ya en la Ciudad de México, cercana a Alfonso Reyes como su secretaria, primero, como becaria del Centro Mexicano de Escritores después, y con una carrera como narradora que despunta con éxito, no olvida la poesía y la escribe de manera paralela, aunque inédita, a su narrativa. Es de Reyes de quien recibe el consejo de abandonar la poesía y de explorar la narrativa; los versos de Amparo Dávila se consideraron entonces como un pasatiempo de la autora y fueron casi olvidados por sus críticos. 

Los poemas de Salmos bajo la luna, encabalgados, de paralelismo semántico, acompañados de anáforas y repeticiones, tienen como eje ciertos paisajes de provincia y sentimientos de añoranza y angustia. Amparo Dávila comienza a escribir sobre, y desde, la provincia: su Pinos natal y San Luis Potosí. De inmediato aparecen los tópicos provincianos: el cementerio, la parroquia, las calles, el río… muchos desde una deixis nocturna: “Aquí bajo la luna” (p. 13), que repetirá a lo largo de toda su poesía. Sus reflexiones son críticas y a veces sombrías; en estos poemas no hay una idealización del paisaje provinciano, lejos están del locus amoenus, se trata de una Natura violenta que se vuelca sobre la poeta. La provincia no es en Dávila el lugar del sosiego, sino el de la opresión. En esa misma línea son claros los títulos de algunos poemas: “Angustia” (p. 14) o “Ecos de angustia” (p. 15), donde la naturaleza acompaña y provoca, más en un tenor romántico, la desolación de la poeta: “¿Y no es acaso el viento, el eco de mi angustia?” (p. 15).

Si puede plantearse una lectura ordenada del poemario, las primeras composiciones, “Aquí bajo la luna”, “Angustia” y “Ecos de angustia”, serían una introducción al paisaje angustiante y solitario de Pinos, mientras que los últimos poemas, “Panorama”, “Lirios” y “Brindis”, podrían leerse como la liberación de la poeta: “Panorama”, la llegada al sitio prometido; “Lirios”, su liberación y esperanza: “Beberé de las fuentes que esconden las rocas; y floreceré / en los valles cuando florezcan los lirios” (p. 26); mientras que el último, “Brindis”, en diálogo con los tópicos modernistas del carpe diem, establece una nueva deixis, el ahora vital y urbano: “Levanta la copa y brinda por lo que fue la vida y la muerte; por lo que un día fue presente y ahora es pasado” (p. 27).

Salmos bajo la luna sería así un recorrido de la voz lírica por la atmósfera angustiante de provincia (producto de la soledad y el tedio) y su paso a un mundo más moderno y urbanizado que le permite, sólo entonces, la idealización del pasado y la apertura a la vida. Sentimiento ambivalente de rechazo e idealización de la provincia, de esperas inútiles, de paisajes agobiantes. 

Por otra parte, en el segundo poemario, Perfil de soledades, la noche es centro, tema y escenario: “No hay ámbito que nos proteja / de los ojos que acechan en la noche” (p. 48). En estos poemas la autora ensaya el verso libre, dejando a un lado la opresión formal, a tono con el tema provinciano, de Salmos bajo la luna. En los trece poemas que componen Perfil de soledades hay un escenario sombrío donde, a través de prosopopeyas, se muestra la obstinación de la noche por invadirlo todo: “La noche, prematura, se anticipa, / nos circunda y nos estrecha” (p. 41). Si en el anterior poemario la poeta veía y reconocía, en este se presenta, múltiples veces, ciega: “Caminar sin ojos, a oscuras” (p. 52). No es entonces a través de los ojos que se conoce el mundo, sino a través del tacto, quizás sentido más confiable, que otorga cierta solidez al entorno: “Presentida, pálida neblina de una muerte, siempre epidermis y tacto” (p. 32). La poeta recorre el camino de la vida con frío, dolor y soledad, así en “Lentamente caminamos”:

Lentamente caminamos, oscuros,
pesados, mordiendo el polvo,
intentando negarnos un descarnado dolor;
de nosotros sólo queda la cáscara
—dolida sombra—
lo demás, se ha ido.

Recordad, ya lo dije:
mis pasos son ecos milenarios,
dejadme trasplantada
en cualquier atardecer
en cualquier calle triste,
¡qué importa!
hay algo más allá
de los endebles huesos,
algo que no termina
y sólo dice su dolor… y crece.

Atrás de la corteza
la pulpa adviene tierna
y la lágrima es dulce, alguna vez.

Caminamos, de pronto surgen ruinas
y el camino es sombrío. Dejadlas,
nos esperan tantas más allá de la noche.

Pero decidme: 

¿Es el viento que nos pesa
o es nuestro dolor lastimando al viento? (pp. 39-40).

Para reiterar el sentimiento que le provoca el paso del tiempo, la autora recurre a varios tópicos que cruzan su poemario: la rosa, la isla y el musgo. Quizás el más importante de ellos sea el tópico latino del collige, virgo, rosas, el cual, enlazado con el carpe diem horaciano que ya había utilizado en Salmos bajo la luna, insiste en la importancia de aprovechar la primavera de la vida. En Amparo Dávila, la juventud, la rosa, es un constante recordatorio de la fugacidad de la vida: “Nunca había estado / más cerca de mi muerte. / —Presencia en la rosa, / sombra sobre el agua—” (p. 33). 

La poeta recuerda momentos felices, pero ningún poema es amoroso: se evoca el ayer o se profetiza el mañana, el presente está vacío. Para los poemas de evocación amorosa, Amparo Dávila ensaya la analogía poeta-isla. La isla subraya el desamparo de la poeta: “orilla deshabitada” (p. 53); sin embargo, también remite a un refugio sagrado voluntario e incluso a una fortaleza, ya que ha resistido los embates de la vida, sobreviviente del naufragio amoroso. Otra imagen reiterada es la del musgo o lodo, materia fundamental y fecunda. La poeta se asume a ras de tierra: “Quien quiera leer en mí / que baje los ojos hasta el musgo” (p. 32), dejando de manifiesto su esencia natural terrestre, poco proclive a ilusiones aladas. 

Desde este mismo escenario nocturno se componen los cinco poemas que integran Meditaciones a la orilla del sueño. Se trata de composiciones breves que a su vez se dividen en pequeños apartados numerados, de dos a cinco, todas con títulos que aluden a meditaciones o nocturnos. Se repiten, como en Perfil de soledades, algunos temas, la noche, el tiempo, la soledad, la rosa… pero se agregan al menos dos matices: la poeta adquiere una voz más serena y gana fortaleza. La soledad se intensifica con la caída de la noche y aparece lentamente un paisaje silencioso y fatal: 

Dibujo mi mortaja
blanca, fría,
en las aguas del sueño,
lentamente (p. 62).

Este poemario subraya la belleza nocturna, su plasticidad y movimiento por encima de la desolación de la voz lírica, quien, en ocasiones, se presenta viva y floreciente, pero sola. Hay un movimiento lento e inminente de la noche y sus personajes cayendo sobre el deshojar de la flor o siendo testigos de este y de la fugacidad de la vida, pero no son versos sobre la muerte; al final del poemario se presenta una bella confrontación entre la noche y la rosa, donde esta última resiste la fuerza de la noche y se sabe incólume:

La noche inmensa,
y frente a la noche
la rosa, suspensa […]

¡la rosa es tan pequeña,
tan sola ante el misterio!... (pp. 68-69).

La noche es un imán, aparece en los poemas de Amparo Dávila en sus dos etapas, la primera, conformada por poemas de juventud, escritos desde la provincia en escasos cuatro años, con más anhelos que experiencias y aún sin reconocimiento como escritora; la segunda, urbana, madura y reconocida como cuentista en un lapso mucho mayor comprendido desde la década de los años sesenta hasta 2007, veintidós años definitorios en la vida de la autora. Su último poemario, El cuerpo y la noche, dedicado a su esposo Pedro Coronel, está integrado por tres poemas: el primero, poema extenso, compuesto por 28 fragmentos liberados de signos de puntuación, redundantes y plenos de movimiento que giran en torno a los dos ejes temáticos propuestos en el título. A este poema extenso se suman dos poemas finales: “Policromía del tiempo” y “Zona de riesgo”.

La intención del poemario es clara y la otorga de inmediato el título: cantar al cuerpo en medio de la noche. Desde el inicio, en el poema extenso, se presenta una confrontación: si en las composiciones anteriores se oponían la rosa y la noche, en este la voz lírica propone un claroscuro desde dos evidentes analogías: cuerpo vivo y luminoso, noche oscura y enérgica:

El cuerpo es una estrella fugaz
una llama encendida […]

La noche es una ala negra
que se extiende
y envuelve en su negrura (p. 73).

La ambigüedad fragilidad/fortaleza de la rosa anterior se transforma aquí en cuerpo vibrante; la poeta ya no necesita comparaciones con la naturaleza, es exclusivamente cuerpo: 

El cuerpo es una llama viva
pasión en movimiento
la noche con luna y con estrellas (p. 83). 

El poema presenta un doble conflicto: con la noche y con el Otro. En ocasiones la viveza del cuerpo queda reducida a sombras cuando la noche gana la batalla: “cuerpo sin luz / en sí cerrado” (p. 75); son recurrentes las imágenes del cuerpo como espacio amurallado, último reducto del ser: “Cuerpo sin presencia / amurallado” (p. 80). En otros momentos se deja de lado el claroscuro para proponer un cuerpo luminoso: “El cuerpo quiso aprisionar / el sol de un día / amor que no se nombra / y que se vive” (p. 84). 

Es el tiempo del cuerpo y del amor que se agota por la indecisión del amante, barco esquivo: “entre la luz y el viento / como un barco indeciso / anclabas y partías” (p. 85). Queda pues la soledad y el doloroso recuerdo nocturnal. El espacio cerrado del cuerpo insomne y aguzado es enfrentado entonces a un espacio más amplio, el urbano, donde se percibe apenas la presencia de los otros. La noche y el frío invaden el cuerpo y la ciudad: “Cuerpos tendidos / yertos de tan solos / con frío de adentro / y frío de afuera” (p. 93). Versos más adelante la tensión entre el cuerpo y la noche cede su lugar a una fusión: “Desnudo el cuerpo y extendido / en la noche desnuda y extendida” (p. 95). Aceptación de la condición solitaria del individuo, sin angustia y sin consuelo. 

Al final la voz lírica reconoce su estar en el mundo desde la afirmación de la individualidad: “Compromiso de ser uno mismo / a pesar de todo” (p. 99). El poema no es doloroso ni nostálgico, tampoco intenta promesas o esperanzas; en el último fragmento se aguarda una aurora que no llega: “tantas noches ahogadas / en los ojos / y tantas auroras esperadas / tras una ventana muda”
(p. 100); es una toma de conciencia de los hechos de la vida. 

Aún quedan en el poemario de El cuerpo y la noche dos poemas finales que otorgan un interesante contrapunto: “Policromía del tiempo”, composición extrañamente colorida para una poeta nocturnal, quien otorga un matiz a cada momento compartido con el amado: tiempo blanco, azul, verde, rojo y negro. Las analogías son simples: el blanco de la memoria, el azul del sueño, el verde de la esperanza, el rojo de la pasión, el gris de la nostalgia y el negro del cese del amor. El poema que cierra el libro, “Zona de riesgo”, reitera, quizás con mayor énfasis que en composiciones anteriores, la fiereza de la noche desde fáciles analogías: “serpiente de mil cabezas”, pantera que cae “sobre presa inminente” o “garra de metales fríos”. La voz lírica insiste en este poema en la animación de la noche en un paisaje urbano, allí, simplemente, “el cuerpo camina” (p. 103), en riesgo, sí, pero en movimiento.

Es atrayente revisar la evolución de la poesía de Amparo Dávila durante poco más de cincuenta años. El universo nocturno va acompañado de un apremio de soledad, de un alejamiento del mundo. La poeta y el paisaje son los únicos protagonistas que construyen múltiples contrastes: cuerpo/sombra, voz/silencio, pasado/presente, movimiento/reposo. La voz poética no anula ninguno de los extremos, pues desea mostrar la confrontación; no hay armonía, sino tensión, contradicción. 

Incluso desde los primeros paisajes de Salmos bajo la luna, que presentan en ocasiones un escenario luminoso, la poeta tiene la habilidad de percibir la cara oscura de la situación. Si en algún lugar se habla de amor, este es un anhelo o un olvido más que un goce amoroso; la felicidad no llega nunca: el contacto entre los amantes, que se supondría feliz, se convierte en desdicha debido a la ausencia del amado. La poesía intimista de Amparo Dávila no se detiene en melodramas ni quejas, no evoca superficies ni apariencias, no hay dioses ni falsas promesas. 

Más allá del amado, pocas veces la voz poética alude a alguien más, no hay rostros, sólo cuerpos. El cuerpo se convierte entonces en el locus que da cuenta de su estar en la vida, espacio cerrado, fortaleza o isla lejana e inaccesible. Ante la imposibilidad de acercarse al Otro, la poeta se compenetra con el paisaje, con la noche, ella misma es naturaleza y ser nocturno. No hay lucha entre luz y sombra, sino un estar entre. Sombra errante en la noche, expulsada de la plenitud luminosa, sometida a la fugacidad del tiempo. 

Es cierto que la poesía de juventud parece más sombría que la poesía de madurez. En Salmos bajo la luna la voz poética se muestra angustiada por la duda y el tedio; en Perfil de soledades, más que el claroscuro, afirma la ceguera total; posteriormente lo que la luz muestra en Meditaciones a la orilla del sueño es la sombra del tiempo, la poeta observa la confrontación y resiste. Más adelante, en El cuerpo y la noche, se espera una aurora o el escenario se ilumina de colores. Y al final, también, se erige el Yo, más fuerte que la angustia y las sombras: “Compromiso de ser uno mismo / a pesar de todo”. Lucidez, convicción de la propia identidad. La obra lírica de Amparo Dávila conforma una poética colmada de movimiento interno: se puede estar a oscuras, pero no en reposo. En sus paisajes provincianos todo se mueve; en los poemas nocturnos el movimiento es vertical, la poeta es atraída por el vértigo: la noche cae, ella cae sobre la noche, cae al fango, caen los pétalos, cae el cuerpo, cae la lluvia, cae el llanto, pero se eleva el Yo. 

Vinculado con el tema del nocturno está el de la melancolía, que, en efecto, se asoma en varios de los poemas de Dávila; sin embargo, si bien la poeta mira hacia atrás, no construye un escenario idílico en torno a su pasado. Los momentos felices fueron pocos, duelen poco. La intensidad del sentimiento poético se encuentra en la aceptación de la fugacidad del tiempo, en la lucidez y en la claridad del conocimiento.

Amparo Dávila afirma que los grandes temas de su obra narrativa son el amor y la muerte: “También hablo siempre de la muerte, que fue una presencia constante durante muchos años de mi vida y sigue siendo una incógnita inexplicable, angustiosa y terrible que no logro entender, y hablo también del amor, lo mejor que la vida puede dar y me ha dado”.[3] A diferencia de su narrativa, creo que los temas centrales de su obra lírica no son la muerte ni el amor, sino lo que está en medio: la duda, la contradicción. La poesía de Amparo Dávila es así un lúcido análisis de la condición humana, sombra errante y cuerpo luminoso, ambigua y moderna. 

 

Referencias

 

Dávila, Amparo (1966), en Los narradores ante el público, México, Joaquín Mortiz, pp. 127-134 [Lectura de escritores realizada en el INBA entre el 10 de junio y el 11 de noviembre de 1965].

Dávila, Amparo (2011), Poesía reunida, México, Fondo de Cultura Económica. 

 

Carmen Álvarez Lobato. Investigadora y académica mexicana. Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Profesora-Investigadora de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México, líder del cuerpo académico Literatura y Pensamiento Crítico y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Obtuvo el reconocimiento de Perfil Deseable para profesores de tiempo completo por parte de la Secretaría de Educación Superior del Programa del Mejoramiento del Profesorado de la Secretaría de Educación Pública.

 

 

[1] Amparo Dávila (2011), Poesía reunida, México, Fondo de Cultura Económica. Acudo a dicha edición en este artículo.

[2] Amparo Dávila (1966), Los narradores ante el público, México, Joaquín Mortiz,  p. 131 [Lectura de escritores realizada en el INBA entre el 10 de junio y el 11 de noviembre de 1965].

[3] Dávila, Los narradores…, p. 134.