Pleamar de memoria y mancha.
Ocho apuntes y una coda sobre Acapulco (me entró al ojo una estrella de cine, mamá), de Cecilia Juárez
César Panza
1. Mi primera memoria del mar me lleva a la Bahía de Cata. Recuerdo una lancha sencilla de fibra de vidrio y travesaños de madera; recuerdo el sol, la humedad, los azules, un leve rocío de agua salada, la arena finísima, el ruido de la playa; recuerdo a las figuras jóvenes, alegres y ágiles de mis padres. También recuerdo que ese día descubrí con pasmo que Fabián, el amigo de mis padres que nos llevó a esas hermosas costas de Aragua, tenía una prótesis de pierna: una pata de palo, rasgo típico de los piratas. Sería el inicio de la fascinación por la playa y también de mi amistad con Fabián.
Vuelvo a esa remembranza porque estoy leyendo Acapulco (me entró al ojo una estrella de cine, mamá), de la poeta mexicana Cecilia Juárez, un libro publicado a principios de 2021 y que fue compuesto, digamos, en dos movimientos: uno de flujo y otro de reflujo, siendo este último productor de una bajamar que exhibe una ribera desnuda de la memoria. Me permito el lenguaje marino porque ahí está el mar, ese animal de poder, como dicen en la contratapa del libro, el insondable con el que nos encontramos al leer este libro. Pero, ¿cuál mar?
2. Acá en Venezuela tenemos 2 800 km de línea costera: mares territoriales en el Caribe y en el océano Atlántico. Brasil cuenta con 7 941 km, mientras que Argentina tiene 4 989 km; sin embargo, tengo que averiguar si eso incluye todos los bordes de la albiceleste, porque ella es bicontinental (es raro no imaginar al cono sur con su porción de polo, pero no arbitrario) y cuenta con acceso a ambos océanos, como México. México nos supera a todos en Latinoamérica con 9 330 km de líneas de costa mirando hacia ambos lados. Conozco estos datos no sólo porque tenga un almanaque mundial a la mano, sino porque Fabián nos lo dijo una vez. ¿Conocimiento de piratas? Puede ser. Pero en su caso fue un elemento de sus razonamientos de escalas: el mar es el mejor ejemplo para admitir la masiva infamia del par lujo-desigualdades. Por él es más fácil aceptar la dinámica de arrollamiento, despojo y frustración de unos pocos hacia los muchos. Ahora yo replico su aritmética-política (excúseme el oxímoron, no hay arithmos que no esté asociado a un nomos de la tierra y del derecho) con los números de la gigante tierra de Cecilia Juárez: en México hay hoy alrededor de 35 millones de familias que de contar con un mínimo de 10 metros de costa para vacacionar en un más que digno chalet con playa privada, se necesitarían casi 38 Méxicos para suplir esa demanda de baño y boato, basta realizar una simple multiplicación y conversión de unidades. O en todo caso, en la otra dirección del razonamiento, se precisaría fijar accesos privados al mar con una longitud de 0.3 metros costeros por familia, uno junto al otro, incluyendo acantilados, y demás accidentes geográficos de bordes marítimos no susceptibles de ser balnearios. Al escuchar semejante número bien podríamos reír o llorar, da igual, pero Fabián nos diría “¡Ni se burlen ni se espanten! Es la realidad”. A una tal realidad, nos trae este corto libro de poemas, con un peculiar lenguaje realista y a la vez onírico, fantástico, porque su objeto no es sólo la playa, sino un universo de imágenes generado a partir de ella.
3. Toda intuición que haya estimulado a los números puede ser despejada de su carácter abstracto por la sola experiencia, la grave constructora de toda imagen, de toda alegoría. Por ejemplo, bastaría con recrear un simple viaje en automóvil (esa otra forma no tan evidente de atropello, despojo y frustración) por la costa de Carabobo-Falcón, mi otro referente marino de juventud. En mi memoria se agolpan un astillero, un importante puerto, una refinería de hidrocarburos, una planta de generación termoeléctrica, una petroquímica, una fábrica de papel, todo eso junto a las poblaciones pauperizadas de El Palito, Morón, Boca de Aroa, Tucacas, Chichiriviche. Bellas costas luminosas recibiendo bañistas, basura, derrames de crudo, aguas tibias de los radiadores de calderas, residuos industriales, aceite de lanchas lujosas, vómitos etílicos, cloacas. A un lado, una línea de trenes abandonada, y más allá el pie de monte del final de la cordillera de la costa. Bella gente brillante vendiendo candor con encurtidos de mariscos mágicos, sanadores y concupiscentes, vendiendo empanadas, dulces de coco, plásticos inflables, lentes sobre animes, todo voceado con humor, con el mejor pregón publicitario. Bella gente vendiendo alcohol, vendiendo sexo, vendiendo tostones, vendiendo pescado con sabor a kerosene. Luego los grandes complejos hoteleros, edificios de resorts quebrados, casinos fantasma, marinas y condominios abandonados, intercalados con las casas de pescadores carcomidas por la insalubridad, la violencia y el salitre. Por eso puedo leer Acapulco (me entró al ojo una estrella de cine, mamá), de Cecilia sin conocer la costa pacífica de México. Por eso puedo leerlo y fascinarme a más de 3 514 km de distancia, con las solas referencias mediatizadas y de tercera mano, tal las vacaciones del Chavo del 8, el mítico oro de Acapulco, alguna canción de Bob Dylan y la arruinada casa de Cantinflas. De ninguna forma son las mismas playas las nuestras, pero ¿qué poder oscuro o invisible nos homologa las costas y puertos, que además lo hace con ruindad?
4. Cecilia, la autora, tiene la edad de mi hermana, a quien debo mis gustos musicales, artísticos y literarios de adolescencia (gracias por Dostoievski, Giger y Nirvana, sis), época en la que la miopía me alejó melancólicamente del agua, pero no del mar. La simpatía que siento por la imaginación de la poeta mexiquense, por su creatividad, es sólo natural, pues siento que estoy leyendo los poemas que hubiese escrito mi hermana, robando escenas y argumentos de videoclips musicales y novelas pospunk, para ponerme frente a la verdadera dimensión de nuestra tierra, de nuestro sol, de nuestro universo; fuente de orgullos, seguridades, miedos, compulsiones y creencias también nuestras, también vanas. Ese es el otro movimiento, el flujo que crece a una pleamar hondísima: Cecilia parece substraernos no sólo recuerdos a mí y a mi hermana, sino ensueños poblados de celebridades o presencias sin rostro, para traernos al mar en la más sagrada de sus funciones: aquella de ponerlo a uno en el piélago de la existencia en el conveniente momento en que el cuerpo y sus mecanismos hormonales empiezan a hacernos preguntar: “¿Para eso querías venir?”.
5. Acapulco, además de ser balneario de famosa pesca, vida nocturna y turismo internacional, es puerto trasatlántico, punto de confluencia del norte con el sur, de oriente con occidente, nodo de intercambio, tráfico en estado puro. Sobre este se hallan marcados los meandros del flujo erosivo de bienes y servicios. Intento aproximarme a las marcas que ese ir-y-venir ha dejado sobre el territorio, sobre su gente, sobre sus psiques. Mientras compuse algunas de estas líneas, por un accidentado evento personal tan inasible como lo que me pregunto sobre ese puerto, descubro que por allí por Acapulco pasaron las 14 toneladas del Bolívar desnudo de Pereira, inquieto, despeinado, delgado y vulnerable sobre su caballo loco. Cuento los dos años y medio en que Fabián –el primero que me habló de ese monumento– ya no está entre nosotros; pienso en el apremio por hallar respuesta a cada nudo histórico y cotidiano que nos enreda de tiempo inapelable, en cada una de las conversaciones que sostuvimos con él, en las lecturas que recomendaba, como maestro y como amigo, en sus breves textos y parábolas. A la par leo a Cecilia:
preguntaste si el mundo era quieto
fritabas calamares
que devoraste mientras llorabas por la vida
arrebatada al cosmos
No soy supersticioso, ni en modo alguno simbolista, pero quisiera poder descifrar qué significa el cruce de todos estos fragmentos de signos, qué hay en Acapulco que conecte y produzca tanta intuición de sentido, ¿por qué continúo leyéndolo y releyéndolo?
6. Me reconcilié con el mar en una adultez temprana y ajuro. Con un interés por el misticismo y el autoconocimiento, aunado por la exploración de la apertura de las puertas de la percepción a través de la administración de diversos alcaloides, orgánicos y sintéticos, ya sea rituales, recreativos o compulsivos. Vanitas vanitatum, et omnia vanitas. ¿Hay mejor lugar que la playa para la alteración de los estados de conciencia y la liberación de las repeticiones del mundo? Probablemente sí. Pero no hay nada mejor que el mar para al viaje de retorno, para la recomposición del yo estupefacto o disociado o hiperestimulado, para acompasar la respiración y el latido con el vaivén de la marea, para la recuperación de las facultades por el estímulo abrupto asociado a la exposición del cuerpo a los elementos y lo inconmensurable en movimiento, así como a la despiadada ferocidad humana que se manifiesta en los márgenes del continente, en las islas, en las apartadas reservas naturales o en las zonas francas y puertos libres. Conocerse a sí mismo es verse en los otros, y por ello, entre los otros: escucharlos y descubrirse capaz igual de vilezas que de dignidades. No hay golpe al ego más devastador y a la vez didáctico que vislumbrar el azar del privilegio al encontrarse susceptible de la misma fortuna que la del chamán migrante que acepta toda moneda y especie, el artesano itinerante que provee cualquier clase de artilugio para los apetitos de la noche y la intemperie en la misma medida en que informa a la policía, el dealer de cara tatuada en clave de presidio, que recorre con presteza, destreza y sumo pragmatismo todos los circuitos de relaciones del pueblo de la costa: todos los anteriores, arquetípicos edecanes del submundo, actores de monólogos inéditos, son los mismos que regentan el camino a las lunas, sacerdotisas y reinas de la playa, quienes son poco más que otro servicio de la trata en la entramada red mercantil de la plaza. Conocerse a sí mismo es despertar la atención tanto a la influencia de las fuerzas universales más masivas e incontrolables como al cosmos inmediato y sus relaciones de poder humano. Y es algo tan ambiguo en cuanto calificable como luminoso u oscuro, como ásperas y tibias la arena e insolación.
7. Sin embargo, el mar también es la mar (https://www.youtube.com/watch?v=vUSa4VQiP8k). Con el perdón de la mitología judeo-cristiana, la madre de todos nosotros es la mar: lo vivo salió del vientre de sus respiraderos hidrotermales, de las profundidades del océano. Donde, según recientes hipótesis científicas tan similares a una trama scifi, se conjugaron las condiciones de un nutrido caldo de cultivo con el abrazo atemperado, rebosante de energía, que procuró el inicio de una “otra naturaleza” capaz de diferenciarse por una delgada y sutil membrana para ordenarse a sí misma a través una dinámica que se complejiza a sí misma cada vez más, que desordena su exterior tomando elementos circunstancialmente acumulados, de valor disponible, abierto. La mar: una olla de presión, el centro de un abrazo del torbellino más rabioso, una rueda de la fortuna que gestó a nuestros antepasados más simples. Esa es una de las aristas, la más profunda y enigmática, de este libro de 14 poemas de dos tempos: la presencia de la madre. Mujer, la cuidadora y proveedora, trabajadora sin horario ni vacaciones: mamá, a quien hemos aprendido a mirar con un afecto más lúcido y más desnudo, menos solemne, pero no por ello menos tierno, y de ninguna forma, y más nunca, a través de la admiración condescendiente por el sacrificio, destinado, fatuo por arbitrario y ridículo. De allí que la alegría, la risa y la sonrisa, merecidas e indispensables, de la madre se reserven para el remate con el fulgor más enceguecedor de todos los textos de Acapulco. Es también el rictus de la mar, y sus pasiones, el que está bajo examen. O bien podría ser al revés, si pretendemos apelar a las inesperadas herramientas que la poesía brinda, para acercarnos con toda honestidad hacia nosotros mismos, con el mismo riesgo y con la misma necesidad con la que nos metemos a la playa. Me atrevo a decir que ese es el acierto de este libro: señalar al mar como un lugar para volver la mirada hacia la madre, y al mismo tiempo, mirar qué calidad de hijos hemos sido con ella. Cuánto hemos condescendido al maltrato, con qué facilidad hemos derivado en no prestarle atención a ella y a sus querencias.
8. ¿Tenemos permitido aspirar más turismo sin lujo, sin droga y sin prostitución? ¿Publicidad de nuestras divertidas y hermosas maravillas naturales en formato Wild On de fiestas sin mal viaje, sin abuso, sin pesadilla salada y resaca? ¿Prósperos y libres puertos internacionales sin miseria y desdén por el agua y la tierra? ¿Hipócrita el colectivismo de condominio y la ecología irreconciliable con nuestra hambre por energía barata, por mercaderías de comodidad en la “justa y merecida” inclusión masiva al mercado? Fabián nos decía que todas las premisas en las que reposan las relaciones entre las personas y la de estas (nosotros) con la naturaleza están fundadas en supuestos corrompidos: en la tendencia de hacer lo superfluo necesario, de volver a lo necesario privilegio, de convertir en privado a lo común. Reinterpretando argumentos de Gorz e Ilich, nos decía que cada día somos más incapaces de pensar al trabajo, a la cultura, a la comunicación, al placer y la vida personal integradamente en una vida realmente deseable por todas y todos. Incluyendo al bravo y salvaje mar, si concediésemos en reconocerle deseo y voluntad a esa otra gran madre.
Coda. Mamá recuerda la época en la que la alegría me poseía frente a la playa, cómo luego no salía del agua. Sé que lo recuerda con tristeza. Y es cierto, yo también recuerdo la simpleza de la euforia por saltar al agua, el desvestirse sin arreglo ni orden y lanzarse al mar. Una vez fuimos solamente mamá y yo a la playa. Sería algún año a principio de los noventa. Antes de llegar al Parque Nacional Morrocoy, la persuadí con la percusión de las palabras para que se estacionase en un paraje oleado, tupido de delgadas palmeras, arena amarilla, a un lado de un peaje, no lejos del enclave industrial que describí antes. Ella se detuvo y yo salí corriendo al agua tibia de espuma oscura y tornasolada. Recuerdo que no pasó mucho tiempo antes de que ella me llamase y que yo mismo me percatase de una mancha negra sobre el speedo rojo, una mancha densa, negra y aceitosa. La alegría ya no importa, ahora sólo recuerdo la mancha que más nunca se cayó. Ahora sólo recuerdo la mancha negra y la casa rural con techo de asbesto que ella me señaló a la orilla de una quebrada de agua dulce que desembocaba en la playa. Me dijo que esa era la casa de la tía Margarita. Que allí venía ella con sus primos y sus hermanos algunas vacaciones, cuando el caño estaba un poco más limpio y la carretera era menos ancha.
César Panza (Valencia, Venezuela, 1987). Poeta, traductor y editor. Es licenciado en Matemáticas por la Universidad de Carabobo, donde ejerce labores docentes. Es uno de los fundadores de la revista La Fulana Vaca y también fue editor del periódico Los Telares. Tradujo del inglés Canciones 1962-1970, de Bob Dylan (Fundarte, 2017). Ha publicado Mercancías (Fundación Editorial El Perro y la Rana, 2018).