ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Confiar[*]

Vicente Undurraga

 

 

Confiar y desconfiar. Quizás en saber combinar estos dos antónimos resida cualquier atisbo de sabiduría, de inteligencia al menos, de pragmatismo por último, para enfrentar la vida en su deriva contemporánea y en cualquiera porque, con sus cambios, crisis y pestes, el mundo es probable que se acabe un día. Pero mientras dure no ha de variar demasiado en lo que a la especie humana concierne, porque somos básicamente siempre lo mismo: seres que un día aprenden a erguirse en dos patas y desde ahí, parados y vestidos, se agachan y se desvisten y entre tanto temen, hablan, ríen, sufren, lloran, gritan, callan, ayudan, traicionan, se excitan, pelean, se reproducen, matan, crean riqueza y belleza, abuso y horror, caminan, bailan, saltan, aman, roban, ganan, pierden, gastan, comen, se peinan, cagan, se exceden, ensucian, recaen, reniegan, riegan, queman, leen, envidian, cantan, abandonan, ven morir y mueren.

En ese tránsito, calibrar con la sabiduría de un gato el punto hasta el cual confiar y el punto en el cual empezar a desconfiar, y cómo sostener razonablemente ese confiar y ese desconfiar, ahí se juega mucho de nuestro paso por este mundo. Sin confianza se malvive. No se puede vivir en la desconfianza del todo y sus partes, eso destruye toda posible comunidad, impide amistades, afectos, risas, negocios, placeres. Como observó hace milenios Teofrasto, “la desconfianza es una sospecha de maldad en todos los seres humanos”, lo que hace del desconfiado “un individuo capaz de enviar a un esclavo a hacer la compra y, a continuación, mandar a otro para que se informe de cuánto ha comprado”. Así no se puede.

Por otra parte, quien no afila el sentido de la desconfianza, de la sospecha, está arruinado. Es cuestión de tiempo para que todos lo estemos, pero el cándido lo estará mucho antes. “Soy romántico, no boludo”, dijo Charly García el día que le preguntaron acerca de los alcances de su capacidad de entrega amorosa. No es lugar para débiles, dice la traducción fílmica de un libro apocalíptico, y podría aplicársele al mundo entero, pero antes aun cabría decir que ya no es lugar para seres de luz. Para devotos, incautos o lisa y llanamente imbéciles, en estricto sentido etimológico, para quienes andan sin báculo, sin apoyo. La suspicacia y la confianza bien alineadas son un apoyo.

La mala voluntad está ahí, antes de la vuelta de la esquina, a pasos, cuando no de la mano, de la buena voluntad. Lo mismo la envidia y la grandeza, la perversión y la nobleza. Hay que saber distinguir. Sin volverse un paranoide. Desconfiar de la propia confianza y también de la desconfianza misma, sin pasarse ni quedarse, como diría Violeta Parra. Al pasito por las piedras. Sin rehuirlas. Confiar en las capacidades propias sin embelesarse. Dudar de uno mismo sin trancarse. Un arte de la cercanía y la distancia, a lo gato.

El espíritu humano puede, por naturaleza, inclinarse por una u otra manera de pararse en el mundo. A quien tienda a confiar, más le valdrá exigirse y procurarse alguna capacidad de sospecha. Quien desconfíe por defecto, haría bien en saber abrirse al otro, dejarse caer en manos del amigo, como en ese juego colegial donde alguien se deja justamente caer de espaldas: se suelta o no se suelta en la medida en que confía o no confía en que esos amigos que le han prometido agarrarlo en la caída lo agarrarán en la caída. No es fácil, nunca, por ejemplo, pude aprender a tirarme piqueros, por no entregar la cabeza. Por desconfianza, un hombre bueno no ha hecho nada con su vida en las últimas décadas. Teniendo los ahorros y la ocasión, no les ha dado curso a sus sueños más persistentes, ni siquiera a tentaciones. Vive atado a la soga de su propio desconfiar. Ha cotizado terrenos en el campo, ha considerado la opción de irse a diez balnearios y tres países, ha visto casas, pedido precios, pasado ofertas, pero a la hora de decidir encuentra una piedra de tope; en realidad la trae, la piedra, desde el fondo de su conciencia desconfiada, que la produce como un riñón enfermo.

La mala conciencia es inevitable, la buena conciencia puede ser un anhelo, pero la conciencia hipertrofiada es una tara, una enfermedad que no mata pero mortifica. Desconfiar de todo no puede ser lucidez. Es un tic de la época. Cioran resulta particularmente intrépido cuando duda de su dudar. En sus Ejercicios de admiración y en sus Conversaciones, por ejemplo, levanta especial vuelo porque en esos escritos un interlocutor o una admiración lo conminan a reparar y, por así decirlo, colisionar consigo mismo, y es entonces cuando esa lucidez de cuchillo escéptico que lo caracteriza llega más lejos, y no porque extreme ese desconfiar de todo lo humano y lo mundano y lo divino, sino justamente porque pone lomos de toro en su dudar, grietas en su solidez destructiva. Grietas que no lo llevan a una medianía o ponderación anodina porque son vivificantes, como el enamoramiento en el que, confiesa, como un tonto cae ya de viejo. Viejo y feliz cae, dice. Se deja caer. Confía, finalmente, quien ha vivido desconfiando, y esa es su grandeza.

Del otro lado, el que vive confiando se vuelve un insufrible. Probablemente viva dibujándosele en el rostro ese gesto que viene por añadidura con la credulidad inmoderada: la boca abierta. Todo le sorprenderá, creerá cualquier falsa noticia, cualquier embuste, cualquier buena intención ostentada la procesará como buena intención genuina, no verá diablos donde hay diablos y donde haya ángeles verá ángeles, pero como no los distinguirá de los diablos, en realidad no estará viendo nada. Creer sin crítica tarde o temprano implicará un derrumbe, un quiebre. El licenciado Vidriera de Cervantes, de tanto creer, se termina por creer un vidrio. Y eso, creerse un cuento, un vidrio, es desvivirse en la inminente quebradura del ser.

Otro novelista inmenso, Thomas Mann, fue además un diarista y un ensayista ejemplar. Justamente porque admiración y distancia, confianza y desconfianza cuajan en su mirada y en su escritura no ficcional de manera resplandeciente. Es notorio cuando escribe sobre Nietzsche y realza su “sabiduría irónico-trágica” como una defensa del valor supremo, que es la Vida, en dos frentes que son de alguna manera la confianza y la desconfianza en sus versiones más afiladas. Escribe Mann que Nietzsche está “contra el pesimismo de los calumniadores de la vida y los abogados del más allá o del nirvana y contra el optimismo de los racionalistas y de los mejoradores del mundo, que cuentan fábulas acerca de la felicidad terrenal de todos”.

Contra la desconfianza de los calumniadores y contra la confianza de los mejoradores del mundo, incluyendo a los de cada tipo que habitan cabeza adentro de nosotros: esa es la cuestión.

Es un tira y afloja complejo, una conciliación imposible quizás, pero cuyo solo intento es vital porque exige el ejercicio de la lucidez y la alerta extremas. Y de la risa exploradora. En especial porque no se trata, o no sólo, de confiar o desconfiar de personas, de individuos. Sí se trata de confiar en personas, y he ahí los aliados, los amigos. Y también de desconfiar, que he ahí los canallas. Pero antes que de uno mismo y de las personas, es necesario confiar y desconfiar, según quepa, de los tipos humanos, de los impulsos e instintos, de los relatos y enmascaramientos, de las inclinaciones que están repartidas y repetidas de maneras difíciles de discernir. Existen los caracteres, pero la gente cambia. Cambia sola y cambia, sobre todo, entre otros. En masa, de hecho, como advirtió un gran escritor del siglo XX, más que cambiar, se metamorfosea, y de un lirio puede salir una feroz carnívora. Y están las estructuras, de las que cabe desconfiar porque por ellas transitamos a menudo sin verlas, como quien se pasea por un edificio sin detenerse a considerar las bases y los engranajes que sostienen todo aquello que se pisa. En un edificio, esa inadvertencia está bien, cabe la confianza funcional. En los trabajos y los días que habitamos cabe mejor la perspicacia, que amiga el confiar y el desconfiar y nos permite lanzarnos de frente y también de espaldas sin temer.

 

Vicente Undurraga Rodríguez (Viña del Mar, Chile, 1981). Es licenciado en Literatura. Edita libros en Penguin Random House y escribe ensayos y columnas en las revistas Santiago, Guion Bajo y Eterna Cadencia. Publicó Este es el bosque (La Pollera, 2021), antología de la poeta costarricense Eunice Odio. Es autor de Todo puede ser (Mundana Ediciones, 2021).

 

 

[*] Este ensayo forma parte del libro del autor titulado Todo puede ser (Mundana Ediciones, 2021).