Aquí crecí
Miroslava Palacios
Ojalá tuviera un sitio al cual volver, como el habitante de la casa. La palabra “hogar” parecía muy ancha para mi gusto, casi irreal o al menos distanciada de lo que podía uno palpar. ¿Qué palpaba? Los componentes de una casa, y no hablo de los materiales de construcción, sino del aire viciado, su polvoriento mobiliario, las grietas en los muros, las averías en los caños, los balaustres flojos del barandal, las muescas en los marcos de la puerta (que persistían pese a las capas de pintura), las teselas apostilladas del baño o de la cocina, el cuadro sencillo de la espalda de un hombre viendo una extensión blanca, o el riesgo de una plaga. Todo lo que mi nueva casa y la anterior o incluso otras desconocidas compartían.
Decidí irme a vivir solo, pese a las objeciones parentales. El trabajo bien renumerado, así lo pensé, me daba un sustento mayor del que necesitaba. Sentía que debía ocuparlo en algo. Además, según aprecié, ya estaba mayor para preservar cierta holgura mientras laboraba. La buena fortuna no sólo me había dado ese empleo; se manifestó una vez más para depararme una casa de dos pisos, a veinte minutos en camión de mi oficina, en un barrio ni tan nefasto ni privilegiado. Encantado más por la secuencia de oportunidades que por los atributos arquitectónicos, acepté de inmediato y firmé el documento que solicitaba un depósito como anticipo.
Ante la casa, desde ese primer día, aparecieron contundentes uno a uno sus desperfectos. El envoltorio de novedad se había caído, dejando ver una desnudez atroz. Las ventanas se mantenían como ojos perpetuamente abiertos. Las puertas rechinaban y, cuando me di la primera ducha, escuché cómo la garganta metálica detrás de la formica eructaba y se inquietaba antes de que la regadera derramara una viscosa agua turbia sobre mi cabeza. Salía a secarme el cabello y me encontraba en mi cuarto. El cuadro del que ya hablé demandaba mi atención. De noche, su vista era lo más cercano a un terror doméstico. Me echaba para atrás y comprendía en esos indescifrables rótulos, en la espinosa y ancha espalda del hombre pintado y en la extensión pálida como un muro fresco o un alba nublada un renovado reporte de lo mismo que yo experimentaría. Pero todo eso carecía de nombre aún. Mi parca relación con el silencio me enseñó a conciliar el sueño como ruido de fondo, fuera de conversaciones o televisores altisonantes. Me agitaba entre las sábanas, viendo la apenas iluminada efigie del marco. La pintura custodiaba mi sueño. En medio de su cromática mudez, un regusto a sospecha me mantenía atento al menor rumor, como el estremecimiento de los muebles. A veces oía a los gatos copular o el tarareo de algún borracho afuera. En esos intensos periodos de insomnio perdía la casa. Me veía a mí mismo cada vez más alejado de sus detalles, como goteras o rajaduras en el azulejo, que evidenciaban un pasado y, con este, una historia ajena por completo a mí. ¿Cuál era la vida de esa pintura? No era infrecuente que me reconociera como un intruso ocupando lavabos que no me pertenecían, desayunando en un espacio usurpado, durmiendo en una cama con otro dueño. Como en el cuento que solían leerme mis padres, esperaba que vinieran los osos a echarme de su hogar. Había tanta distancia entre mi aturdimiento diario y el hábitat escogido que aún no me atrevía a desempacar. No quería importunar al sujeto que todas las noches me daba la espalda.
Miraba el desamparo de esas paredes y pensaba que sólo estaba en ese lugar de paso. Hubo una temporada en que me harté de tomar las llamadas de mis padres. Cuando preguntaban por la dirección de mi nuevo domicilio, respondía con evasivas y solía cambiar de tema de conversación. Quería, ante todo, demorar su visita o, de plano, anularla. Imaginaba de antemano la decepción que se llevarían al encontrar un inmueble tan deteriorado, insalvable a pesar de los arreglos que, según la dueña, le había hecho un par de semanas previas a mi arribo. Además, las cajas aún encintadas fortalecerían su disgusto. Verían las telarañas y los muebles ochenteros percudidos por el polvo. Aunque sacudía, volvía a reunirse esa fina capa de tiempo hecho partículas, espolvoreado encima del barniz. A un costado, lucían más y más cajas apiladas. Si mis padres hubieran estado conmigo, habrían cuestionado mi desidia por desempacar. ¿Qué razón habría podido ofrecerles? Tenía una más o menos válida: que sólo estaba ahí de paso. Pero conociéndome, me habría limitado a encogerme de hombros y a dejar que los osos reclamaran su lugar.
Si en mi primer hogar me había sentido desde un comienzo lejano, nada de eso cambió una vez que habitué mi vida a los itinerarios de la casa. Salir y entrar en horarios determinados: tuve por semanas la impresión de que era esta la que dictaba mi rutina. No era siquiera la reciente e inédita sensación de independencia. Había algo en el marasmo de los días que me incapacitó para romper con la mudanza en pausa. En otro cuento infantil, el rastro de migajas juega un papel fundamental en el desarrollo de la historia. Siempre he sido pésimo para los nombres. La gente debe repetirme tres o cuatro veces el suyo para memorizarlo. Y eso no garantiza que se me quede grabado. Lo mismo con los títulos. Quizá de ahí provenga mi fijación en impertinencias, como un reguero de moronas. Esa es la evidencia de que alguien ha comido. Las migajas de una casa rara vez desaparecen. La casa vacía, así lo creo, se siente como un caparazón vacío o incluso como un cascarón roto.
Para no introducirme en ese mundo extranjero, nunca desempaqué mis playeras, mis cuadros, mis libros. Sobreviví con una caja de ropa, una de trastes y otra de objetos varios. Pude haber ordenado lo demás, pero preferí dejarlo en la disposición que previeron los hombres del flete. Tras una propina, el más regordete se dignó a regalarme una sonrisa prefabricada, miró hacia adentro y creo que partió con la ilusión de que me pondría a ordenar mi vida de inmediato. No sé si es más terrible saber que, de no haberme mudado, habría llegado a conclusiones idénticas, o si debía ocurrir todo lo que relataré a continuación para hacerme entender la verdadera hondura de ese abismo entre la casa y yo.
Por ejemplo, ahora entiendo que vivía en un estado de perpetua espera. El pretérito se asomaba en esas señales de desgaste propias de la casa y yo buscaba cómo interpretarlas. Fue el caso de las muescas que encontré en el marco de la puerta de mi habitación. En aquella ocasión me arrodillé suficiente para descubrir con mis yemas, bajo la pintura, la regla vertical de incisos, años y nombres. Con mi uña rasqué lo suficiente como para descubrir: “iago, ocho año” y un poco más arriba “San...o, nue... y medi a... s”. Como me apresuraba, impaciente por develar aquellas inscripciones, solía llevarme la tinta impregnada en aquellos rectángulos de madera. Las muescas debieron haber sido hechas con otra cosa, porque eran verdaderas depresiones susceptibles al tacto. Nada más que una familia quizá unida me decía esta ruta vertical. La revelación, según mi ansiedad, no tardaría en venir. Una vez enfrentado con algún agente de esta realidad que ya no era más parte de la casa, pero cuyas huellas eran manifiestas, tenía la vaga esperanza de que podría descansar y sentarme a mis anchas en lo que por fin llamaría “hogar”. Pero esa paz jamás llegó.
Lo que sí llegó fue un visitante a mediodía, un domingo en que me había resignado a embrutecerme con cerveza y a contar las regiones descascaradas del techo. Escuché tres toques firmes a la puerta. Después una breve pausa y dos golpeteos adicionales. Estaba semiacostado en el sillón, papando moscas, y me incorporé de un salto. ¿Quién podría ser? Por un momento temí que fueran mis padres. ¿Cómo habrían dado con mi dirección? Decidí que, si no me movía en lo absoluto, pronto desistirían. Pero quien estuviera detrás de la puerta insistió. No hubo más remedio que despojarme de aquellas telarañas mentales, armarme de valor y mostrar ante la pareja anciana la desilusión tan patente en el desacomodo de la casa. Ya había resuelto que detrás de la puerta estaban mamá y papá, pero no vendrían a rescatarme como en los cuentos que recuerdo. Me estaba preparando para precipitados diagnósticos de mi estado mental cuando, tras la puerta, descubrí a un solo individuo.
El sujeto en cuestión vestía un esmoquin de una sola pieza, con corbata y mocasines. Era casi tan alto como yo. Lo que llamó mi atención fueron las arrugas de sus prendas. Después me fijé en su fisonomía. Su porte exhibía un desarreglo tan notorio que hasta juzgué que era deliberado. Su cabello largo estaba pegoteado al cráneo, fuera por sudor o brillantina. Su peinado acombaba una porción de la cabeza, pero unas crenchas casi violáceas caían desde la nuca y las orejas hasta el cuello, y parecían hojas de lanza mirando hacia abajo. Delgado, casi raquítico, sus ojos buscaban de un lado a otro el punto de equilibrio que los mantuviera estables por un solo segundo. Tenía toda la pinta de ser un yonqui. Estaba a punto de preguntar qué se le ofrecía, cuando me interrumpió:
–Aquí crecí. –Se tomó una pausa para escrutarme y examinar la vista de la casa detrás de mí–. Aquí crecí, estas paredes me vieron recién nacido, con los ojos achinados, no que ahora… Es tan grato para mí volver, porque toda mi vida me ha acechado la sensación de que nunca abandoné el sitio que me vio crecer. ¿No le pasa a usted?... Donde fuera que estuviera, mis ojos recreaban las tardes aquí vividas. Siempre he querido algo para mí, aunque fuera un retorno momentáneo. Qué no daría usted por volver al tiempo en que usted fue otro, acaso más feliz. Así que quería preguntarle, con toda la modestia que me es dada, si usted me daría el permiso de una visita guiada, de algo así como un tour a mi memoria, donde sea un niño otra vez. Vamos, ¿qué dice?
Tenía entre cincuenta y sesenta años. Una ligera expresión de ternura sobresalía de los pliegues de piel y tela que se habían acumulado en su figura. El ruego imperceptible en sus palabras me distrajo hasta que, con un par de parpadeos, me solté de la hipnótica imagen de este hombre de edad indefinida.
–Conque aquí creció –farfullé–. Bue… bueno, adelante.
Me hice a un lado y el hombre pasó. Se detuvo un rato mirando las cajas y las sillas. En el fulgor de su mirada advertí cierto nerviosismo, pero lo atribuí a algún achaque derivado de esa edad que todavía no precisaba. Me dirigí a la cocina y le ofrecí una bebida. En ese momento, el hombre tropezó con la lata de cerveza que dejé en el piso cuando fui a abrirle. Mi respiración se aceleró. Intenté una sonrisa y le pedí que no se preocupara. Estaba seguro de que sacaría una disculpa. Sin embargo, pareció no haberse dado cuenta del incidente. La madera hinchada siempre es un dolor de cabeza, así que me apresuré con un trapo a secar el líquido. Arrodillado, como aquella vez que descubrí las marcas de una edad distinta, absorbí la cerveza lo mejor que pude. El hombre no se inmutó ante mi prurito; seguía distraído observando el sitio. Noté que sus labios temblaban, pero que ese movimiento no alcanzaba a calificarse como murmuraciones. Era otra cosa, como un temblor premeditado cuya imagen duró lo que estuve agachado. Al incorporarme, le pregunté si deseaba mirar el segundo piso.
–Primero –rectificó–, pues esta es la planta baja.
¿A quién le importa si es el primer piso o el segundo?, pensé. Yo estaba atrás de él, y encontraba en su espalda cierta familiaridad. Su forma de andar era de lo más anormal. Por segundos se detenía, con los brazos abiertos y los puños cerrados. Ignoro qué podía hacer en esos momentos. Adiviné, eso sí, que la agitación labial debía mantenerse. Tal vez fuera un tic o algo peor. De pronto lo visualicé de niño, no sé por qué, sufriendo por las burlas de compañeros o vecinos por esa involuntaria murmuración, y sentí una inmensa lástima. Pero no era una lástima genuina. Había algo de por medio, una separación muy parecida a la que me corroía cuando me enteraba del desenlace de los niños en las historias que me relataban mis papás. Pensé en ellos y los igualé con este hombre. Debía tener su edad. Su lucidez, por otra parte, ya empezaba a deteriorarse. Si este era quien había crecido en la casa, entonces mi residencia era más antigua de lo que imaginaba. Así como al hombre lo identifiqué con mis padres, lo sentí sumamente coherente en ese lugar. Era como ver a una jirafa en la sabana o a un pájaro en el cielo. Los seres siempre resplandecen cuando se encuentran en un ambiente propicio. El hombre era una manifestación coherente de la casa.
De repente, me dio la impresión de que aquel hombre, dándome la espalda, me custodiaba. Fue entonces cuando se perfiló hacia las escaleras.
La súplica sutil de su petición ascendió hasta sus ojos. Con una mano en el barandal, me miró, con una espera que preparaba sus palabras. Todo eso fue suficiente. Asentí. Instantes después, consentí que subiera. Le dije que en un segundo lo acompañaba, que debía salir por un cigarro.
–Usted no fuma –dijo, y avanzó hasta desaparecer de mi vista. Sólo oí que sus pisadas se debilitaban conforme ascendía.
¿Por qué mentí? Mi deseo consistía en airearme, pero supuse que, en medio de esa insólita contemplación, debía armarme con un pretexto sólido para desentenderme por un rato. Me vi como antes había hecho, frente a mis padres, esgrimiendo argumentos poco convincentes para hacerles entender por qué quería irme a vivir solo. Ni yo mismo sabía los motivos. No es que hubiera problemas a diario en casa, pero deseaba algo para mí, un espacio que registrara en cada uno de sus recovecos mi presencia. Me sorprendí al parafrasear el discurso del hombre que ahora mismo deambulaba por la casa. Salí y me recargué en la puerta. Había sido muy estúpido de mi parte decir que fumaba, cuando ni el menor atisbo de humo o tabaco flotaba en la sala. Casi siempre en los cuentos que me leían, a los niños se les descubre en medio de una mentira. Atónitos por la flagrante acusación, no alcanzan más que a escudarse en las orillas de su ensueño. No sueltan amarras ni condescienden un poco. Antes bien, prefieren engordar la mentira, vigorizarla, darle cuerda hasta tal punto que ya no saben de lo que hablan. El singular silencio de ese domingo vino a estrujarme las sienes. El sol me encandilaba un poco y algunos fosfenos bombardeaban mis ojos cada vez que cerraba los párpados.
Entré a la casa y me detuve en seco. Olía a cigarro. Quizá el hombre había encendido uno, aunque, si él estaba arriba, ¿cómo se explicaba la presencia del aroma en la planta baja o primer piso? Quizá la casa, además de todo, carecía de buena ventilación. Peldaño a peldaño, me encaminé paciente hacia el piso superior. Al menos así podía decirle sin sentirme agobiado. Encima de todo, parecía diluirse la fragancia. En el pasillo no advertí la menor señal del hombre. Un extraño silencio cubría las paredes y la duela. Recordé entonces las manifestaciones casi dolientes de la casa cada vez que me acostaba. Me vi a la perfección subiendo a esas recámaras hoy deshabitadas y hallándome en la cama, iluminado a medias, mientras, encorvada, una silueta me leía. Debía ser mi padre o mi madre, murmurando acuciante las sílabas de la historia escrita en verso, a esa hora en que se convenía que durmiera. Así, moviendo una pierna y enseguida la otra, me acercaba a esa ilusión que cobraba pronto mayor realidad. Y así yo cruzaba el umbral para internarme en esa penumbra lenificada por las estrellas que tenía encima de mi cama, las cuales ahuyentaban monstruos y entidades malignas. La silueta aquí se incorporaba y yo, de niño, le pedía que mantuviera encendida la luz de mi lamparita mientras me dormía. Yo, de adulto, sentía una curiosidad inmensa que se acrecentaba conforme me aventuraba en esa habitación de aire encerrado. La silueta me dio la cara y no era la de mamá ni papá, sino la del viejo que acababa de recibir.
Abrí los ojos y estaba recargado en el marco de la puerta con las muescas. Resollaba mientras un jadeo casi secreto empujaba desde mi esófago por hacerse de un lugar, por transformarse finalmente en un sollozo. Todo eso sale en un balbuceo. No hay respiración entrecortada, sino prolongados sitios de mi contención pulmonar. Es como si ya no pudiera hacer más pausas. Algo así pensé, no recuerdo. Mis dedos sobaban las incisiones de la edad. Llegaban hasta los diez años del niño que seguramente era este hombre ahora escondido en alguna parte, sometido a los chispazos alucinantes de su nostalgia. Santiago debía de ser su nombre, por lo que podía inferirse de los borrones y la erosión provocada por mi uña. No debió llegar a una altura tan considerable, pues la última muesca no rebasaba mi cintura. Pero este hombre era casi de mi altura. Debía llamarse Santiago, sí.
–Oiga, ¿usted cómo se llama? –Me asomé un poco hacia el pasillo vacío. La respuesta tardó en llegar y, cuando lo hizo, me produjo un mareo insoportable.
–Me llamo Néstor Carlos, para servirle. –Su voz resonó como si proviniera del subsuelo.
–Ah –dije. Un frío sudor bajaba por mi espalda.
Di el primer paso hacia el pasillo. Miré hacia las escaleras y después hacia el resto de la casa, lo que permanecía inexplorado. Podía enfrentarlo, amenazarlo con llamar a la policía. Un impostor al que yo mismo había dejado entrar. De pronto, todo tuvo una claridad efímera, pero no ayudó más que a ensombrecerme el día. Recorrí ese sitio donde recién había andado el hombre. El aroma a cigarro ya no era tan patente. Más bien, se colaba como parte de un decorado en alguna representación de la que era involuntariamente parte.
Lo hallé en mi habitación, de espaldas. Tenía esa postura que ya le conocía, pero allí, al verlo de espaldas, sentí que eso ya lo había visto. Miraba hacia la pared blanca, paciente, como si me hubiera estado aguardando. Desvié a la izquierda mi mirada. En el cuadro encontré la duplicación de esta escena. La misma pared, la espalda y la anchurosa sensación de que todo estaba premeditado, como el embargo que en segundos se apoderó de mis movimientos. Bastó el escenario para revelarme la personificación de quien reunía todo esto que siempre había estado ahí, provisto de una apariencia mundana impresa en el lienzo de mis insomnios.
Alcanzado el rellano, escuché las pisadas que me seguían y las murmuraciones. Dejé mis cajas y salí a esa tarde dominical con lo puesto. El oso había recuperado lo que era suyo, aunque su nombre no figurara en el grabado genealógico de las puertas. Nunca volteé hacia atrás. Si alguna vez consideré algo mío, me alivió saber que ahora podía desprenderme de la inaguantable pesadez de estar relacionado con los objetos. Detuve un taxi y le pedí que me llevara lo más lejos posible. El auto arrancó. Yo pensé en el rastro de migajas y que, por fin, sin la casa, me había obsequiado la posibilidad de aceptar que no tengo un sitio al cual volver.
Miroslava Palacios (Toluca, Estado de México, 1995). Estudió la licenciatura en Bellas Artes en la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha publicado poesía en el fanzine Mitote Literaria, en Revista Encuentroy en Revista Enchiridion.