Crisálida primera
Alma Mancilla
Nació por la tarde, a una hora en que a mi cuarto en el segundo piso entraba en ráfagas el penetrante olor a rosas que provenía del jardín. Quedaba abajo, en línea casi recta: yo lo había visto la víspera en la parte trasera del hospital mientras bordeábamos el edificio de camino a registrarnos en la recepción. Entonces iba gorda, adolorida, con contracciones intermitentes, así que sólo ahora que estaba libre de lastre las podía oler mejor. El aroma me alcanzó por la ventana entreabierta casi al mismo tiempo que una enorme avispa se posaba en el antepecho. Justo en ese instante mi marido, que acababa de entrar por la puerta enfundado en una horrenda bata azul, la cerró de golpe so pretexto de que era peligroso y de que con esa corriente la bebé se podía enfriar.
Enseguida me entristeció su descortesía, su poca consideración. Y la idea de estar encerrada entre esos muros no me parecía lo mejor para empezar a recuperarme. Los pasillos del hospital olían mal, a cloroformo, a mierda y a enfermo, a sábanas amarillentas y a cánceres que ya no tenían curación. Lo mío no era enfermedad, pero desde el principio intuí que algo no iba bien. Lo sentí durante todos esos meses de creciente languidez, mientras cargaba en el vientre con aquello que ahí crecía. No obstante, sólo lo entendí a cabalidad entonces, cuando las enfermeras al fin la trajeron hasta mí: estaba envuelta en una manta suavecita, de un rosa muy pálido, y aunque no la tomé entre mis brazos el distante temblor de sus movimientos me provocó una extraña inquietud. También me pareció que el brillo sobre su piel era excesivo, y que sus ojos estaban demasiado alertas para una criatura de esa edad. Es verdad que yo estaba cansada: quince horas de labor desbaratan a cualquiera, y tal vez no estaba en las mejores condiciones para opinar ni para pensar con claridad.
La dejaron allí sin preguntarme, no a mi lado sino al fondo del cuarto, dentro de un habitáculo que, me dijeron, le proporcionaría la luz y el calor que le hacían falta para sobrevivir. Costaba pensarlo, pero era cierto: aquel ser estaba incompleto, había llegado a destiempo, tal vez empujado por mi constante actividad, mi andar siempre de arriba abajo, esa especie de impaciencia que me había ocasionado más de un roce con el que era mi marido y que ahora, a la luz de los eventos, pasaba a ser el nuevo papá. También se me había ya ocurrido, en más de una ocasión, que el bulto que tenía yo dentro era un géiser en potencia, un diminuto veneno, un ser arisco que tenía demasiada prisa por salir. La cajita luminosa que la contenía me daba más bien la impresión de una pecera, y eso que descansaba dentro y era mi hija parecía una semilla que no terminaba de germinar. Cuando al fin tuve fuerzas para levantarme y asomarme confirmé mis sospechas:
—Esta no es mi hija, aquí debe haber un error —musité con voz tan trémula que parecía un lamento, un reclamo que nadie atendió.
Me volví a meter a la cama con el cuerpo descompuesto y los ojos arrasados en llanto, presa tal vez del inicio de una fiebre puerperal. Que médicos y enfermeras me ignoraran me ofendía, pero en cierta forma eso aquí era normal: tantas cosas podían atribuírsele al cansancio, a las alteraciones hormonales, a la habitual pesadumbre que llega con el fin del estado de gravidez. Mi difunta madre contaba que a ella el primer embarazo la dejó tumbada, literalmente postrada en cama por meses, presa de una insidiosa infección en esas partes de su anatomía que ella nunca osó nombrar. Temí que me ocurriera lo mismo, y pensé que debía considerarme afortunada de que en estos tiempos la atención hubiera mejorado tanto.
Sólo la debacle del cuerpo seguía siendo la misma: de mi vulva abierta y tumefacta se escapaba una sustancia sanguinolenta que controlaba con apósitos, y los senos me pesaban, prestos a estallar. No volví a sentir el aroma a rosas por más que lo busqué, como si de tajo alguien hubiera arrasado por completo con aquel magnífico jardín. Me imaginé el parterre de rosas pisoteadas, la vida que crecía allá afuera arrancada de pronto de raíz. Sentí que el mundo se había transformado de golpe, y no precisamente para bien. De vuelta en casa, días más tarde, mis temores se intensificaron a la par que crecía en mí una extraña desazón: desde el moisés que habíamos preparado con empeño y oculta entre las mantas bordadas en punto de cruz la criatura me miraba con recelo. Sus ojos acechantes tenían las pestañas rizadas, largas, casi antenas o pedúnculos, y sus manitas enfundadas en mitones iban y venían por el contorno del moisés en audaz exploración. De su garganta salían de cuando en cuando unos gorjeos de pajarito que me ponían la carne de gallina. A ratos, más bien me parecían zumbidos de avispas o gorgoteos de sapos. Me acordé de un extraño pez que vivía en las inmediaciones del pueblo de mi madre, una especie emparentada, supongo, con los monstruos de la profundidad abisal. Yo solamente lo vi una vez, pero su imagen me persiguió por mucho tiempo en pesadillas: era oscuro, áspero, y su apariencia viscosa lo hacía parecer diferente, algo limítrofe, no un pez sino un reptil, una roca, algo a medio terminar.
—Agárrala, Sofi, no te va a morder, no pongas esa cara. Ya es tiempo de que ustedes dos empiecen a establecer lazos.
Mi suegra me animaba, era lo natural. Había llegado dos días antes desde la ciudad en la que vivía, y se quedaría con nosotros sólo lo necesario para ayudarme en lo que mi marido llamaba la transición. Yo la miraba con desazón, pensando que nos aprestábamos a cruzar un puente que no nos sostendría. Tomar a la criatura entre mis brazos me daba un pavor que me dejaba helada, y fue sólo a regañadientes que al final me atreví: cargarla era como tener entre los dedos una nube de avispas, un bote de ácido o de algún material inflamable y presto a explotar. Los movimientos espasmódicos de la criatura me inquietaban, ese agitarse a la manera de todo lo que no se puede poner en pie y que, impedido de andar por sí mismo, debe arrastrarse y depender de otros para su movilidad. Era como tener entre las manos una bomba o un corazón palpitante.
Por las tardes, sentada y con los ojos bien cerrados en el sillón reclinable de la sala, la escuchaba sorber en traguitos los líquidos que mi cuerpo le proporcionaba para sobrevivir. No que yo tuviera ganas de alimentarla, pero sabía que era mi deber. A la criatura era preciso entregarle todo: el alma, el cuerpo, el tiempo, la vida que a ratos se me escapaba a mí. Porque seguía necesitando sol y calor, por las mañanas la poníamos en el pasillo, cerca de donde entraba mejor la luz: su rostro relumbraba de amarillos, toda ella, una vara famélica a la que aún le faltaba florecer. Parecía una plantita moribunda aquejada de ictericia, y por un instante me estremecí ante su evidente fragilidad. Acerqué mi dedo para acariciarla. La criatura abrió los ojos y lo que vi en ellos me asustó.
—De milagro no te la retuvieron en la clínica —me interrumpió mi suegra, quien, como de costumbre, no podía o no quería evitar que su comentario sonara a reproche—. Si hubieras tomado las vitaminas como es debido, Sofía, esto no habría ocurrido. En mis tiempos todo era distinto, una obedecía, hacía lo suyo, no se permitía tanta dejadez.
Todo lo que pasaba en torno mío me tenía pasmada, aturdida, mi cabeza era un laberinto donde se paseaban mil preguntas que nadie podía responder. ¿De verdad habría yo podido evitar la debacle? ¿Es que una píldora habría cambiado lo que ahora tenía frente a mí? ¿Había yo fallado en algo? Me costaba creer, mientras tendía en la minúscula terraza los lienzos sucios que se multiplicaban sin cesar, que eso que ahora dormía en la cuna me hubiera venido de aquí dentro, que la criatura cargara en la extraña disposición de sus formas y en los genes que la conformaban una esencia que en el fondo me pertenecía a mí. Y no sólo era lo que yo sentía que a la criatura le faltaba: había un elemento definitivamente no humano en aquel ser, una disposición que me recordaba a una babosa o a una larva de mosca.
Me era imposible, esa es la verdad, no sentir repulsión a la vista de aquel pus que le salía del cuerpo amoratado, de sus ojitos oscuros como canicas, de su extraño olor como a azúcar concentrada. Una mañana en que entre mi suegra y yo la bañábamos le vi, al destaparla, las protuberancias que le habían empezado a brotar en el cuerpo: eran dos, justo a los lados de la columna, y otra más al frente, en medio del esternón. Al palparlas con la mano enjabonada pegué un grito que a las tres nos hizo brincar del susto.
—Aquí, aquí— le señalé a mi suegra, apuntando con el dedo hacia la anomalía en el cuerpo de la criatura que, como en venganza, se retorcía entre sus manos con algo parecido al furor.
Mi suegra me miraba con reprobación, como si yo estuviera loca.
—Aquí —insistí, al tiempo que me levantaba y, por instinto, iba a colocarme un poco más lejos, hacia la puerta, aumentando así la distancia entre ellas y yo.
Cuando mi suegra se lo contó, el papá lo negó con rotundidad:
—Desvarías, Sofi, lo que necesita la bebé es comer más. Lo que pasa es que está tan flaquita, si tan sólo te empeñaras un poquito, si sólo hicieras tu deber.
En eso se equivocaba este hombre: no era culpa mía ese rechazo; en estos últimos días la leche se me había amargado y el manantial del que manaba se secaba sin remedio. Tal vez por eso cada vez que yo me la llevaba al seno la criatura volteaba la carita, se alejaba, como haciéndome ascos o negándose a reconocer el parentesco que existía entre las dos. Parentesco había, eso ni qué negarlo: lo notaba en el tono ambarino de sus ojos, en la forma de los huesos superciliares, en la sutil redondez del mentón. Y aun así, ¿cómo negar el resto? ¿Cómo era que los otros no veían lo que yo?
Las relaciones entre el padre y yo se agriaron, era inevitable, como si aquella presencia hubiera traído consigo el fin de las actitudes familiares, la cerrazón de las palabras, la inevitabilidad del desastre de nuestra precaria relación. Nos habíamos casado un poco de prisa, eso era cierto, llevados por el impulso y por un enamoramiento tan intenso que había opacado a la razón. Ahora él apenas me tocaba, como si mi cuerpo deforme le repugnara. A ratos, yo sentía que me evitaba. Comía sentado a solas, rumiando no sé qué en la cocina mientras yo me debatía dentro con las viscosidades que emanaban del insecto. Así lo consideraba a veces: un insecto, por más que a ratos me enternecieran sus gestos, por más que, sin quererlo, a veces le encontrara bellas musicalidades al zumbido que emitía, ese eco que se elevaba desde la cuna y llenaba el cuarto de una atmósfera onírica que hacía que pareciera que estábamos en otra dimensión. Era como estar en el espacio distante o debajo de litros y litros de agua, en una cápsula o burbuja donde sólo yo podía escuchar lo que con su canción nos quería decir. El padre dormía, no se enteraba, roncaba y rugía, ignorante de que allí afuera, en la cuna, a unos metros de distancia tuviera lugar un proceso que era a la vez un milagro y una aberración.
Pese al cansancio, yo tenía prisa por volver al trabajo y recuperar así al menos un poco de lo que un día fui. Pero el cuidado de la criatura lo volvía imposible. A todas horas le hacía falta algo. De nada sirvió tampoco mi intento por encontrar el tiempo para hacer alguna actividad que no tuviera que ver con ella, con sus necesidades siempre urgentes y cambiantes, con el apremio que de todo su ser parecía emanar. Por la noche, al volver del exterior, el padre intentaba hacer su parte y le leía cuentos a la criatura, historias sacadas de un viejo libro de pasta gruesa que yo conservaba de mi propia infancia, y entre cuyas páginas se hablaba de hadas, de brujas, de duendes, de un pollito al que le faltaba la mitad. A veces yo, exhausta como estaba, me sentaba en una silla al final del pasillo y desde allí escuchaba, maravillada y aturdida, aquel relatar de aventuras que de niña me habían parecido fantásticas, pero ahora, de adulta y en la posición en la que me encontraba, sólo me sonaban perversas: me imaginaba hadas que no respetaban su entorno, duendes que devoraban niños, veía al medio pollito recorriendo los techos de las casas y el filo de las cornisas, paseándose por el mundo con sus órganos expuestos, medio terror convertido en carne y en desolación. A ella, en cambio, le daba risa lo que oía, y parecía que ya palmeaba las manitas y, si me asomaba, podía incluso ver, a la distancia, que enseñaba dos dientitos largos y afilados, oscuros como de pedernal. No podía evitar entonces decirme que era una suerte que me hubiera rechazado tan pronto, que no hubiera yo terminado siendo carne molida entre sus fauces de predador.
Mi suegra dormitaba en la salita, cansada tal vez de aquel ritmo que ya no convenía a su edad. Se fue al fin, un mes más tarde, no sin antes advertirme que el camino que seguía para mí era arduo y oscuro, pero que, como todo, traería un día su dosis de satisfacción. Si lo sabría ella, que como esta criatura ya había criado seis. ¿En verdad pasaba eso?, me pregunté al despedirla. ¿Era este un destino repetido y repetible, la regla y no la excepción? ¿Es que veníamos al mundo para que esto se reprodujera?
Poco tiempo y energía había para pensar en esos menesteres de todas formas: el padre y yo estábamos solos al fin y nos teníamos que organizar en lo inmediato, en las cosas que importaban. Decir “solos,” por supuesto, era un eufemismo: era más bien que ahora conformábamos ese retrato ideal del amor tripartita, la fórmula terrible en la que a mí me costaba encajar. Intentamos encontrar un acomodo, hacernos una rutina. Por las mañanas, cuando él se marchaba, la peor parte me tocaba a mí: durante horas me quedaba a solas en la casa a oscuras, en una estancia mal iluminada, antes fresca y bien aireada, pero a la que la presencia de la recién llegada había tornado tibia como el interior de una boca o de una matriz. Pensé que la criatura querría replicar allí afuera las condiciones del adentro, reproducir en los muros las viscosidades pastosas de mi interior de mujer. Que de la puerta para afuera el mundo ya no me pertenecía.
Por las tardes, él tomaba el relevo y eso me daba un respiro, aunque nunca el suficiente para que me alcanzara a recomponer. Era como si con la llegada de la criatura a mí se me hubiera descoyuntado el alma: igual que a los enfermos o moribundos en esas tribus antiguas o tradicionales, algo en mí se había escapado lejos, allá donde yo no lo podía recuperar. A ratos sentía que lloraba lágrimas de sangre o de leche, que mis miembros cobraban una consistencia vegetal. Luego, una de esas mañanas en que estaba a solas con ella, la criatura se quedó de pronto quieta, como a la expectativa, a la escucha de lo que ocurría alrededor. Me acerqué y vi que debajo de lo que parecía su piel algo se movía. Entendí que esto apenas comenzaba, que algo iba a suceder.
Él me dio un ultimátum cuando intenté explicarle lo que sentía, lo que pensaba que estaba ocurriendo. Como ya era costumbre desde hacia meses, lo único que conseguí fue hacer que estallara la discusión entre nosotros:
—No sabes lo que estás diciendo, Sofi —me reclamó—. ¿A qué clase de mujer se le ocurren esas cosas? Me parece que es en ti que algo no va.
En su cuna, la cosa zumbaba y se retorcía, pero el padre fue implacable: se levantó, indignado, y ante mis ojos se puso a guardar unas cuantas prendas de ropa en una valija, su cepillo de dientes, la rasuradora eléctrica que le regalé.
—¡Claro, claro, vete! ¡Deja que la que se haga cargo sea yo!
En el fondo, esa voz desesperada provenía del profundo pozo de mi miedo, desde un interior en ruinas que con aquella partida se vendría abajo, de la intuición de que lo que se avecinaba sería irrevocable, quizá el verdadero principio del fin.
—¡Mira, mira! —le dije en un último esfuerzo por hacer que él al fin me oyera, señalando con insistencia hacia la cuna, que no paraba de crujir y de temblar—. ¡Es un monstruo! ¡Un monstruo! ¿Cómo es que no lo ves?
Él ni siquiera miró. Salió de la casa dando un portazo, y no tardé en escuchar sus pasos que se perdían en la bocacalle, pam, pam, pam, hasta que el silencio se instaló. Me quedé allí, en la casa en desorden y hecha un mar de llanto, no supe si por esto que era mi hija, por lo que de mí quedaba o por lo que mi corazón sentía venir.
—La parí, la parí, ya no hay remedio —creí escucharme susurrar.
En las cavernas de mi cabeza las hadas se reían, los enanos bailoteaban, el medio pollito nunca encontraba a su otra mitad.
La larva ignoraba mi sufrimiento: desplegaba las alas y se henchía y era negra y espantosa. Y, sin embargo, volaba. Volaba, volaba, y así estuvo la tarde entera aleteando en torno mío, soltando de cuando en cuando nubes de un polvillo fino y dorado —como la reina que era— y dándose de tumbos, furiosa, contra las ventanas cerradas de la habitación.
Alma Mancilla (Toluca, Estado de México, 1974). Estudió la licenciatura en Antropología Social en la UAEMéx, es maestra en Sociología y doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Laval. Obtuvo, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2011, por Las babas del caracol; el XII Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano 2015, con la obra Archipiélagos, y el Premio Nacional de Novela Ignacio Manuel Altamirano 2020 por El libro de las brujas. Entre sus libros publicados se encuentran Hogueras (Editorial Terracota, 2013), Archipiélagos (UAEMéx, 2015) y De las sombras (Lectorum – Marea Alta, 2019).