Crónica de una caminata nocturna[*]
Karla Gasca
En memoria de Mitzi, Beatriz y todas las que ya no están.
Son casi las dos de la madrugada cuando salgo del bar Jaibol. Prendo un cigarro y observo la calle. No estoy lejos del departamento; treinta minutos caminando a buen ritmo o diez minutos en auto, pero no hay fondos suficientes en mi tarjeta para pagar un Uber; tampoco me queda efectivo, así que me pongo en marcha. Por suerte encuentro una bolsa negra de basura justo afuera del bar. Su olor es soportable; la tomo y me la cuelgo sobre el hombro. Estiro la capucha de la sudadera para cubrirme la cabeza y me encorvo. La idea es llegar sana y salva frente a la visión de las calles desiertas del centro de León, que parecen otras de noche.
Camino por la calle Pedro Moreno, que más adelante se convierte en Álvaro Obregón, y recuerdo la primera vez en que fingí ser pepenadora. Vivía en Puebla y tenía que llegar a casa, sola, de noche, después de una fiesta. Se me ocurrió la idea del disfraz, así que fui a la cocina del anfitrión y tomé una bolsa. Encontré una de buen tamaño y le coloqué algunas latas dentro. Una vez en la calle, y después de caminar un par de cuadras, noté cómo mi nuevo atuendo me hacía invisible. Para los transeúntes y automovilistas podía ser real o no. Podía ser un fantasma, al igual que los vagabundos y mendigos que deambulan de noche.
Paso junto a la Catedral, templo ubicado frente a la Plaza Benedicto XVI, que lleva este nombre por la visita que hizo el papa a León en 2012. A esta hora no hay nadie, excepto taxistas. Si no trajera mi atuendo improvisado, los choferes que no estuvieran durmiendo en sus unidades me preguntarían con insistencia a dónde voy y pedirían que me suba a su Tsuru tuneado de un sospechoso color verde. Paso de largo; ni siquiera voltean. Antes de dejar atrás a los taxistas recuerdo a Mitzi, la chica que el mismo año de la visita del papa se aventó de un taxi en movimiento luego de que el chofer la acosara. Las heridas provocadas por la caída le causaron la muerte. Tenía veinticinco años. Nunca se detuvo al responsable, y la lluvia de comentarios en redes sociales no se hizo esperar. La culpaban de su muerte por salir de noche, por emborracharse, por tomar un taxi en la madrugada.
Llego a la avenida Miguel Alemán, una zona comercial muy concurrida. Por la mañana y tarde reúne a vendedores de herramientas y electrodomésticos de dudosa procedencia, y por la noche destina una buena parte a la prostitución y venta de droga. Los letreros luminosos de los moteles viejos emiten un zumbido insistente que me recuerda a los mayates, esos insectos tornasolados cada vez más difíciles de ver que salían en tiempos de lluvia. Las cortinas metálicas de los locales exhiben grafitis hechos con aerosol y plumón. Disfruto la exposición al aire libre que sólo se puede contemplar de noche, cuando todas las cortinas están abajo. Un Oxxo resplandece en la esquina y evalúo la posibilidad de descansar cuando escucho que un auto se acerca. Es una patrulla con la sirena apagada que se pasa el rojo y sube a toda velocidad hacia el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, a donde me dirijo. Reconozco en mí un repentino sentimiento de tranquilidad, no por la presencia de la patrulla (al igual que una buena parte de la población, no confío en los policías), sino porque más allá del Oxxo la oscuridad se extiende a sus anchas y promete protegerme de cualquier mirada.
Continúo mi camino y pienso en los insomnes y en los trabajadores nocturnos: veladores, dealers, bomberos, prostitutas, vendedores de tacos y hot dogs a la espera de borrachos hambrientos atraídos por el olor de la grasa. Siento simpatía por los noctámbulos que recorren la ciudad a esta hora, cuando la mayoría ronca. Observo la luna encima de mí y sonrío a la noche, que nunca es hostil por sí misma. Para algunos es el único refugio que les permite disfrutar de una relativa tranquilidad, sin todo el ajetreo cotidiano del día. Sigo mi camino y hago un recuento de las veces que me han asaltado, todas con el sol brillando, dos en el transporte público, rodeada de gente.
El ataque a Jacqueline también ocurrió a plena luz del día en un lugar bastante concurrido; fue agredida por un hombre en bicicleta que intentó arrastrarla a un matorral cerca de la estación de transporte Delta, en enero de 2019. Gritó y recibió varios navajazos, por suerte ninguno mortal. Unas personas que pasaban no muy lejos de ahí la escucharon y acudieron en su ayuda, ahuyentando al agresor. A pesar de la denuncia y de las cámaras de seguridad ubicadas afuera de la estación, las autoridades nunca lograron identificarlo y detenerlo.
El miedo me congela cuando escucho un ruido. Es un gato que olfatea unas bolsas de basura, y al verme corre a esconderse en un recoveco. Me recuerda al gato de Cheshire y fantaseo con lugares que aparecen de noche y desaparecen de día, similar a lo que ocurre con algunos comercios y espacios abandonados que se multiplican y avivan el sentimiento de inseguridad: terrenos baldíos y casas deshabitadas; me estremezco al imaginar lo que se oculta entre las sombras.
Paso frente al hotel Tepeyac, todavía sobre la calle Álvaro Obregón, de camino al Santuario, y pienso en Beatriz. Tenía 21 años cuando fue asesinada en una de las habitaciones de este hotel en julio de 2016. Un escalofrío me recorre al ver el letrero de «Se solicita recamarera» sobre el vidrio polarizado de la entrada. A esta hora quisiera evocar únicamente pensamientos tranquilizadores, pero la memoria de estas y otras mujeres que ya no están me acompaña durante el trayecto. Es extraño, pienso; me enteré de su existencia por la noticia de su muerte. Cansada, considero mi situación. Estoy por llegar a la mitad del camino.
Cruzo la calle Florencio Antillón, en la colonia Obrera, hasta llegar a las escalinatas de piedra de la calle Belisario Domínguez, en donde ratas del tamaño de gatos husmean en la basura. Cuando paso por aquí me sorprende la presencia de una inmensa jacaranda que desentona completamente con el paisaje descuidado. Me olvido de la bolsa de basura que forma parte de mi performance y subo a toda prisa. Intento recuperar el aliento y tomo un descanso junto a la Santa Muerte, a la que dejaron latas de cerveza, anforitas de mezcal, flores y fotografías.
Termino de subir las escaleras y exploro la zona. Encuentro un palo, lo tomo, camino con él como si fuera senderista y al final me decido a tirarlo. Prefiero una piedra; no es grande y puedo guardarla en la bolsa de la sudadera. Reconozco que en este punto del camino necesitaré más de un amuleto que de un arma. Volteo a mi alrededor por si encuentro arena de cantera para la construcción desperdigada y tomo un puño; es fácil llevarla y se puede lanzar directamente a los ojos.
Es momento de cruzar la calle Puebla en la colonia Bellavista, que, al igual que las colonias Chapalita e Industrial, es conocida por las riñas entre bandas y balaceras. Coincido con eso de temerle más a los vivos que a los muertos y prefiero las calles vacías. Recuerdo nuevamente las veces que me han asaltado y aprieto el paso. He llegado a un punto en el que tengo que elegir qué camino tomar.
Hay quien dirá que caminar por la calle Campeche, a la derecha, es más peligroso que atravesar las calles de la colonia Arbide, a la izquierda, pero elijo ir por la derecha. En una ocasión, un sujeto en bicicleta se me acercó a plena hora del día para enseñarme el pene y gritarme puta. En otro momento, un tipo en motocicleta intentó robarme el iPod cuando aún creía posible caminar escuchando música; me amenazó con un cigarro encendido y huyó más nervioso que yo. A esto se suma el ataque de cuatro asaltantes que intentaron quitarme una bolsa; todo esto en la colonia Arbide, donde vivo.
Esta noche tengo suerte. A un par de cuadras del departamento me tranquilizo, bajo el ritmo y disfruto la sensación de estar cerca, a punto de llegar. Admito que me gusta cómo funciono a esta hora: atenta, concentrada, con los sentidos en alerta.
Lanzo un suspiro al cruzar la reja que divide la calle del estacionamiento. Los edificios viejos con grietas y pintura descarapelada me dan la bienvenida; parecen gigantes cansados a la espera de un derrumbe. Escucho que alguien entra detrás de mí. Es una vecina que acaba de bajar de un taxi y le noto una expresión triunfal, parecida a la mía. Nos damos las buenas noches y cada quien camina a su edificio. Antes de subir las escaleras siento el viento frío en la cara y echo un último vistazo a la luna. Su luz me acompaña hasta la puerta del departamento, donde al fin puedo desaparecer.
Karla Gasca (León, México, 1988). Es autora del libro de relatos breves Turismo de casas imposibles (Los Otros Libros, 2023), publicado en España bajo el sello Ediciones Liliputienses, y del libro de crónicas urbanas y relatos Nemi. Historias de una ciudad (Aridandante/Instituto Cultural de León, 2024). Fue becaria del PECDA Guanajuato 2022 en la categoría Jóvenes Creadores dentro de la disciplina de crónica. Ese mismo año ganó el primer lugar en el tercer certamen de cuento corto de la Casa de la Cultura Efrén Hernández. En 2023 obtuvo el apoyo Impulso a la Producción y Desarrollo Artístico y Cultural del ICL en la categoría de Literatura. Finalista del Premio Látex 2023 de microficción urbana organizado por la Editorial MOHO.
[*] Esta crónica forma parte del libro Nemi. Historias de una ciudad (Aridandante/Instituto Cultural de León, 2024).