Las visiones del cuervo
Rogelio Saunders
Y dijo:
he dejado de estar aquí
como un niño que se queda dormido
en el sillón del barbero.
Resonó en el azul,
en el largo vuelo del mantel
de cuadros negros y rojos,
allende las hojas amarillas
multiplicadas como el falso otoño
que nos confundió a todos.
Y era, aún, un mes desconocido.
Un rostro tras la ventana tapiada,
tras el labio cerrado
del poeta
sin sueño, sin edad,
sin padre, sin hijo.
Ojos que siguen la línea de puntos.
Besos desligados que regresan.
Oh multitud encadenada
sobre los siglos y su retablo
disperso.
Los péndulos, las cabezas.
Los detenidos insectos
enajenados,
nacidos en el cristal
como dudosas sonrisas
(o como aquella sonrisa
dividida por una bofetada).
Lejos de la flor de mayo
de desvaídos pétalos,
caída en el agua espesa,
reflejada en un cielo de ceniza,
en el hiptálamo herido
por una aguja de alcanfor,
como un rayo partiendo en
O
la simetría del ojo.
El verano resbaladizo,
sus cabañas abandonadas.
Los pies descalzos corren aún,
las cabezas saludan.
Huyen escarabajos diminutos
provistos de cuernos
por canales aún más diminutos,
donde tienen lugar
pequeñas siestas,
reuniones infinitesimales,
en una red sin fin
de balconaduras podridas
y falsos pasos.
El habla se seguía a sí misma
como una sombra.
Noche helada del condottiero
abrazado a su lanza
de papier maché;
esperando
no sabe qué
sobre los techos azules.
Yo, que vengo del mediodía,
lo olvidé.
Las sombras de los pájaros,
las uves infantiles sobre la bajamar.
Los cielos que nos estaban esperando
como guerreros leales
en el cuadrángulo verde
o en la alargada fractura caliente
del acantilado,
huyeron, se dispersaron
con una sonrisa.
Ah: la muerte y su sonrisa pintarrajeada.
La muerte y su desencantado carnaval.
El clown que expulsamos
no cesa de volver;
las noches que olvidamos, como una novia
que nos dejó sin explicaciones, vuelven también,
pues no hay nada tan persistente
como lo muerto.
La claraboya empañada ofrece
su tenue luz, oblongada, distante,
flechando sin signo,
invitando
a la separación.
Y así la cabeza sin dueño
sugiere callar,
cabeza esculpida
del gnomo,
cabeza redonda de hule
cubierta de estopa
que saca la lengua.
Pero no hay sueño.
Pero no hay milagro.
Sólo el hoy sin edad,
el ojo privado
de horizonte,
la franja magenta que emborrona
la huella del sol.
El brazo se levanta
y vuelve a caer, privado, también él
de su precioso reloj.
Bailes y ciudades continúan
en el rabillo del ojo
del niño.
Perversas canciones escritas
en insonoras banderas.
Oh mar —susurran los destituidos
marineros, crueles anunciadores
de lo que vendrá.
Y el fuego, también.
Quien dice: habla.
Sólo las noches
o esta noche infinita
lo saben. Reconocen
en el decir que nada dice
la discantada moneda:
moneda desencantada
que salta en el ideograma
preciso.
Navegando en el mar de cobalto
de las amapolas
dijo: vengo del espesor
negro y rojo
del bosque. Allí, por si quieren
saberlo, no hay nada,
salvo la niña de hule
que mira con un ojo fijo.
La huérfana, hija o madre
perenne,
con las medias caídas
sobre los zapatos
escolares.
Nada, salvo el sonido
de una hoz de plata.
Nada, salvo el golpe
a punto de resonar
como un mar de silencio
en el tímpano de hierro
del núcleo terrestre.
He aquí lo que no veo —añadió
con el ojo aumentado
por la legaña del rocío.
Cuervos del mundo, uníos.
Canción nuestra,
pagada en el foso donde el innome,
metamorfo, se confunde cada noche
con el salto sin odio de los animales.
Si lo sabré yo,
que vuelvo cada noche
como un fantasma,
cubierto de nieve negra,
trazando un mismo círculo
alucinado,
prisionero del sueño más antiguo.
Y era, aún, la más desconocida
de las estaciones.
Quién no iría hoy hasta ese alto
donde había una ignorada lucha
sobre la hierba verde,
bajo las nubes veloces.
Todos los velos caen sobre una fecha
que no podría estar en ningún calendario.
El rostro que aparece en el espejo
es siempre otro,
como un ojo nacido de otro ojo,
doblándolo, rayado en la sombra.
Los pasos van y vienen en el sol,
alegres como niños
con zapatos nuevos.
La primavera no viene. El viento
señorea en las azoteas vacías.
El cielo es como el cristal, y los pájaros
se adhieren a él,
diminutos pájaros de papel, pintados de colores,
como tú los soñaste.
En el cuerpo del niño dormido
ya no duerme nadie.
Rogelio Saunders (La Habana, 1963). Poeta, cuentista, novelista y ensayista. Fue miembro del grupo Diáspora(s). Crónica del decimotercero (Bokeh, 2016), Poesía. Volumen I (Editorial Casa Vacía, 2017), Poesía. Volumen II (Editorial Casa Vacía, 2017) y Las mariposas no sueñan (Fondo Editorial UAQ, 2019) son sus libros más recientes.