Dulce amargura
Axel David Soto Granillo
Me levanté temprano para ir al partido. Me puse mi uniforme y preparé mis cosas: un balón de basquetbol, un cambio de ropa, una botella de agua y mis tenis. Fue justamente cuando buscaba mis tenis que recordé los días en mi antigua escuela. Encontré la gorra con el emblema de la preparatoria. Allí pasaron muchas cosas, entre ellas uno de mis primeros amores fallidos.
Iba en último grado cuando conocí a Naím, un chico de primero. Lo veía caminar por los pasillos, me parecía muy atractivo. Era alto y se veía interesante. Quería hablarle, pero me daba pena. Fue por esa razón que Helena, una de mis amigas, le habló por mí. Después de eso comenzó a juntarse con nosotras y lo conocí mejor. Cada vez me gustaba más, pero no sabía cómo decirle lo que sentía. El tiempo pasó y me gradué. Naím era de primero, por lo que se quedó en la escuela sin saber lo que sentía por él.
Salí de la escuela hace ya un año, y recordar ese tipo de cosas no me gustaba mucho, así que simplemente me puse mis zapatos, empaqué mis cosas y me fui al gimnasio.
Al llegar saludé al equipo y nos pusimos a calentar. No éramos un equipo especialmente bueno, sólo habíamos ganado un partido en los seis meses que llevábamos entrenando juntas. El juego empezó como cualquier otro: el árbitro lanzó el balón al aire y las dos más altas de ambos equipos saltaron para ganar la posesión. Veía el balón girar en el aire cuando algo me hizo voltear. Había un chico practicando tenis de mesa. Era alto y tenía el cabello tan negro que parecía poseer un ligero matiz azul. Lo reconocí en seguida: era Naím. Nada más verlo me pasó un escalofrío por la espalda, y por el estupor de mirarlo no me di cuenta de que me pasaron el balón, el cual, en vez de llegar a mis manos, golpeó mi cara.
Jugamos lo mejor que pudimos y, sin embargo, perdimos. Siento que no jugué al cien por ciento, y con razón, pues estaba distraída pensando en Naím.
No nos alineamos para agradecer por el partido, simplemente nos dijimos “buen juego” unas a otras sin un orden en especial. Aunque las jugadoras del otro equipo nos comentaron que jugamos bien, yo estaba consciente de lo mal que lo habíamos hecho.
La derrota no me importaba en lo más mínimo; ese chico era mi preocupación. Saber que no lo había visto en tanto tiempo me hacía reflexionar acerca de las veces que estuvimos juntos. Mi mente se llenaba de melancolía al recordar su rostro, su voz y todo lo referente a él. En las pocas veces que me lo topé por casualidad nunca le dirigí la palabra; por el contrario, desviaba la mirada y seguía mi camino. Me daba vergüenza volver a hablarle.
Como estaba lloviendo, no podíamos salir del gimnasio y temía que Naím me reconociera y quisiera hablarme. Me senté en el rincón más escondido de las gradas a esperar que la lluvia pasara, ahí no me encontraría. Estuve sentada en calma, al menos hasta que quise ir al baño. Cuando me levanté para ir, de repente pensé que podría encontrarlo por ahí. Eso hizo que volviera a sentarme. Pasaron unos minutos, las ganas de ir se hacían más intensas y no aguanté más.
Entré al baño y no me crucé con él. Hice “mis cosas” y me dirigí al lavabo. Cuando salí vi a Naím en la puerta del otro baño. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, no sabía qué hacer. “Supongo que tendré que voltear a otro lado, como siempre”, pensé. Quise irme, pero escuché su voz.
—Hola, Alma —me dijo—, jugaste bien.
—Gracias —respondí de manera lacónica, pues estaba muy nerviosa.
—Siempre has jugado muy bien —dijo sonriendo.
Mi respuesta sólo fue una risita apagada.
—Me acuerdo de cuando jugabas en la prepa —me dijo—; también eras buena.
Después de esas palabras nos sentamos en las gradas a esperar.
—¿Cómo has estado? —me preguntó.
—Bien. ¿Y tú?
—Igual bien, gracias. ¿Y estás estudiando?
—Sí, estoy estudiando literatura.
—Qué bien. Me acuerdo de que querías ser escritora cuando estabas en la prepa.
—Sí, pero mis historias eran horribles.
—A mí me gustaban.
Nos quedamos en silencio un rato, y luego Naím retomó la conversación.
—Te he visto varias veces en la calle, pero me ignoras. Una vez te quise saludar y te volteaste.
—Perdón, es que me siento rara cuando te veo.
—¿Por qué?
—No sé.
—Dime.
—La verdad, me gustabas mucho, quería que fueras más que mi amigo, pero nunca supe cómo decírtelo.
—Bueno…, yo también te apreciaba bastante, pero no quería hacerme ilusiones: eras mayor y ya ibas a salir, además de que no hablabas mucho.
—¡Guau!
Callamos durante unos segundos. Se sintió como una confesión de amor, como cuando le dices a alguien que te gusta y te corresponde, pero luego no saben qué hacer. Naím rompió el silencio.
—Creo que ya no llueve, ya podemos irnos.
—Bueno, entonces ya me voy. Nos vemos —respondí.
Cuando recogí mi mochila, Naím me tomó del brazo.
—Espera. Toma mi número, sería bueno vernos otro día —dijo mientras me extendía su mano para entregarme un papel.
—Gracias —respondí tomando el papel, mientras el corazón se me quería salir del pecho—. Hasta luego.
Siempre fui una tonta en temas de amor. Siempre que intentaba tener un noviazgo lo arruinaba todo, pero ahora creo que esto puede salir bien. Tal vez ahora sí pueda conocer la dulce amargura que se menciona en las novelas que leo, esa que aparece en las películas.
Axel David Soto Granillo (Coacalco de Berriozábal, Estado de México, 2002). Es estudiante de la licenciatura en Lenguas en la Unidad Académica Profesional Huehuetoca de la UAEMéx.