ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Agustín

Daniela Albarrán

 

 

Cuando Marina despertó, lo primero que hizo fue preguntar por su bebé. La enfermera le acercó el pequeño cuerpo envuelto en una sábana crema. Marina tomó el cuerpecillo con sus brazos, lo acunó durante un rato. Me acerqué a ellos, pude notar su rostro pequeño y arrugado. Era perfecto, a excepción de un detalle que en un principio no quise tomar en cuenta. 

Marina y yo regresamos a casa en cuanto nos lo entregaron. No quisimos llamar ni a sus padres ni a los míos porque nuestra relación con ellos no era la ideal en ese momento y preferimos esperar algunos días para darles la noticia. Nuestro bebé, en la seguridad de nuestros brazos, era una felicidad indescriptible; por fin, después de tantos años de intentarlo, éramos padres. 

Marina estaba desbordante de felicidad y para qué negarlo, yo también. Al principio, lo cargaba, jugaba con él, le preparaba el biberón y hacía todo lo que un padre recién estrenado está dispuesto a realizar. 

Al pasar de los días, Marina comenzó a comportarse diferente: no se separaba por nada del mundo de nuestro hijo, y cuando digo nada, no exagero. Iba con él a la tienda, al baño, al mercado; a donde fuera ella, iba Agustín, así lo nombramos. 

Agustín no lloraba ni demandaba nada. A decir verdad, era un niño muy tranquilo, anormalmente tranquilo, pero eso me gustaba, no nos despertaba en la noche como lo hacían los otros bebés; eso sí, olía raro, pero no le tomábamos importancia. 

Marina, en su obsesión de no separarse de Agustín, decidió meterlo a nuestra cama, justo en medio, lo que provocó que el sexo se convirtiera no sólo en algo ocasional, sino en algo inexistente. 

Yo ya no me acercaba a Agustín. Desde que él nació ella había cambiado, algo entre los dos se interpuso, un silencio doloroso, no podíamos vernos a la cara, no nos besábamos, ni siquiera nos rosábamos. Ella, sencillamente dejó de hablarme, sólo tenía palabras para Agustín, y yo, aunque extrañaba a mi esposa, tampoco me le acercaba. 

Marina dejó de ser la mujer que fumaba conmigo, con la que podía salir a beber una cerveza por las noches, la mujer que decidió irse a vivir conmigo a mi buhardilla apestosa. Esa Marina murió el día que nació Agustín y la remplazó ese ente que estaba tendido en mi cama. 

Apelmazado en mi soledad, me refugié en lo que sabía hacer mejor: sacar borrachos del bar en el que trabajaba como barman. En otra época, pasaba todo el día con Marina y por la noche me iba a trabajar en el Trix; preparaba las bebidas y, entre un trago y otro, yo terminaba medio borracho y con unas ganas tremendas de irme a casa a cogerme a Marina. 

Ahora, no tomaba, y temía despertar a lado de Marina o peor, entre Marina y Agustín. 

Con las propinas, que eran buenas, podía comprar pañales, leche y todo lo que necesitaba Agustín, pero él, tan bueno, no usaba los pañales y tomaba poquísima  leche; Marina casi lo obligaba a tomársela. Cuando pensaba que no me hacía gastar, incluso lo quería. Pero luego me acordaba de que Marina tenía a Agustín en los brazos y nunca lo soltaba y mi repentino amor se me escapaba por los poros. 

Marina llevaba tres meses sin salir. Sus padres llamaban a la casa y a mi celular, pero no contestaba, ella me había amenazado. Un día no aguanté y le dije a su papá que su hija y el bebé estaban bien, que tenía depresión posparto. Su papá se puso intenso y dijo que quería verlos, conocer a su nieto. 

Le colgué, pero sabía que Marina no podía esconderse toda la vida, ni proteger a Agustín y yo quería recuperar a mi esposa. 

Le propuse que esa noche saliéramos. Ella se negó al principio, pero después accedió, dijo que necesitaba aire fresco, que la casa apestaba a encierro, a muerto. Dejamos a Agustín con una niñera, de esas que se contratan en una aplicación. 

Esa noche nos la pasamos bailando y sentí que Marina era otra vez la mujer de la que me había enamorado, hasta que se acordó de Agustín. 

–Tenemos que regresar –me dijo con una frialdad que me cacheteó el corazón.

No supe qué decir, estaba desesperado, encabronado. ¿Acaso todas las madres son así después de parir? 

La tomé de la mano y la saqué de la pista. 

–¿Qué carajos te pasa? –le espeté–. Agustín va a estar bien, todos los bebés van a estar bien aunque sus padres tengan una vida. Está con la niñera. 

Todo eso se lo dije gritando, pero mi voz sonó más apagada de lo que pensé. De hecho, no le dije todo lo que quería: la repulsión que sentía al verlos, el dolor de saberme solo, abandonado por ella, sustituido por “eso”.

–No te das cuenta –me dijo–, es tu hijo, nuestro Agustín. 

Comenzó a llorar, la abracé y, resignado, nos regresamos a casa. 

La niñera seguía adentro cuando llegamos y puso en los brazos de Marina a nuestro bebé. Ella sintió alivio, pero la niñera salió corriendo, asustada, ni siquiera me dejó pagarle. Marina me tendió a Agustín, su pequeño cuerpecito. Sentí que ese pequeño era mío, no importaba el mundo ni cómo era mi bebé. Sólo importaban Marina y Agustín. Juro que en ese momento sentí que Agustín me había sonreído por primera vez. 

 

Daniela Albarrán (Toluca, 1994). Es licenciada en Letras Latinoamericanas por la UAEM. Ha participado en diversos congresos nacionales de literatura y publicado cuentos en Monolito, Grafógrafxs y Castálida. Es autora de la novela La ciudad se camina de noche (Grafógrafxs, 2020) y del libro de poesía La escuela (Grafógrafxs, 2020).