ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

El cervatillo

Daniela Albarrán

 

 

Desde que mi padre murió, mi madre y yo empezamos a consumirnos en las tinieblas. Ella, triste y agotada, tomó por costumbre sentarse en la vieja silla de mi padre y pasarse los días dentro de su estudio. Su rostro se me antojaba algo marchito, y sus ojos, cuando le hablaba, miraban a otra parte, muy lejos de aquí. 

Entró al estudio y miró los ojos de su madre; pudo ver en ellos que cuando él murió se la había llevado, pero olvidó su cuerpo. Se enteró de que los amores contrariados nunca se separan, aunque la muerte, como la humedad, se les imponga. Su mamá, que antaño se alegraba de verla, ahora permanecía sentada, respirando y, sólo a veces, hojeando los libros que él en algún momento tuvo entre sus manos. 

Las cortinas de nuestra casa permanecían cerradas a causa del luto que ella nos había impuesto. No era lícito escuchar música, y nuestras antiguas visitas se cansaron de tocar la puerta. Estábamos en un encierro voluntario. Ya ni los pájaros cantaban en nuestras ventanas, y la enorme casa nos fue tragando. Los cuartos, que eran cerca de diez, se fueron cerrando y sus puertas se nos presentaban tan atrancadas que nos vimos obligadas a arrinconarnos en la planta baja. 

Se sentó en el escritorio de su padre. Era muy antiguo, decorado con finas filigranas. Acercó su nariz a la vieja madera y sintió, muy dentro de su cuerpo, su olor. Su madre, ahí presente, ni siquiera la percibía. Valeria intentó hacer ruido para ver si lograba despertarla de su letargo. Fue imposible. Ella miraba tras la ventana, quién sabe qué cosa, porque el cristal estaba cubierto de unas pesadas cortinas doradas. 

Recordó que su padre le enseñó a usar armas. Un día se la llevó de cacería. Valeria era muy niña, y en ese instante le dio pavor sostener el enorme rifle que él, orgulloso, le ofrecía. En ese momento lo sopesó entre sus manos. Él le había explicado cómo cargarlo y cómo jalar del gatillo. Ese día él casi la obligó a dispararle a un cervatillo. 

Pero no pude hacerlo, recordó Valeria. El cervatillo era tan pequeño que no tuve el valor de asesinarlo. Observé al animalito e imaginé toda la vida que le faltaba por vivir. Era tan joven y en su rostro se dibujaba una inocencia tal que en ese momento mis piernas me flaquearon, mis brazos se cayeron y unas incipientes lágrimas comenzaron a rodar por mi rostro. No tuve el corazón de arrebatarle la vida. 

Pero su padre le había enseñado algo importante: “¿Sabes por qué cazo?”, le preguntó a Valeria. “Porque sólo el diablo sabe el placer que se siente cuando alguien indefenso está frente a ti y puedes quitarle la vida o, mejor aún, concederle que viva”. 

Valeria aprisionaba ese día en su memoria como los recuerdos que a pesar de la nostalgia se rememoran en el presente con viveza. Y justo ese día tenía que recordar lo sucedido. Su cobardía frente a la muerte o, tal vez, frente a la vida.  Es un segundo en el que es posible cambiarlo todo. 

Mi madre permanecía sentada en su enorme silla, mientras yo seguía sosteniendo el arma con la que no pude dispararle al cervatillo aquella vez. Lo miré, mientras sopesaba el frío del metal entre mis manos. Pensé que tal vez, sólo tal vez, si volviera a ese día, sería valiente y jalaría el gatillo. 

Valeria sopesaba entre las manos su decisión. Acaso con jalar ese gatillo sería posible por fin despegarse de esa casa maldita que le consumía los años, la vida y su alegría. Sentía la frialdad del arma. Y en su mente tenía que hacer una elección. Aquella vez, la viveza del cervatillo le impidió derramar su sangre. Aunque ella pensara que fue cobardía, fue un acto de amor a la vida. 

Valeria posó su ojo sobre el mirador de su arma. Esta vez no era vida la que veía. Sostuvo el arma y detuvo el aliento. Sus manos le sudaban. Puso el dedo índice en el gatillo. Dijo, en un susurro, “mamá”. 

De nuevo, la delgada línea entre la vida y la muerte fue un acto de amor. 

 

 

Cuestiones de familia

 

Además, los lazos consanguíneos no son garantía
de nada. Piensa que muchas veces son los
padres, los abuelos o los tíos quienes golpean
y violan a los niños. Las familias biológicas
son una imposición, y ya va siendo hora de
desacralizarlas. No hay ningún motivo para que
nos conformemos con ellas si no funcionan.

guadalupe nettel

 

El cuento “El cervatillo” es parte de una compilación a la que titulé Cuestiones de familia, la cual no sé si algún día saldrá a la luz (yo espero que sí). A todos estos cuentos les guardo un especial cariño porque fueron los primeros que escribí y, sobre todo, porque todos fueron enchulados en el taller de narrativa de la revista Grafógrafxs, en el antiguo mundo, cuando aún podíamos reír juntos, abrazarnos y llorar en la sala Ignacio Manuel Altamirano de la uaem.

Este cuento, al igual que el resto de la compilación, trata sobre cómo nos relacionamos con nuestros padres, madres, abuelxs, hijxs y de cómo esas relaciones consanguíneas, en muchas situaciones, pueden convertirse en una pesadilla. 

Disclaimer: No escribí este y los otros cuentos a modo de autoficción, pues no tuve una familia disfuncional o que me tratara mal, sencillamente entiendo lo familiar como algo que no debería existir forzosamente, pues aunque a estas alturas de la historia se hable con mayor actitud de transigencia sobre la ruptura de los lazos familiares si es que nos hacen daño, aún no es opcional pertenecer o no a una familia consanguínea. 

Me gusta pensar que en un futuro los infantes tendrán la oportunidad de decidir sobre si quieren vivir con la familia que les tocó vivir o, por el contrario, romper con sus familias. Sé que es algo casi imposible, porque en México la institución más corrupta y difícil de romper es esa: la familia. 

También quiero decir que en Cuestiones de familia escribo cuentos de terror (independientemente de que la familia sea terrorífica o no) y que estos textos fueron inspirados en una de mis aficiones: el cine de terror. Entre las cosas que más me gusta hacer cuando estoy estresada o triste es poner una buena película de miedo, de esas clásicas que tienen una casa embrujada, fantasmas y muchos ruidos que me hagan saltar del sillón, porque no hay nada más relajante que asustarse y después sentir el bajón de adrenalina en el cuerpo. 

Finalmente, debo confesar que cuando escribí “El cervatillo” y el resto de los cuentos de esa serie “quería” escribir cuento, es decir, estaba aún muy casada con la forma y también sentía una urgencia implacable de contar historias. Pero con el paso de los años y con las lecturas realizadas he llegado a la conclusión de que los cuentos son mucho más que una forma, que puedo jugar con el lenguaje, que puedo (o no) contar historias, que puedo espetarle a Propp que todo lo que nos dijo es una mentira: el cuento puede ser escrito de muchas maneras, la forma es en lo último en lo que debemos preocuparnos y lo importante, más allá de las historias, es el lenguaje. 

 

Daniela Albarrán (Toluca, 1994). Es licenciada en Letras Latinoamericanas por la UAEM. Ha participado en diversos congresos nacionales de literatura y publicado cuentos en Monolito, Grafógrafxs y Castálida. Es autora de la novela La ciudad se camina de noche (Grafógrafxs, 2020) y del libro de poesía La escuela (Grafógrafxs, 2020).