Décimo mandamiento
Teolinda Gersão
El mendigo devoraba una costilla, sentado en los escalones de la iglesia, y tenía enfrente un sombrero, a la espera de las limosnas. Se fijó en él porque parecía tener un aire casi normal, si no fuera por la suciedad, la barba de muchos días y el mal estado de la ropa.
No era joven ni viejo, pero cuando volvió a abrir la boca —justo delante suyo— vio que tenía los dientes podridos y que le faltaban algunos. Mientras tanto, daba grandes mordidas al pedazo de carne que sostenía en una de las manos, y de vez en cuando a un pedazo de pan que tenía en la otra. Masticaba con ganas y daba otro bocado, inclinando un poco la cabeza, como acostumbran hacer los perros cuando buscan la mejor posición para clavar los dientes.
Ciertamente la costilla era suculenta y sabrosa, porque se relamía los labios, que por momentos limpiaba con la manga y el dorso de la mano. En cierto momento se detuvo, colocó la costilla y el trozo de pan adentro del sombrero y sacó de la bolsa una lata de cerveza. La abrió haciendo estallar la tapa y bebió un largo trago, después otro y otro. Eructó y recomenzó las dentelladas, hasta no quedar casi nada de carne.
Ahora ya no devoraba: roía despacio, entreabriendo los dientes, y se ayudaba con la lengua y los labios para empujar los últimos pedazos, pegados al hueso. Era una operación más tardada, pero visiblemente placentera aún. Sólo después de chupar y lamer el hueso volvió al pan, al que nuevamente mordió, bebiendo de vez en vez un trago de cerveza, como un animal buscando una recompensa.
Cuando acabó, aventó el hueso y la lata, surcó media calle, golpeando con estrépito en las piedras de la calzada. Después se acostó en el escalón y se enroscó como un perro preparándose para dormir al sol. Porque había sol, y a pesar de la hora matinal el aire no estaba frío. O tal vez estuviera frío, porque el hombre sacó un gorro de la bolsa y lo acomodó en la cabeza, tras levantar y jalar el cuello del abrigo.
Fue en ese momento que el hombre que lo miraba salió del carro y entró en la iglesia, pasando al lado del mendigo. Era siempre así, con una ida a la iglesia comenzaba su día.
Sólo que muy raramente, como aquella mañana, era él mismo quien conducía el carro. Además, pocas veces utilizaba el carro para llegar al trabajo, ya que tenía un helicóptero privado, que en pocos minutos lo llevaba de la casa donde vivía al edificio del banco. Entonces bajaba en el elevador hasta la calle y entraba en una iglesia al lado.
Aquella mañana, sin embargo, le apetecía hacer el trayecto con calma, reflexionando sobre los asuntos que le preocupaban. Las cosas andaban mal, eran necesarias medidas drásticas y urgentes. Más que nunca necesitaba de ayuda divina, de una señal, una inspiración. Dios sabía que él cumplía su deber como podía y, en un mar de dificultades, iba manteniendo el banco a flote. Pertenecía a la élite que con valentía dominaba la sociedad, sujetándola de la cabeza. Si la cabeza de la sociedad está a salvo, el resto del cuerpo social sobrevive.
Con la ayuda de Dios, la cabeza de la sociedad iba a salvarse. Todas las noches rezaba, de rodillas, por esa única intención, que contenía en sí a todas las otras. Sólo después se desvestía despacio y, como autorizara su capellán confesor, retiraba el cilicio de su cuerpo humilde.
Desde joven se mantuvo casto: sólo fornicar en el estricto cumplimiento de los deberes matrimoniales y únicamente para procrear hijos que un día estarían allí, en su lugar, sirviendo a Dios, según su doctrina y su ley.
Arrodillado en la iglesia, con la cabeza entre las manos, el hombre pensaba en esas cosas y en muchas otras que lo preocupaban. Se sentía aplastado de responsabilidad y, sin notarlo, comenzó a sollozar. Los bancos eran los cimientos; si se vencían, la sociedad colapsaba. Y él sentía una tempestad, un terremoto que se aproximaba subrepticiamente.
Un miedo sin precedentes lo invadió y se transformó en pavor. Todo él temblaba, suplicando a Dios que llegara en su auxilio. Pero la iglesia estaba oscura, envuelta en sombras, silenciosa. Y vacía.
Sólo allá arriba, delante del altar del Santísimo, cintilaba delicadamente un candil, que no resistiría al menor soplo del viento.
Se sintió abandonado, como Cristo en el monte de los Olivos, antes de beber del cáliz que Dios no vino a apartar de su boca.
La boca del hombre jadeaba ahora con ruido, como si el aire le faltara, como si todo le faltara, hasta el piso en el que se mantenía arrodillado.
Lloraba exageradamente y gemía. Acababa de pecar con gravedad. Tuvo la imprudencia de compararse con Cristo y pecó también por desesperación, dudando que Dios lo socorriera, que estuviera ahí y lo escuchara.
Esa noche flagelaría su espalda con más violencia, con el chicote que tenía pedazos de metal en las puntas. Pensó en la fuerza con la que sangraría, y en que su sangre impura derramada tal vez pudiera redimirlo de haberse comparado con Jesús, el de la sangre sin mácula, en el huerto de los Olivos.
Pero no paró de llorar, a pesar de sentir el alivio del arrepentimiento y una especie de sopor que lo invadía.
Ahora sus lágrimas le parecían deberse, de un modo inexplicable y confuso, al mendigo que viera comer con gula, al pecado de haber envidiado comer de aquel modo bruto, a aquel placer animal de clavar los dientes en el trozo de carne, devorándola con voracidad hasta el hueso.
Sentía, absurdamente, que el mendigo lo ofendía sólo por existir y sobre todo por comer así. Como si el pedazo de carne y el acto de comerla fueran una agresión y un robo contra él mismo, contra el mundo que él representaba y defendía.
Ese mundo comenzaba a temblar y amenazaba con caer.
Tal vez estaba enloqueciendo, pensó, y su entendimiento de las cosas vacilara por exceso de estrés y de aflicción.
Levantó los ojos hacia el candil del altar mayor y pidió a Dios que lo iluminara, que le señalara un camino.
Y entonces, de repente, la salvación le surgió.
Se vio en el brillante papel de benemérito firmando un compromiso de servicios gratuitos a los mendigos: distribución ilimitada de pan, vino y carne, tratamiento en las clínicas gestionadas por el banco, garantía de todos los servicios con su cremación o entierro.
La abundancia de comida poco variada los mantendría hartos y gordos, aunque no saludables, por un tiempo relativamente corto. Y, vivos o muertos, sus cuerpos se convertían en un manantial de lucro, desde la colecta de sangre a la venta de órganos, un campo libre para probar nuevas sustancias, por no hablar de cómo la grasa podría ser aprovechada en el campo de la cosmética. Bastaba saber cómo hacer las cosas, pero en eso él era experto y tenía una enorme red de colaboradores.
Claro que toda esa parte sería omitida de la vista del público y permanecería insospechada en todo lo que él dijese o firmase, con pompa y circunstancia, con las autoridades gubernamentales.
Mi Señor y mi Dios, yo os doy gracias. Aleluya, aleluya, vuestro humilde siervo fue escuchado.
Se levantó deprisa y vio la hora. Iba a llegar tarde a la reunión.
Se santiguó e inclinó delante del altar, con una reverencia profunda y agradecida; sobre todo agradecida. Mi Dios, cómo se sentía grato, pensó al bajar corriendo los escalones y azotando la puerta del carro, después de pasar, sin querer verlo, al lado del mendigo.
Traducción de Sergio Ernesto Ríos
Teolinda Gersão (Coímbra, Portugal, 1940). Estudió en las universidades de Coímbra, Tubinga y Berlín. Publicó las novelas Os Teclados y Os Anjos, así como cuatro colecciones de cuentos: Histórias de Ver e Andar; A Mulher que Prendeu a Chuva; Prantos, Amores e Outros Desvarios, y Atrás da Porta e Outras Histórias. Recibió el Grande Prémio de Romance e Novela, de la Asociación Portuguesa de Escritores, y los Premios de Ficción del PEN Club en 1981 y 1989. También recibió el premio de la crítica de la Asociación Internacional de Críticos Literarios y el Premio Fernando Namora en 1999. En 2002 se le otorgó el Gran Premio Camilo Castelo Branco.