La noche de la orfandad
Denise Ocaranza
I
De pronto, a Flavia se le enturbiaba la vista y hacía constantes ademanes para apartar de su rostro lo que sentía como una telaraña que poco a poco ascendió hasta convertirse en una nube gris que la seguía a cualquier parte. Para deshacerse de ella, Flavia intentó medicarse, correr y tomar vitaminas, pero fue en vano, la nube se le recargaba más y más porque su intención no era acompañarla, sino invadirla. Algunas veces, la nube se elevaba lo suficiente como para que el cuerpo huésped sintiera un poco de libertad, pero cada noche volvía y se acurrucaba encima de su cabeza para perturbarle los sueños.
Cuando era niña, Flavia leía a escondidas las notas rojas que se publicaban en La Prensa. Ahora sigue de cerca noticias sobre feminicidios. Entre más se publican fichas de desaparición en las que las mujeres son las protagonistas, más se impresiona; y entre mayor conmoción, mayor obsesión.
Si no tuviera que responder correos electrónicos y atender el teléfono en esa pequeña oficina a la que casi nadie entra, invertiría las horas investigando en internet sobre los casos que más llaman su atención. Cuando por fin puede conectarse y debe interrumpir su búsqueda —ya sea porque tiene otra obligación o porque ya leyó todo sobre la nota del día— la nube gris se alimenta de su frustración; esa nube crece cada vez que el ciberespacio no resuelve qué le pasó realmente a la niña enmaletada, a la joven violada en el camión, a la mujer que encontraron desmembrada entre bolsas de basura…
Para llegar al cuarto que renta tiene que caminar una larga y oscura cuadra. De un lado de la banqueta se estacionan tráileres, del otro lado hay una barda que anuncia grupos musicales. Durante ese trayecto prepara sus puños y se siente fuerte hasta que se cruza con un hombre: con la sola presencia, ella pierde valor y camina más rápido, casi corre, ingresa a la privada, abre su bolsa, busca sus llaves y entra tan rápido como le es posible a donde puede respirar tranquila.
Es de noche y sólo se escuchan los pasos cortos del niño que vive en el cuarto de arriba. Flavia se mira al espejo antes de acostarse y ve el reflejo de una mujer; una mujer que no es ella. Voltea, no hay nadie, pero el espejo le sigue mostrando el rostro de una chica amoratada, vendada de los ojos con una tela ensangrentada, con la nariz hinchada, el labio inferior incompleto, sus dientes rotos y marcas de mordeduras en el cuello. Flavia está paralizada, apenas se enjuaga la cara con agua fría, tiembla y piensa que lo único que explica el extraño suceso es que está exhausta.
Jura que evitará las noticias violentas. Se acuesta y su cabeza se hunde en la almohada. Sus pies se levantan y se alargan de tal modo que casi tocan el techo, mientras que su espalda reposa apoyada totalmente en el colchón. Flavia también había hurgado en historias sobre viajes astrales.
La luz de la mañana entra por su ventana violentamente. Se levanta enojada y más cansada que el día anterior. Le cae el agua calentísima de la regadera. Recuerda, mientras enjuaga su cabello, lo que sucedió anoche. Alcanza a ver sangre diluida con espuma escapándose por la coladera. Su periodo por fin llegó.
No recuerda cuántos meses tenía de retraso. Se enoja porque no encuentra toallas, ni tampones, ni la copa, ni nada. Ya es tarde otra vez para el trabajo. Sale a la tienda de la esquina y escucha que la hija del vecino lleva tres días desaparecida. Vuelve a su cuarto sin haber realizado la compra.
Sentada frente a su computadora, redacta, confirma citas, toma llamadas. Podría vomitar en ese mismo momento, pero se aguanta. Algo anda mal: la sangre menstrual le resbala por las piernas. Olvidó ponerse algo. Llama a su jefe y le dice que se va a casa por motivos de salud. El licenciado no alcanza a pronunciar palabra. Recorre, una vez más, esa larga y solitaria cuadra, se siente perseguida, mira atenta a todos lados, abre la puerta. ¿Está a salvo?
Flavia no se molesta en asearse y así se recuesta en el sillón. La nube, claro, la acompaña: ahora mismo imita a un gato gris echado sobre su vientre, ronroneándole. Se duermen. El rechinido de las llantas de un automóvil la despierta y ve, sentada en el sillón, a la mujer amoratada, casi traslúcida. Decide servirse un vaso de agua con unas cuantas gotas de clonazepam; la sigilosa figura espectral la sigue a la cocina, la mira beber del vaso y poco a poco comienza a desvanecerse.
El fármaco la ayudó: durmió casi once horas, no se acordó de ir a trabajar ni de comer, pero le entró la necesidad de estar limpia; ahora está sacudiendo obsesivamente su casa. Siente la nube recargada en ella y la presencia de la joven fantasma. Es joven, ahora lo sabe, se parece a la vecina desaparecida. Ya vio su foto en redes sociales y hasta en los postes de la colonia, pero ¿por qué se le aparece a ella?
Se topa con el espejo, intenta desempañarlo, se mira desdibujada, recita un poema: “Mis pupilas negras sin ineluctables chispitas / Mis pupilas grandes polen lleno de abejas / Mis pupilas redondas disco rayado / Mis pupilas graves sin quiebro absoluto / Mis pupilas rectas sin gesto innato”.
II
—Nan, no te muerdas las uñas. Me desquicias. Ya acepté acompañarte, ahora dime a qué vamos a casa de Flavia.
—Vamos a ver si está bien. No ha ido a trabajar, me llamaron de su oficina. Me tienen como contacto en caso de emergencia. No dejo de preguntarme ahora qué chingados le pasó. Así que písale, Benja.
—Ya sabes que se me suben los huevos a la garganta con la velocidad, pero voy a acelerar, sólo porque esa Fla siempre ha sido un papelito al aire que alguien tiene que parar. No podemos estar preocupados por ella todo el tiempo. ¿Entiendes eso, hermanita?
—Creí que andaba bien. Ese nuevo psiquiatra, las medicinas, no sé… quise confiar en el doctor, en ella… a veces una se cansa de preocuparse, de monitorearla; también tengo una vida, Benja. A mí sí me gusta salir y socializar, a ella no. No me voy a sentir mal por no visitarla más seguido; las últimas veces sólo nos encerrábamos a hablar sobre sus eternas angustias…
—Pues ya llegamos. Tú bájate.
Nancy toca el timbre, luego recuerda que no sirve. Toca la puerta. Nadie abre. Se acerca a la ventana y alcanza a ver a Flavia, parece dormida en el sillón, toca cada vez más fuerte, siente sus latidos en la sien al ver que su amiga no despierta. Sus pensamientos van desde romper el vidrio y meterse a la casa o llamar a una ambulancia. Sigue tocando y por fin Flavia abre los ojos. Se toma un momento para comprender que la están buscando. Nancy le hace señas para que le abra la puerta. Flavia siente que flota, pero se acerca a la puerta. Nancy, exaltada, la cuestiona, la sacude hasta que reacciona:
—Por favor, Nan, no llames al doctor Arévalo, te juro que ya casi no regreso al pasado, mi mente ya no vuelve al día en que mi papá me dejó huérfana. Estoy bien, de verdad, no es necesario que llames al doctor. No dejes que me encierren otra vez.
Se abrazan. Nancy llora de desesperación y Flavia de tristeza. “Mis pupilas oscuras piedras caídas”, repite una y otra vez. Ambas saben que es momento de preparar la maleta para reingresarla a la clínica. Nadie sabe cuántas veces Flavia tendrá que intentar una vida “normal”.
Nota
Alguna vez mis amigas y yo comentamos que debíamos escribir en una libreta los nombres de nuestras parejas o acosadores, sus datos de contacto y el lugar al que creíamos que podrían escapar si nos hacían algo, porque “una nunca sabe”. Llegar a ese punto me pareció terrible, pero también necesario, pues todos los días se registran mujeres secuestradas y asesinadas en el mundo.
Cada vez que salgo sé que podría no regresar, que podría ser parte de esta realidad que deja hogares vacíos, dolor, incertidumbre y rabia. Desde que me hice consciente de mis miedos (que por ser cotidianos parecían ocultos) me convertí en una mujer más valiente que sabe sobre su derecho de adueñarse de la calle y de otros espacios públicos, una mujer que por temor no va a dejar que le arrebaten la capacidad de decidir. Si bien en este momento me siento fuerte, no siempre es así, creo que hablo por varias mujeres al decir que el miedo, además de ser parte de nuestras vidas, a veces nos supera y nos exige un mayor esfuerzo emocional y físico. De esto surgió “La noche de la orfandad”.
Escribir solía ser para mí algo muy íntimo, pero de unos años para acá, el papel se ha convertido en una voz que quiero que sea escuchada. Soy una observadora de mi entorno, del que nacen varias historias, pero cuando una clama por ser contada más que otra detengo todo y me obsesiono con el proceso de escritura hasta que lo termino. Al final, lo que más me importa es que le doy vida a un pequeño mundo que dice mucho de lo que soy, de lo que quiero ser y a veces hasta de lo que me impide serlo.
Denise Ocaranza (Toluca, México, 1986). Es licenciada en Letras Latinoamericanas por la UAEM, escritora y correctora de estilo. Es autora de El ladrido secreto (UAEM, 2017). Ha colaborado en Sinfín, Universitaria y Plástico. Revista Literaria. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.