ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

No le digas a nadie[*]

María Fernanda Rodríguez

 

 

Nada de lo que sucedió esa noche fue planeado. Fue en agosto. Coincidió que celebrábamos veinte años de matrimonio. Desde que lo conocí supe que Claudio no era el tipo de hombre al que le gustaría tener hijos, así que optó por la vasectomía. Yo tampoco he sido una mujer de emociones fuertes y la maternidad no me alucinaba.

Hemos gozado de una vida bastante cómoda y no gracias a mí. Mis ínfulas de escritora nunca fueron más lejos que un par de publicaciones sin frutos. Él es oficial de la policía.

Esa noche de domingo nos dio por salir a tomar un café y así romper con la rutina. Ignoraba, por completo, los desafíos que la noche me traería.

En una colina, muy cerca a la cafetería, estacioné el auto. Una SUV grande color negro de vidrios polarizados impenetrables que yo solía manejar con arrogancia los días que mi esposo no estaba en servicio. Advertimos, a corta distancia, una monumental carpa multicolor. El anuncio nos reveló de lo que se trataba: Festival Paladino. Un festival que cada año trae música y, sobre todo, venta de curiosidades. Compramos dos tazas de café y nos internamos en aquel ambiente festivo. Enormes monigotes bailaban al estruendoso ritmo de la salsa. Una vez dentro, la venta de chucherías rodeaba el lugar y esa fue nuestra principal atracción. El gentío hacía difícil caminar de a dos. Apenas iniciábamos nuestro recorrido y de inmediato quedé sorprendida con la exposición y ofertas del negocio de bisutería. Entonces escuché a mi oído:

—Amor, tómate tu tiempo, yo me adelanto. —Asentí y él avanzó varias tiendas internándose en la gran carpa.

Tardé, a lo mucho, diez minutos entre probarme unos cuantos collares, escogerlos y pagar. Ahora que traigo a la memoria esos detalles me doy cuenta de que el tiempo carece de valor. Mi café seguía caliente cuando me di cuenta de que mi esposo y yo nos habíamos separado en un instante. Lo perdí de vista. Caminé sola por los puestos de venta, que estaban organizados uno al lado de otro. Supuse que en cualquier momento lo volvería a encontrar.

La siguiente tienda vendía muñecas de porcelana. Había una gran variedad en exhibición. Muchas de ellas con sonrisas pintadas y otras con rostros sombríos. El vendedor me clavó sus ojos verdes, expectantes. Le sonreí, negando con la cabeza a su interés por venderme muñecas, pero fue inútil. Puso en mis manos una de las más bonitas, de vestido rojo y pestañas largas brillantes.

—Cincuenta dólares —dijo, con un acento que apenas pude entender—. Compra para tu hija, tienen el mismo vestido —opinó mientras empinaba la barbilla señalando a una niña que, de repente, apareció a mi costado.

No me había fijado que aquella pequeñita estaba junto a mí, muy cerca. Me llegaba un poco más arriba de la rodilla. El colorido y la cantidad de muñecas también llamaron su atención. La niña tenía la piel blanca y los cachetes rosados. Los ojos oscuros y las pestañas largas. El cabello demasiado largo para una niña tan pequeñita, pensé. De verdad ella también llevaba un hermoso vestido rojo. Lo cierto es que cuando el vendedor indicó a la pequeña como mi hija volteé y al encontrarme con la dulzura de su sonrisa algo despertó en mí, algo que dormía o bien algo que no existía y que apenas germinó, un amor maternal. El acunar, el sentirme dueña y madre de una criatura así, tan sonriente, tan chispeante. Un escalofrío me corrió la piel e intenté sacudir esas ideas siniestras que a veces se apoderan de mí, pero insistente ella me sonreía y me miraba sin miedo. Muy despacio me hinqué para alcanzar su altura. Le pregunté si le gustaba la muñeca que tenía en mis manos y asintió con la cabeza. Aproveché para acariciarle el cabello y sentir sus mejillas suaves con la yema de mis dedos. Sospeché que quizá huiría al sentirse invadida por una extraña, también creí que alguien me la arrebataría en cualquier momento, pero no. Entre susurros, para que sólo ella me escuchara, le pregunté: 

—¿Dónde está tu mami? —Y, con el índice, apuntó hacía ningún lugar. Volteé a ambos lados para confirmar si alguien acaso nos estuviera viendo. Nadie. Sólo el bullicio y el desorden. En aquel instante no supe si el destino me estaba jugando una broma pesada o quizá era la casualidad que se mostraba sublime con ese, apenas descubierto, deseo de ser madre. Lo que haya sido, si a lo mejor me hubiera dado tiempo a pensarlo dos veces, esta historia sería diferente, pero no lo hice. Me acerqué a su oído y en secreto le propuse:

—Ven conmigo y te doy la muñeca.

Dudó al principio sosteniendo el índice entre los labios y balanceándose de un lado al otro, pero no le di oportunidad a la desconfianza y mostré mi mejor sonrisa. Extendí hacia su rostro la muñeca, hermoso anzuelo que me ayudó a recordarle que podría ser suya si venía conmigo. Su sonrisa y la chispa de sus ojos me alentaron. Pagué los cincuenta dólares. La tomé de la mano y me la llevé. Caminamos lento por unos segundos. Volteé, a los dos lados, dos veces y nadie apareció. De nuevo me agaché y le entregué la muñeca. Es tuya, le dije. La niña la abrazó y yo abracé a la niña. Me la llevé. Sentí mis mejillas encendidas. Una vez fuera de la vista del vendedor, ojos de gato, me abrí paso entre la multitud. Corrí colina abajo hacia el auto. Le prometí que jugaríamos y le dije que pronto vería a su mamá, había comenzado a preguntar. Para entonces mi corazón palpitaba tan fuerte que me zumbaba en los oídos. El pulso me provocó temblor en las manos. La adrenalina me subía desde la planta de los pies hasta la cabeza y de algún modo me daba fuerzas. En ese instante un millón de imágenes pasaron por mi mente. Tener un hijo me asustaba, pero en aquel momento esa criatura hermosa estaba en mi auto bajo mi responsabilidad total, una niña a quien cuidar y algo, un sentimiento que nunca antes creí sentir, brotó desde lo más hondo del corazón como un recluso que saborea la libertad. Jugamos con la muñeca y su risa me cautivó, jugamos también con los collares que había comprado. Saqué mi celular y me atreví a tomar algunas fotos de nuestros rostros felices, felicidad que duró sólo unos minutos. Inventé una galaxia diferente para mí y para ella. Encendí la radio para sentirnos a gusto. El auto se convirtió en la casa de su muñeca nueva, yo me convertí en su madre y ella, una desconocida de quien yo me había apoderado, en mi hija.

No sé cuánto tiempo estuvimos en el auto, pero no mucho. Y tampoco sé qué fue que lo que la hizo sollozar. Quizá cuando el juego terminó, tal vez la oscuridad de la noche o quizá pensó en su mamá y la extrañó, no sé. El asunto es que la vi indefensa y, al verla llorar, más indefensa que ella, yo.

De repente vi llegar una patrulla de policía. Parqueó muy cerca de nosotros. Suspiré hondo sintiéndome a salvo tras los vidrios polarizados del auto. Fue ahí que caí en cuenta de lo que había hecho y un miedo terrible me entumió las manos. Me sentí rodando, y sin frenos, en una gran bola de nieve. Le sonreí, con el semblante nervioso, con la respiración entrecortada. La niña comenzó a preguntar otra vez por su mamá y en vano la consolé. Advertí que la policía cercó la carpa del festival y nadie podía salir. Supuse que comenzaron a buscarla.

La vida me tenía en sus manos viviendo sin el trazo respectivo del destino y en ese momento era yo la única encargada de escribirlo. La niña dejó la muñeca y asustada me abrazó pidiéndome ver a su madre. Entonces tomé mi celular y llamé a Claudio. El sonido del teléfono me devolvía, poco a poco, a la realidad, mientras un sudor frío corría por mi piel. Contestó el buzón de mensajes y colgué sin decir nada. Tampoco sabía qué decir. Tenía a la pequeña llorando abrazada de mí y yo empapada en sudor. El teléfono se me resbalaba de las manos. Sentí mis dientes rechinar de ansiedad. Sonó mi celular. Me devolvía la llamada. Contesté y su voz en calma me advirtió lo que yo ya sabía. Una niña de tres añitos estaba desaparecida y la policía apenas había iniciado las investigaciones. Sospechaban que la pequeña todavía estaba dentro de la carpa porque nadie vio salir a una niña sola. Mi esposo estaba en su día de descanso y no quería involucrarse en cuestiones de trabajo, pero no le di la oportunidad y en seco le dije:

—Yo tengo a la niña.

El tono de mi voz me delataba completa. Un silencio helado nos invadió y mis palabras se hundieron en algún punto de mi pecho provocándome un dolor punzante. Lancé una explicación falsa:

—Vine al auto a dejar mis collares y a buscarte, y vi a la niñita caminando sola y llorando. Yo la tengo, por favor habla con los policías y explícales. Voy hacia allá.

Por el sonido de su respiración pensé que me creyó. Cerré el teléfono.

Eso fue lo único y lo mejor que en aquel momento se me pudo ocurrir. Cuando regresé a la carpa, con la niña en brazos, la policía ya me esperaba. La devolví. Nadie dudaría en la versión de la esposa de un oficial de la policía. Yo me aferré a mencionar que la casualidad me había escogido como protagonista de esta circunstancia tan siniestra, mientras que la madre de la pequeña dijo que no era casualidad, sino un milagro y, abrazándome, me dijo que yo era un ángel.

Ya de regreso en el auto, con los nervios aún alterados, mi esposo se ofreció a manejar. La muñeca estaba allí, olvidada en el asiento. La tomé y la acerqué a mi rostro. Inhalaba el que pensaba era el último suspiro de la noche, pero me supo amargo. Me encontré con los ojos gatos del vendedor de muñecas. Lo vi a través de la ventana. Estaba parado, en la calle, observándome, con el ceño arrugado. Fumaba. Nos contemplamos el uno al otro por un rato. Sentí que la tierra se detenía. La incertidumbre me cortó la voz.

—¡Qué suerte que fuiste tú quien encontró a la niña!

La voz de Claudio me despertó de ese embrujo. Arrancamos y la distancia, que iba creciendo mientras nos alejábamos del lugar, me devolvía de nuevo el aliento. Tomé mi celular y borré una a una las fotos.

— ¡Sí, qué suerte! —murmuré con lo que me quedaba de voz.

 

María Fernanda Rodríguez (Quito, Ecuador, 1979). Es máster en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca, España y cuenta con la certificación de Escritura Creativa por la Universidad de Toronto, Canadá. En 2019, obtuvo el primer lugar del XIV Concurso de cuento Nuestra palabra Canadá; y en 2022, el premio Marina Nemat de Escritura Creativa, otorgado por la Universidad de Toronto. Cuentos suyos aparecen en las revistas Visor y Casapaís, así como en las antologías Nostalgia bajo cero (Editorial Lugar Común, 2020), 2da Antología de la Feria Internacional de Nueva York (2021) y ¿Dónde están los otros? (Ediciones Alborismos, 2022).

 

 

[*] Este cuento forma parte de la antología Nostalgia bajo cero (Editorial Lugar Común, Ottawa, 2020).