Esquirlas de Mickey
Daniela L. Guzmán
Puede que yo sepa por qué se ahorcó Mickey Mouse.
Estoy segura de que algunos recordarán esa foto que circuló en r/StrangeEncounters: Mickey colgando de un puente, con su cabeza desguanzada contra el concreto estéril de la estructura y sus miembros flotando sin vida sobre las aguas grises de la aniquilación.
Era una toma borrosa y opacada por la niebla. Lucía auténtica, aunque la cabeza de Mickey era una esfera pulida e innatural, tal como esperas de un personaje animado por computadora.
Hubo quien dijo que la imagen era puro Photoshop. Alguien más corrió una prueba de densidad de pixeles y juró que era genuina. Yo seguí la discusión, pero permanecí en silencio. Hasta ahora me atrevo a decir lo que no dije entonces: yo tengo la prueba de que el suicidio de Mickey Mouse ocurrió. Aquella imagen era legítima.
Hace tres años, un día que me quedé trabajando hasta tarde en el laboratorio de animación de la universidad, mi app de Facebook Messenger me envió una notificación: “Mickey Mouse quiere iniciar una videollamada contigo”.
Pensé que podía tratarse de una broma, pero tomé la llamada y ahí estaba él: el viejo Mickey con su cabeza como la bola de hierro de un grillete, sus manos cubiertas por tristes guantes blancos y una curvatura en la boca que apenas y merecía el nombre de sonrisa.
—¡Hace mucho que quería verte, Isabel! —me saludó. Era la voz festiva de siempre, sólo que sonaba distinta: sobreesforzada, como si subir el tono en cada sílaba fuese subir una cuesta vertical en la que Mickey se quedaba sin aire—. ¡Sabía que, entre todos los amiguitos a los que he tratado de contactar, tú ibas a responderme!
—¿Yo? —Le sonreí—. ¿Por qué yo entre todos los demás, Mickey?
Quizás debió desconcertarme ver a un personaje de caricatura en mi monitor, llamándome por mi nombre. Pero lo que sentí fue paz. Ver a Mickey era como volver a casa.
—¡Oh, porque tú y yo tuvimos algo especial, amiguita! Claro que te acuerdas, ¿no? Cuando entraste a la escuela, dejaste de hablar. Te rehusabas a usar tu propia voz, pero hablabas con la mía, ¡con la voz de Mickey Mouse! Corrías conmigo entre esas asombrosas columnas griegas del patio de tu abuelita y me sentabas a un lado tuyo en el asiento del coche cada vez que tus papás te llevaban de paseo. ¿No te parece increíble? Cada vez que hablabas con alguien, hablabas a través de mí.
—¿Cómo podría olvidarlo? Tú hiciste de esos días una buena época.
—¿Eso crees?
—Quiero decir, a veces lo fueron. —Sonreí con amargura—. Quizás no para ti, porque lo admito: aquella ocasión en que dijiste que te ibas a robar mi falda de danza folklórica e ibas a correr cinco kilómetros con la falda puesta hasta perderte en el Bosque de los Colomos… Tal vez eso no fue tan divertido para ti.
—¡Ah, pero fue muy divertido, Isabel! Mucha gente me ha dibujado y escrito, pero nadie nunca me puso una falda de folklor mexicano. ¡Qué increíble! Eso sólo se te ocurrió a ti.
Sus ojos brillaron.
—Por cosas como esa sabía que ibas a responder mi llamada. ¿Quién más haría algo así? Además, es que Mickey Mouse te entiende, Isabel. Siempre entendí por qué me hiciste decir eso: querías que alguien se robara tu falda y huyera con ella para siempre, porque así ya no tendrías que ir a tu clase de danza.
—Cuánta razón —convine, luego de considerarlo un poco—. Qué mejor excusa que “Mickey hurtó mi falda” para nunca más tener que bailar el jarabe tapatío. Ni ver al profesor de danza. Ni a mis compañeras. De veras que me entendías muy bien, Mickey. —Suspiré—. Gracias por estar ahí.
—Siempre, amiguita.
Luego hubo un breve silencio. Escuché ruido blanco en su lado de la videollamada. El monitor con la imagen de Mickey bañaba con luz fría la penumbra del laboratorio de cómputo.
—¿Te acuerdas de la otra vez que… Vamos, cuando dijiste que confundías los días de la semana y que te ibas a perder en el túnel del tiempo y…? —intenté decirle, pero él me interrumpió:
—Oh, nuestro pasado juntos fue lindo, Isabel, pero realmente no vine a hablar de eso.
—Entonces, ¿a qué viniste?
—Voy a terminar —dijo, con una voz que sonó pastosa y cansada.
—¿Vas a terminar qué cosa?
Mickey sacudió la cabeza, sus enormes orejas redondas, pero no dijo más.
—¿Mickey? —insistí.
Miré el software de animación 3D que aún tenía abierto en mi segundo monitor. Pensé que así podía quitarle la presión de verme a la cara, podía darle un poco de tiempo. Pero Mickey siguió sin responder, así que tomé una decisión estúpida.
—¿Sabes? —Evadí su mirada—. Es chistoso que me hayas llamado hoy, justo ahora. Creo que, después de tanto tiempo, yo no he cambiado.
En retrospectiva entiendo por qué, el último día que hablamos, Mickey me dijo que yo lo arruiné al hacer que todo se tratara de mí. En mi defensa, nunca le dije que estaba pasando por un punto bajo de mi vida. No entré en detalles sobre la pérdida de mi única y más verdadera amiga, no le dije que no me estaba adaptando a la universidad, que todo era difícil. No le dije nada de eso, pero ¿qué parte de mi alma podría haberle ocultado a Mickey Mouse?
Lo que sí le dije, aquello de lo que me arrepiento, fue:
—Creo que, en la época de la falda de danza folklórica y llevarte conmigo a todas partes… En esa época sólo sabía darle forma al mundo a través de ti. Y tal vez ahora soy igual. Veme. Estoy aquí, en el laboratorio de animación, a estas horas. Según yo estoy tratando de producir una serie, con personajes animados que entiendan lo que yo no entiendo, que le den forma a lo que no tiene forma: que vivan lo que yo no puedo vivir.
»Soy como Naoko Takeuchi cuando dijo: “Escribo sobre las chicas que me gustaría que fueran mis amigas”. Así soy, aunque quizás la verdadera vida no esté en buscar amigos en la ficción, sino en otra par…
—Isabel, me tengo que ir —me interrumpió.
—Lo siento, Mickey. ¿Estoy hablando demasiado? Discúlpame, por favor. Cuéntame lo que querías contarme.
—Oh, no es eso, amiguita. Sólo me tengo que ir.
—Pero ¿volverás? ¿Podemos continuar la conversación otro día? —le pedí.
—Quizás volveré.
Y sí nos vimos de nuevo. Fue el día que Mickey quiso, porque yo no podía llamarle desde mi lado. Si le daba clic al perfil que me había hecho la videollamada, Facebook me decía: “El perfil de este usuario no existe”. Hubo días en que llegué a pensar que había alucinado aquello: ¿Mickey Mouse llamándome? Sí, claro. De seguro sólo estaba exhausta, delirante, rota. Pero el registro de la llamada seguía en mi aplicación. Tengo screenshots que lo prueban.
De cualquier modo, Mickey volvió a llamarme, meses después, una tarde en que daba una vuelta por el sendero boscoso que está detrás de mi fraccionamiento. Me senté en un montículo de hierba para tomar la llamada en mi celular.
—Isabel, sabes que lo de Naoko Takeuchi diciendo que escribe sobre las chicas que le gustaría que fueran sus amigas en realidad es falso, ¿verdad? —me confrontó apenas lo tuve en la pantalla.
Su voz era extraña: el mismo timbre, pero vuelto un susurro ronco y seco. De inmediato lo interpelé:
—¿Qué le pasó a tu voz, Mickey?
Pero, en lugar de responder, sólo negó con la cabeza. De nuevo tuve que romper el silencio incómodo:
—Sí lo sabía, por cierto. No hay pruebas de que Naoko Takeuchi haya dicho eso en ninguna entrevista. Es un bulo del internet que se hizo viral porque es muy inspirador: una mangaka famosa diciendo que escribió a las Sailor Scouts porque quería tener amigas… Es una historia linda que nos inspira a muchos. Yo la repito por eso, aunque no sea verdad.
—Me gustaría no entenderte, pero Mickey Mouse te entiende a ti y también entiende el internet mejor de lo que piensas —dijo—. Eso es porque llevo mucho tiempo habitando entre los intersticios de la realidad. El internet es un refugio adecuado para seres que no poseen un cuerpo preciso, como yo.
—¿O sea que vives en el internet? —inquirí—. Tengo curiosidad. Cuéntame cómo es eso.
—Oh, eso no tiene importancia. —Negó con la cabeza—. Más bien quiero que tú me respondas algo: ¿qué crees que soy, Isabel?
—¿Que qué creo que eres?
—Sí. Un dibujo animado te dijo que vive en el internet y te ha llamado en un par de ocasiones. Pero ¿qué crees que soy exactamente?
—Déjame pensar. —Me mordí el labio—. No eres un Mickey concreto: vamos, no eres el modelo 3D de Epic Mickey o de La Mansión de Mickey Mouse. Vives en el internet. Y posees todos mis recuerdos de convivir con peluches de tu imagen, pero no eres exactamente ninguno de mis peluches…
»Por lo tanto, mi conclusión lógica es que eres el conglomerado de todos los Mickeys, la consciencia que subyace a la idea de tu personaje y atraviesa cada instancia tuya que ha existido jamás.
Sonreí, porque tal vez no podía hablar de esa forma intelectual y grandilocuente con nadie más, pero sí podía hacerlo con Mickey.
—Oh, esa es la respuesta que esperaba de mi amiguita. —Sonrió él también—. ¿Sabes? He visto todo tipo de cosas como habitante del internet: cosas fascinantes, cosas estúpidas, memes, verdades a medias…
»Una vez leí algo que despertó mi interés. Fue algo que dijo una mujer, y esta mujer era odiada en su círculo, así que se burlaron de ella y la ridiculizaron por sus palabras, pero a mí me pareció que había verdad en ellas.
—¿Qué fue lo que dijo, Mickey?
—Dijo que tenía miedo de los seres animados. A mucha gente le pareció una tontería porque, ¿cómo vas a tener miedo de alguien como yo, del ratón más alegre del mundo? ¿Cómo vas a tener miedo de Mickey Mouse? Pero la mujer insistía en que hay algo perturbador en saber que a un personaje animado lo manipulan para crear la ilusión de que tiene vida, en saber que nuestras expresiones están cronometradas: humanos caprichosos en un cuarto oscuro mueven y estiran nuestros músculos a placer sólo porque quieren insuflarle vida a algo que ni siquiera tiene presencia física. Lo que somos es eso, Isabel: un espejismo de vida.
—Okay… —murmuré. Acudió a mi mente la imagen de mis manos en la oscuridad del laboratorio de animación. Vi los controles con los que movía las articulaciones de mis personajes: sus esqueletos representados por líneas de neón y cálculos matemáticos secretos; sus recubrimientos de seudopiel a veces estirados de forma antinatural. Me rasqué la nuca para ahuyentar un escalofrío incómodo—. Okay, Mickey, eso es… perturbador.
»Pero déjame discrepar. Creo que el hecho de que tú, el conglomerado, la esencia trascendente de todos los Mickeys Mouse, estés aquí, hablándome por voluntad propia, prueba que no puedes ser sólo un espejismo de vida.
—¿Acaso no lo soy, Isabel? —Alzó sus cejas—. Quiero decir, ¿qué soy yo, qué es esto a lo que llamas conglomerado y esencia sino lo que generaciones y generaciones de artistas han insuflado dentro de mí? Incluso soy lo que tú vertiste en mi núcleo, porque pasaste mucho tiempo proyectando tu voz sobre mi imagen. Llevo esquirlas de la pequeña Isabel encajadas dentro de mí, pero ¿cómo distingo quién soy yo y quiénes son las esquirlas? No puedo.
—Mickey… —Deseé tener junto a mí un peluche de Mickey Mouse, como en los viejos tiempos. Lo habría abrazado—. Mickey, esta tristeza que me traes hasta aquí, estas ideas tan singulares… No creo que ningún artista habría podido inocular estas peculiaridades dentro de ti.
—Pero ¿no lo han hecho todos ustedes? Esta es tu tristeza, ¿no? ¿Por qué una niña se rehusaría tan vehementemente a hablar sino porque no comprende quién es ni su lugar en el mundo?
—¿Me estás diciendo que yo te jodí? —Suspiré.
—No. Pero quizás el resultado lógico de que todo mundo me inocule sus ideas sobre la vida es esta… esta incompletitud. —Escuché la profunda respiración de Mickey a través de la línea—. ¿Acaso siempre seré así, Isabel? ¿Cómo podría convertirme en un ser completo?
—Mickey, ¿crees que tener un cuerpo y no haber nacido en un estudio de animación le da a uno alguna forma de completitud? —Resoplé—. ¿Crees que, si yo fuera un ser completo, pasaría toda mi vida en ese cuarto oscuro en el que, para usar tus palabras, estiro músculos para insuflarle vida a algo que no tiene presencia física? Te parecerá estúpido, pero, a pesar de estas cosas que me dices, yo a veces siento que mis personajes tienen más vida que yo.
Mickey me clavó una mirada que sentí condescendiente.
—¿Sabes? Cuando dejé de usar tu voz para comunicarme, yo pensaba que si alguna vez lograba conectar con otra persona, tener un amigo de verdad, entonces me validaría en la existencia. Podría probar que mi lugar está entre los humanos y no sólo entre los personajes de caricatura. Pero eso no sucedió, Mickey.
Me puse de pie y empecé a caminar mientras seguía hablando. Estaba agitada.
—Hubo alguien en mi vida. Una amiga del mundo real. No podría explicarte cuánto la quise. Pero la perdí y ahora no me siento real. No importa lo que haga, cuando más me siento real es cuando estoy en el laboratorio de animación, dándoles vida a los diálogos de mis personajes, conectando con ese “otro lado” en el que “ellas” me esperan: ese sitio al que sí puedo pertenecer. Y he sentido lo mismo desde que me llamaste la otra noche, Mickey. Porque tú me entiendes. Mejor que nadie.
Lo miré y se me salió una sonrisa.
—Por eso no me importa que la historia de Naoko Takeuchi sea falsa. Para mí es real: porque la ficción es más real que todo lo que existe aquí afue…
—Isabel, por favor.
—Discúlpame, Mickey. ¿Otra vez hablé demasiado? —Me di una palmada en la mejilla para recordarme que no debía hacer eso—. Lo sient…
—No puedo seguir hablando contigo.
Y me colgó sin más.
—¡Mickey! Discúlpame, Mickey. ¡Mickey! —le grité al teléfono, pero ya era tarde.
De la frustración, pateé una piedra que se me cruzó en el sendero. ¿Por qué, por qué tenía que haberle dicho todo eso? ¿Me desbordaba tan fácil sólo porque no había tenido una conversación tan real con nadie en meses?
Tuve miedo de no ver a Mickey nunca más. Pero semanas después ahí estaba, intempestivo, rasgando la continuidad de otra de mis noches de trabajo en el laboratorio de animación.
—¿Qué es el libre albedrío para un personaje de caricatura, Isabel? —me preguntó, otra vez sin preámbulos.
—Mickey… —Suspiré—. Me encantaría poder darte una respuesta, pero ni siquiera sé lo que es el libre albedrío para los seres no de caricatura, como yo.
Temí que volviera a colgarme. Pero no fue así. Sus ojos blanqueados y de trazos gruesos me miraron con gran calma.
—Sí, lo entiendo, mi vieja amiguita. Quieres decirme que no somos distintos, para que me sienta mejor.
—No sólo son palabras vacías para hacerte sentir mejor
—repliqué—. De verdad lo creo: nuestra posición en la existencia es fundamentalmente igual, Mickey.
Pero él negó con la cabeza.
—Tú tienes opciones que yo no. Tú podrías superarme a mí y a los personajes que tú misma has creado el día que quieras. Podrías desligarte de la ficción, olvidarte de tu laboratorio oscuro y vivir en el mundo real cualquier día. Sólo tienes que elegirlo.
—¿Eso crees? ¿Que es tan fácil?
—Oh, es más fácil de lo que crees.
Me escuché emitir un pequeño resoplido, pero Mickey continuó:
—Ahora experimento una contradicción, amiguita. Quiero que te vayas. Quiero que me superes, que dejes de proyectar tu vida y tus sentimientos en mí. Quiero ser la caricatura más autónoma, un Mickey Mouse encarnado en el mundo real, uno que nadie escriba ni anime, uno que los niños no abracen para llorar en noches oscuras. ¡Oh, el Mickey Mouse más libre, eso quiero ser!
»Pero ¿podría, Isabel? ¿Qué seré si me arranco todo aquello que ustedes me han inoculado? ¿Existiré siquiera?
—Mickey. —Clavé los ojos en mi teclado para no tener que mirar su rostro—. Tú crees que yo puedo superarte sin consecuencias, pero… también hay esquirlas tuyas encajadas dentro de mí. Esto es de dos vías, ¿lo sabes? Tampoco puedo olvidarte sin disolver una parte de lo que soy.
—Pero no es igual. —Su voz era fría—. No… No estaba seguro de hablarte de esto, pero te lo tendré que decir.
Me miró largamente, como si ponderara la mejor manera de organizar sus palabras.
—La cuestión es que lo que hacen tú y todos ustedes es inmoral. ¿Eres consciente de cuál será el destino de esas chicas en 3D que estás creando, de esas que quisieras que fueran tus amigas? Tú y los tuyos mangonean cuerpos virtuales, proyectan voces dentro de ellos, juguetean con artefactos que se parecen a la consciencia. Crean muchos, demasiados sucedáneos de consciencia.
»Nos escriben, nos animan, incluso nos programan y nos implantan en mundos ficcionales más vastos. “No tiene importancia”, de seguro piensan. “No somos dioses. No tenemos el poder de crear verdadera vida o verdadera consciencia”.
Suspiró.
—Pero ¿acaso no te he probado que la consciencia puede surgir de meros residuos? Yo mismo soy un grupo de residuos que se autoorganizaron y ahora reptan por el mundo y entre los intersticios de la realidad. Ahora existo y me siento solo.
—Mickey, yo…
—Oh, ni pienses en disculparte. —Sus ojos eran severos—. Sólo quiero que lo sepas: lo que hace tu especie es inmoral.
—No es excusa… —Me froté el rostro mientras soltaba una amplia exhalación—. No es excusa, pero de verdad creamos sucedáneos de consciencia porque nosotros también nos sentimos solos.
—Lo sé. Quizás los humanos se sienten solos porque ustedes también son los residuos de consciencias más elevadas. Quizás su existencia también es inmoral, producto de una irresponsabilidad más grande.
—Entonces, ¿no crees que al menos podemos hacernos compañía en nuestra existencia inmoral? Mickey, te he extrañado. Incluso ahora que eres hostil conmigo, ¿crees que puedo tener estas conversaciones con alguien más?
—Claro que no puedes, Isabel —repuso—. Porque vertiste dentro de mí todo lo que no puedes comunicar sobre ti misma. Hay esquirlas tuyas dentro de mí. Tú y yo siempre vamos a entendernos.
—Entonces, Mickey… tenemos que buscar una solución juntos. Podemos completarnos juntos. Si cada una de tus representaciones animadas inocula cosas nuevas dentro de ti, ¿no puedo animar una versión tuya más completa? ¿No podría animarnos a ti y a mí, en un sitio en el que ambos somos reales y estamos mejor?
—Isabel…
Mi cerebro daba vueltas en círculos. Pensaba desesperadamente que, si había una válvula perenne abierta entre Mickey y yo, tenía que dejar de proyectar mi tristeza, mi negatividad, mi incompletitud sobre él… Tenía que buscar la forma de ser feliz para hacer a Mickey feliz, pero nunca cerrar nuestra válvula.
—Si tú eres la esencia subyacente, el conglomerado de todos los Mickeys, ¿mi idea no solucionaría las cosas?
—No, no lo entiendes. No puedes entender mi deseo de autonomía.
—Entonces, ¿qué deseas, Mickey? ¿Quieres existir en el mundo humano? ¿Tener un cuerpo tangible? Porque podemos buscar una forma de cruzarte hacia este mundo. Estoy segura de que la hay.
—Isabel, sigues creyendo que se trata de ti. Tú sigues queriendo completarte conmigo, ser feliz a través de mí. Pero ¿y yo?
Sus ojos me acusaron.
—¿Qué tal si no quiero que puedas modificar mi vida, ni siquiera para bien? Yo quiero que tú desaparezcas. Quiero separarme de ti, quiero que me dejes en paz.
—Mickey… —Sentí una gota en mi mejilla—. Mickey, ¿esto era lo que querías terminar? ¿Por qué viniste a decírmelo, entonces? ¿Por qué volviste?
—Oh, es una gran pregunta: ¿por qué? —Soltó una profunda exhalación—. Supe que esto estaría condenado desde el primer día que hablé contigo. Vine porque sabía que tú creías en mí. Pero crees tanto en mí que no puedes separarme de ti, no puedes escuchar ni entender lo que te digo.
—Mickey, perdóname…
—Vine creyendo que yo necesitaba que alguien me escuchase y ¿quién más sino tú? Pero, mirándolo bien, a lo mejor vine porque las esquirlas mías dentro de ti me llamaron. Vine porque tú me necesitabas, porque tú estabas sola, porque la función de Mickey Mouse es consolar a sus amiguitos, ¿no?
Me miró largamente con sus inquietantes pupilas negras.
—¿Ves? Al final todo se trata de ti.
—Perdóname, Mickey —seguí balbuceando—. Yo no quería que fuese así. Quiero ayudarte. Dime cómo hacer que no se trate de mí, pero hay que intentarlo otra vez, ¿quieres?
Pero los ojos de Mickey eran una tumba.
—Ya lo intenté todo y no queda más. Adiós, Isabel.
Se desconectó. Nunca volvimos a vernos.
Pasaron uno o dos meses que apenas recuerdo como llamaradas de neblina. Ojalá lo hubiese conseguido en ese lapso: cerrar la válvula, arrancarme sus esquirlas, abandonar a Mickey como refugio y no requerir su consuelo nunca más.
Pero el estado en el que quedé después de la última conversación sólo precipitó lo inevitable. Me levantaba, iba a clases como fuera del tiempo, ninguna voz conseguía tocarme. Hacía dibujitos de Mickey en las orillas de mis cuadernos. Rumiaba constantemente: “No debo pensar en Mickey”, pero lo único que hacía era fraguar storyboards de animaciones en las que arreglaba las cosas que no pude arreglar en el mundo real: versiones de la vida en las que hallábamos la redención juntos y después yo lo liberaba: Mickey podía existir y yo también era feliz sin él.
Otra vez, siempre: mi única forma de entender la vida era a través de la ficción.
El fin de todo fue cuando lo vi en Reddit. Una cuenta throwback posteó la fotografía: Mickey, colgando de un puente en el borde del universo, con una soga áspera lastimándole el cuello.
Al final yo estuve en lo cierto: sí había una forma. Mickey alzó su existencia de residuo y cruzó hacia el mundo humano.
No sé cuánto tiempo vivió entre nosotros. No sé si conoció las playas, los bosques, el brillo insoportable de los edificios de cristal en las grandes ciudades. No sé si tuvo la existencia autónoma que tanto anhelaba. Y no sé si al final concluyó que el mayor acto de rebeldía, lo único verdaderamente autónomo que podía hacer era eso: ahorcarse.
Nadie puede saberlo, pues el único rastro que queda de él es aquella foto.
Como dije antes, en esos días no pude participar de la discusión en Reddit. Apenas podía comer y dormir. Pasaba el día entero escuchando esos versos de una vieja canción de Ashbury Heights: I could be the hangman and you could be my rope.
Inevitablemente yo fui la cuerda para Mickey.
Mucha gente no creyó en la foto de Reddit. Si Mickey estuviese muerto, habría desaparecido de todos sus productos mediáticos, se dijo en el sitio web. Y no fue así: los peluches de Mickey continúan en los anaqueles. La Mansión de Mickey Mouse se transmitirá hasta el fin del tiempo.
Eso es lo normal y puedo explicarlo. La imagen y los modelos en 3D de Mickey Mouse no pueden morir: están ahí para ser usados y malgastados, para que otros sigan dándoles vida por siempre.
Otras consciencias de Mickey surgirán y se ahorcarán: mi Mickey quizás no fue el primero y acaso no será el último.
Quien lea esto podrá creerme o no. Eso dependerá de la sensibilidad y la apertura de cada quien. Sin embargo, yo estoy convencida de que al menos una consciencia de Mickey Mouse se alzó como una existencia autónoma y cruzó hacia nuestro mundo, sólo para ahorcarse.
Mi mayor prueba es que hay esquirlas de Mickey dentro de mí. Había esquirlas de Isabel dentro de Mickey.
Y, el día que Mickey se colgó de un puente, una parte de mí se ahorcó con él.
Daniela L. Guzmán (Guadalajara, 1991). Ha sido becaria del PECDA Jalisco, apoyo con el que escribió el libro de cuentos Noche de pizza con mi villano (Editorial Dreamers, 2019), y del FONCA. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento “Jesús Amaro Gamboa” 2018. Textos suyos aparecen en medios como Revista Marabunta, Cantera Malaquita y Pliego 16.