El cabecero
Edson González
Le contaré algo, amigo lector: hace poco fui al cabecero a que me hiciera una nueva cabeza, ya que la anterior se me había perdido. Al verme llegar sin aquella, que fuese también creación suya, me recriminó. Usted abusa de mi arte, no puedo hacerle todo el tiempo cabezas a usted, hay otras personas que las necesitan. Pese a su negativa, comenzó a tomarme las medidas sin que yo le hubiese insistido.
Con una cinta midió el largo de mis brazos: del hombro al dedo corazón, y después las articulaciones. Siguió con los pies y el torso. ¿La altura del cuello será la misma o desea modificarla? Leyó en mi reacción la respuesta. La misma, entonces, suspiró.
Le supliqué, eso sí, que fuese exactamente igual a la anterior, pues al principio me sentía tan cómodo con ella. Y si le gustaba tanto, ¿qué lo trae a mi pobre taller? Me dio pena aceptar que a veces me la quitaba frente al espejo, nada más para verme como suelen hacerlo los demás. Guardaba la esperanza de que aquella fuese una cabeza digna de olvidarse; de las que uno dice: es tan diferente a todo y, al mismo tiempo, tan poco memorable. No podía evitar una tristeza, sutil, pero tristeza, al darme cuenta, cada vez que me veía al espejo, de que probablemente resaltaba entre el resto. Esa sensación me agobiaba más cada día, por lo que me desprendía la cabeza a menudo. Así empecé a dejarla por todas partes: en las bancas de las plazas y los parques, en las reuniones con conocidos y hasta en algunos encuentros íntimos. Durante mucho tiempo hubo alguien para decirme: oye, se te está olvidando tu cabeza; y yo confiaba en que sería así siempre. ¿Entonces te la ponías para algo?, me preguntó el señor cabecero. Al principio sí, aunque hacía tiempo que la usaba nada más entre soledades, es la verdad. Fue en una de esas soledades cuando caí en cuentas de que ya no estaba. Me quedé petrificado. Nunca pensé que de verdad pudiera llegar a perderla. Le confesé al viejo artesano, y ahora a usted, que me hace el favor de leer estas palabras: pese a mi timidez, una parte de mí se enorgullecía de poseer una cabeza, aunque fuese en secreto. Tenía la vaga esperanza de que algún día juntase la fuerza necesaria para mostrarla al mundo y el mundo me mirara complacido y me dijera: eres hermoso, hijo mío.
El cabecero, habiendo medido las proporciones de mi cuerpo, y de mi espíritu también, se puso a la obra. Tomó uno de los maniquíes que tenía en un rincón y comenzó a esculpir. Voy a tardar, advirtió, puede irse a casa mientras tanto. Decidí quedarme, atestiguar el nacimiento del que sería mi nuevo y definitivo rostro.
Sus manos se movían con voluntad propia: esta daba forma a la oreja, aquella remataba la curvatura de la nariz y la otra delineaba los bordes de la mandíbula. La experiencia resultó conmovedora. Me fijé entonces en el señor cabecero. Tenía exactamente la cabeza que se espera de alguien con su oficio: las orejas chatas, barbilla delgada y prominente y una calva lustrosa; cejas de escobillón y nariz larga y respingada. Dígame usted, lector, ¿se trataba o no de las facciones de un cabecero en la cumbre de sus habilidades? Pasé horas observando cómo sus arrugas se ajustaban a las expresiones que hacía al trabajar; comprobé que sus canas eran las precisas en un hombre sabio, que ha desempeñado su oficio durante años. Poseía unos ojos grandes, perfectos para notar las irregularidades de sus obras, que ni mandados a hacer para el ancho de sus gafas. Una cara a la altura de sus circunstancias.
¡Listo! Sólo faltan unos últimos detalles y estará. Probó con diferentes tipos de pieles y cabellos. Eligió un tono moreno cálido y el cabello castaño, crespo. ¡Voilá!, tomó la cabeza y la examinó. Retiró pelusa, lijó algunas rebabas. Finalmente, me dijo: si es tan amable —la colocó entre mis manos—, pruébesela.
Era hermoso. Joven, no muy atractivo, de rasgos honestos. Tan hermoso. No pude evitar unas lágrimas que mojaron sin querer los cabellos de la nuca. Me la puse y ajustaba a la perfección. Una cabeza con todas las posibilidades de la inocencia; sentía que podía ser quien yo quisiese. Con esos ojos recién lustrados, vi al maestro allí, atestiguando su creación, con el orgullo de los árboles cuando sus frutos maduran y se caen y se van rodando lejos. Supe que no podría usarla. Las dudas me atenazaban. ¿De qué era esa cabeza? ¿Artista o criminal? ¿Estudiante o militar?... ¿Tal vez de un cabecero? No encontré en mí una retribución al regalo que se me hacía. ¡Pero qué cara, joven amigo! ¿Puedo saber qué le ocurre? El maestro tenía razón, cualquiera en mi lugar estaría dando saltos de alegría. ¿Es que no llena sus expectativas, caballero? Le devolví la cabeza y salí, avergonzado. Lo juro, por estas manos que lo escriben así: no supe cómo explicarle al maestro cabecero que era yo quien no satisfacía las expectativas de su bella obra.
Autorretrato en dos movimientos
1
Sé escribir; no bien, no mal, escribir solamente. Intento sacar adelante un par de proyectos, con hartos esfuerzos; el resto de mis actividades absorben la mayor parte de mi tiempo. Por ello me veo obligado a delegar la escritura a un segundo plano. Mi madre espera que un día le pegue al gordo, que gane un primer millón. Si llegase a pasar, me gustaría priorizar esta actividad y acabar de un sentón los libros que dosifico por semanas; investigar sin necesidad de contar las palabras que puedo memorizar hasta volver al trabajo; podría escribir más de hora y media al día. Quizá más importante: dedicaría más tiempo a convivir con otra gente que escribe, para compartir mi trabajo y nutrirme del suyo; aprender el oficio ya no por intuición (o no por entero).
Estoy resignado a no embolsarme regalías en mi vida, aunque abierto a la posibilidad. Pese a ello, seguiré escribiendo; no bien, no mal, lento nada más. Pegar en la radio tiene lo suyo, pero disfruto del anonimato que provee una vida modesta. Si pudiera, continuaría haciendo cuentitos lofi/bedroom-pop, artesanales y chuecos. Es lo que sé hacer y es lo que mejor me sale.
2
Escribo cuentos. Por el momento, no sé si me quedaré para siempre en el género o migraré. De cierto, escribo cuentos. Sé que lo son, primero, por su extensión: la mayoría de estos se pueden leer en una sentada; Poe les haría feos, aparte de malos, por muy breves. Cuentos, porque hay una anécdota, y más que eso, un efecto al que deseo llegar. Creo que un buen cuento debe parecerse a “The Signal-Man”, de Charles Dickens: por el ritmo de la narración, el ambiente, por el final que, de tanto repetirse, sorprende no haberlo anticipado. Creo que un buen cuento lo será siempre, pero hacen falta nuevos cuentos que sean buenos, relatos donde se pinte más que se narre, donde las cosas sean serenas y tristes. Las historias de nuestro tiempo deben ser así. Un cuento, a pesar de Poe, debe escucharse, debe escribirse para acariciar los oídos, para leerse cantadito. En eso pienso cuando pienso en escribir, y los llamo cuentos porque no sé de qué otro modo llamarlos.
Edson González (Rayón, Estado de México, 1996). Egresado de Letras Latinoamericanas. En 2016, obtuvo el tercer lugar en el Tercer Concurso de Cuento Infantil de la Universidad Autónoma del Estado de México. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.