ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Hotel Edén[*]

Valeria Correa Fiz

 

 

A veces pienso en el Edén y en esa bebé, sobre todo las noches en las que tengo algún hombre desnudo colgado del pezón en mi cama y la luna derrama su luz ambiciosa sobre todas las cosas. La mirada ausente de Inés, la pechera de su vestido húmedo de leche, los balbuceos de Mari y Fabio y la nube de humo regresan a mí y eso que ahora soy otra. Estoy lejos, muy lejos de aquella adolescente a la que llamaban Merceditas y fumaba a escondidas y se sentía fuerte y vulnerable a la vez. Merceditas, la de quince años y encima, una mudanza.

Nueva en el colegio.

Nueva en el barrio.

Nueva en la ciudad de Córdoba.

Quince años y de las que leían en vez de ahogar su adolescencia en una pantalla como mi hermana Mari. A la estupidez propia de su carácter y edad, diecisiete, a Mari se le sumaba el amor. Estaba de novia con Fabio, uno de quinto de nuestro antiguo colegio en Rosario, y más pendiente del visto en azul del WhatsApp que de las clases. Las notas de Mari reflejaban ese desgarro amoroso que había implicado la mudanza a Córdoba.

–Mari, ¿por qué no te aplicás un poco más en el cole?

Aunque la frase de mis viejos terminaba ahí, mi hermana me miraba con el mismo desprecio que si hubieran soltado un al igual que Merceditas. Yo llevaba un trimestre en tercer año y mis notas no daban cuenta del trauma del cambio de ciudad y colegio. Obvio que hubiera preferido no mudarme, pero pensé que estaba bueno que Mari la cortara con Fabio. Ella era la única que lo llamaba así; en el barrio le decían P. P era de pastis porque Fabio era el rey del consumo y del comercio: vendía de todo, pero sobre todo drogas sintéticas. Para Fabio P era de Paraíso químico; para mí, de Pelotudo importante. En defensa de Mari voy a decir que el pibe estaba bueno: alto, delgado y con barba rojiza de dos días. Y eso no era lo mejor. Lo mejor eran los ojos, los tenía casi feroces y reverdes, pero los lucía muy poco. Vivía empastillado y con las pupilas dilatadas, lo que hacía que se vieran casi negros. Mi hermana no estaba enganchada con las pastillas, pero con ese novio todo era cuestión de tiempo. Yo hice lo que pude por ella; me empeñé, al menos ese verano (el verano que a mis viejos le prestaron una casita en Carlos Paz), aunque ya sabía por los libros, esa experiencia vicaria, que es muy difícil salvar a alguien que no quiere ser salvado.

Carlos Paz, la Perla del Valle de Punilla y de la provincia de Córdoba, era un destino de mierda para alguien como yo que odiaba la agitación sin sentido a la que te obligan los destinos turísticos que no te importan. Odié, en silencio y detrás de algún libro, todas las excursiones que se organizaron ese verano. Odié las fotos con el reloj Cucú, las vistas aéreas desde la telesilla y a mi vieja que me obligaba a ponerme al sol, porque te activa la vitamina D, Merceditas.

Odié todo con intensidad adolescente ese verano.

Lo único bueno para mí, paradójicamente, fue la llegada de Fabio. Vino con un olor lujoso a Gucci, un despeinado nuevo que le costaba sus quince minutos de cera y laboriosidad frente al espejo y una sola buena idea que hizo sus ojos más feroces: una acampada nocturna en la sierra, cerca del Hotel Edén. En realidad, a Fabio la naturaleza le importaba lo mismo que a mi hermana, una mierda, pero él se lo contó a Mari por teléfono así:

–El lugar es de locos, vamos a flashear, Bicho.

A Fabio lo que más le interesaba era la fiesta de música electrónica que se iba a organizar en Il teatrino, el anfiteatro del Hotel Edén. Era un target bestial: la posibilidad de vender cientos de pastis de colores bajo un cielo reventado de estrellas en una sola noche; además de lo que podría vender al día siguiente entre los que acamparan. Fabio quería viajar a Córdoba por ese único amor que los hombres son capaces de sentir fielmente, el amor al cash: química pura. Se lo dije a Mari, pero el mesmerismo del sexo la tenía idiota y no se daba cuenta de nada.

Y no paró hasta que mis viejos dijeron que sí.

Sí a todo.

Sí, Fabio podía quedarse unos días en la casita de Carlos Paz con nosotros.

Sí, podíamos ir a la fiesta.

Sí, también nos dejaban acompañarlo a la acampada.

El viaje hacia el Hotel Edén lo hicimos en un Opel Corsa alquilado por Fabio. Entre las curvas y lo enfermo mental que era Fabio, al volante y en la vida, tuve que abandonar la lectura de La mano izquierda de la oscuridad. Bajé la ventanilla, incliné la cabeza y aspiré con los ojos cerrados todo el aire fresco que pude. Cuando se me pasó el mareo, empecé a leer los nombres intermitentes de las estancias y los hoteles que nos salían al cruce por el camino: Gran Hotel Panorama, Sol y Sierras, Hostal del Cucú. A pesar del sol y el paisaje centelleantes, esos nombres de neón apagados me fueron mordiendo el cuerpo con su melancolía. Mi hermana, que me había visto por primera vez feliz en esas vacaciones, tuvo miedo de que mi humor agrietara la fiesta y disparó con los ojos en el retrovisor:

–¿Y ahora qué te pasa, pendeja?

–Nada.

–¿No que estabas contenta de visitar el hotel de los nazis?

–El hotel no era de los nazis, Mari. Lo construyeron unos alemanes a finales del siglo XIX.

El Hotel Edén había sido diseñado como un lugar de reposo para tuberculosos, pero su emplazamiento, lujo y, posteriormente, la Segunda Guerra Mundial lo habían convertido en el spa de la burguesía. Yo me lo imaginaba onda La montaña mágica, pero más grande, pesado y rozando el disparate: cien habitaciones, salones para fiestas, biblioteca, caballerizas y fuentes de mármol de Carrara que brillarían aun de noche, bajo la inmensa luna de leche, las sierras. Se autoabastecía: tenía huerta y criadero y hasta fábrica de cremas heladas. Era tan bestia que a su alrededor se había fundado una ciudad: La Falda.

–¿Cómo que no era de los nazis, pendeja? Si me lo dijiste vos.

–No, yo te hablé de una conexión de los segundos propietarios del hotel, los hermanos Eichorn, con el Partido Nacional Socialista.

–Y de Hitler.

Esa parte era verdad. Le había contado lo que se decía en Córdoba: el Führer y Eva Braun no se habrían suicidado en el búnker en Alemania, sino que se habían fugado a Argentina y habían vivido hasta su muerte en esa Austria tercermundista y falsificada que era la ciudad de La Falda con sus apacibles sierras, llenas de burritos, hierbas medicinales y fenómenos extraterrestres y paranormales.

–Sí, me olvidé de que les había hablado de Hitler.

A pesar de que le había dado la razón, Mari no quiso callarse:

–¿Ves? Te encanta hacerme quedar como una boluda, hacerte la superior, la Überpendeja.

Fabio, que no quería hostilidades entre nosotras que lo distrajeran de su negocio, intervino:

–¿Saben que las pibas de toda la provincia de Córdoba vienen a abortar a La Falda? Por eso suele granizar en esta zona.

Lo recuerdo bien como el pelotudo de ojos lindos que era.

–Otra razón más para legalizarlo –contestó mi hermana.

Yo estaba de acuerdo con la legalización del aborto, pero no con el razonamiento absurdo de mi hermana.

–Así cortamos el granizo y no sufren los agricultores de la provincia –disparé con ironía.

Y Fabio, con ese par de kryptonitas detenidas en mí, refulgiendo en el espejo retrovisor:

–¿Vos que te leés todo no sabés esto, pendeja?

–Definamos “esto”, P.

–La relación entre el granizo y los abortos.

Negué con la cabeza.

–Cada pibe no nacido es una bolita de hielo, dicen.

Levanté una ceja.

–Qué boludez, Fabi –dijo mi hermana y me salvó de intervenir–. ¿Y por qué vienen todas a La Falda? –preguntó.

Y él:

–Porque hay muchos criaderos. Las aborteras siempre se instalan cerca de donde hay lechones para que se coman los fetos. Dicen que lo primero que mastican son las cabezas, que están blanditas, y después el resto de los cuerpitos. Los dejan hechos unos papiros: les chupan la sangre hasta que los deshidratan.

–Qué salvajadas decís, Fabi.

Asentí en silencio y regresé a La mano izquierda de la oscuridad: habitar esa civilización lejana era mejor que escucharlos.

 

El Hotel Edén era tan hiperbólico como me lo había imaginado, pero estaba más deteriorado todavía. La lealtad de mi memoria me devuelve la imagen del edificio así: las columnas tristes defendiéndose de la carcoma, su estructura moribunda y gris a pesar del sol radiante y un preciso olor a moho y polvo que anulaban la esperanza y su posibilidad. Su administración había pasado a manos de la provincia de Córdoba hacía unos años y lo habían habilitado como museo, pero el tiempo que había estado abandonado y los saqueos lo habían vencido sin remedio.

Fabio y Mari se bajaron del coche, atravesaron el jardín para sacarse unos selfis junto a uno de los leones de la fuente de la entrada. No olvido los colmillos lujosos de la estatua y unos nardos que coronaban el pedestal y disminuían la ferocidad del león con su perfume.

–¿Estás a tiempo de hacer la visita guiada?

–Sí, Mari.

–Nosotros vamos a acampar lo más cerca posible de Il teatrino.

–¿Los ayudo?

–No –dijo mi hermana mirando a Fabio–. ¿Nos vemos tipo ocho? Así nos cambiamos y cenamos algo antes de la fiesta.

Volví a decir que sí.

Mari quería asegurarse de que no estuviera por ahí durante un buen rato. Para meterse en la carpa y drogarse; para decirse palabras sucias y mirarse a los ojos y coger. No me preocupé: haría la visita, recorrería el enorme parque del hotel y elegiría un árbol donde podría, por fin, leer tranquila y a la sombra.

 

Nada sucedió como lo esperaba ese día.

El recorrido por el hotel fue una larga y aburrida decepción. Fui arrastrada por el guía que me espió el culo durante toda la visita, junto a un malón de turistas que filmaban y fotografiaban con sus teléfonos las paredes descascaradas y las galerías cubiertas de moho renegrido. A medida que avanzábamos por el edificio, el guía hablaba con más desgano. Éramos su última visita del día y se le notaba que quería terminar el trabajo. Llegamos a la suite presidencial y mientras él explicaba que tenía las mejores vistas de la sierra, me asomé al baño. Estaba encogido por la oscuridad y la bañera refulgía en su centro. Cerca del desagüe, hervía una mancha de escorpiones diminutos.

Nadie reparó en ellos.

A la gente no le interesaba tanto visitar con detenimiento las instalaciones como postear que habían estado allí. No querían conocer los datos arquitectónicos, ni los esfuerzos que supuso la construcción de ese hotel majestuoso en el medio de la nada. No les importaba cómo se había gestado la ciudad de La Falda, ese sueño de la cultura alemana en Argentina, alrededor del Hotel Edén. Estaban allí para escuchar las historias de fantasmas. Corrían toda suerte de leyendas urbanas al respecto: la veranda frontal amanecía con montoncitos de ceniza en un rincón como si alguien hubiera estado fumando allí toda la noche; el frío congelaba de golpe el cuarto de Ana, la nena tísica; un sostenido murmullo podía oírse de pronto en los salones de fiesta; la estatuilla del águila que coronaba la entrada del Edén y el letrero en latín que tenía a sus pies y rezaba “Bajo la sombra de tus alas, protégenos” habían desaparecido misteriosamente la noche en que Alemania se rindió a los aliados en Reims. Los turistas habían viajado para hacerse selfis en los lugares donde decían que podían verse los fantasmas de la bebé muerta de hipotermia, de la nena tísica y el de la Mujer de Rojo. ¿Por qué esos fantasmas estaban condenados a regresar a los mismos lugares del hotel? ¿Cuál era la verdad de sus fatídicas historias? ¿Y dónde aparecían, dónde?

–En esa galería de ahí, aparece la Mujer de Rojo –explicó el guía con misterio fingido en la voz–. Al principio no se sabía nada de ella, pero después investigamos en los archivos del hotel y vimos que esa mujer es el fantasma de María Herbert, una de las primeras propietarias del Hotel Edén, antes de que los hermanos Eichorn lo compraran.

Nos mostró una copia coloreada de la foto de archivo. Había sido tomada con poca luz, pero la fortaleza de la mujer y la voluptuosidad del vestido rojo trascendían la mala calidad del retrato. Nos fuimos pasando la fotografía de mano en mano. Todos coincidían, María Herbert era espectacularmente bella y elegante.

–Su fantasma aparece bastante seguido, siempre en ese vestido rojo que lleva en la foto, y se instala en la veranda a fumar. Se sabe que estuvo, aunque su fantasma no se manifieste, porque a la mañana siguiente aparecen montoncitos de cenizas en los rincones.

La gente fotografiaba la galería y miraba la captura digital de sus cámaras y teléfonos. Comprobaban si la lente les revelaba el fantasma de María Herbert que los ojos no veían.

Seguimos avanzando por un pasillo en penumbras. Una voz se alzó:

–Disculpá, ¿y la tísica dónde aparece?

El guía, supongo que harto de repetir una y otra vez las mismas palabras gastadas, me dirigió una sonrisa con un dejo de complicidad burlona.

–Ana era la hija del médico del presidente Julio Argentino Roca. La nena viajó muy enferma de tuberculosis. El hotel era su última esperanza. Murió a los siete años en una habitación de la segunda planta y fue la primera muertita del Edén. Su fantasma es también peculiar. Se manifiesta sólo a los niños pequeños con los que ella quiere jugar. Hay nenes que la ven, otros que la escuchan solamente. La gente de La Falda dice que algunas noches de tormenta se ven unas luces azuladas, encendidas en ese cuarto, porque la nena no podía dormir a oscuras si oía truenos. Y su fantasma tampoco.

–¿Algún nene entró alguna vez en el cuarto de Ana? –preguntó un tipo de bigotes y pelo recortados como si integrara las Juventudes Hitlerianas.

–No; nunca lo mostramos porque la segunda planta está en obras desde que el hotel es museo. Pero los chicos la ven en la escalera o asomada por la ventana y les muestra una muñeca de porcelana. Es su invitación a jugar, dicen.

El desánimo general fue grande: los turistas del grupo tendrían una foto menos que postear o mostrar a la vuelta de las vacaciones.

–¿Es verdad que el fantasma de Ana sólo convoca a pibitos judíos?

–Cuando visitemos la galería acristalada, les muestro la ventana de la habitación de Ana, así le sacan una foto –dijo el guía, ninguneando la pregunta de Bigotes que volvió a alzar la voz y con gesto marcial dijo:

–Sé que llama sólo a los pibitos judíos.

–El cuarto del bebé…

Escuché un gritito sofocado a mi lado, casi un maullido que interrumpió las palabras del guía: había salido de la boca de Inesita, la bebé de Martina, una piba que tenía apenas dieciséis y ya cargaba una bebé de cinco meses en un pañuelo enrollado a su cuerpo. Madre e hija eran tan menudas y silenciosas y pálidas que nadie había reparado en ellas.

Mientras Martina y yo nos presentábamos, el guía explicó que el fantasma del bebé del Edén aparecía en la casa de los cuidadores, donde vivía. Era hijo de una pareja de trabajadores del hotel.

–Murió de hipotermia, un descuido no infrecuente en esa época.

Vi que Martina, mordiéndose los labios pintarrajeados de rosa pálido, le tocaba el pie desnudo a Inesita, controlando disimuladamente la temperatura corporal.

–Cuando pasemos por las cabellerizas, les enseño la casita de los cuidadores desde afuera.

 

La visita duró una hora.

Terminó sin que pudiera acceder a los lugares que más me interesaban y sin que el guía me aportara nada que valiera la pena; al menos para mí. De Einstein, la Municipalidad de Córdoba había enmarcado una foto en la que se lo veía con un traje de lino blanco y con sombrero a juego, posando con otros pasajeros en las escalinatas del hotel. Llevaba las manos en los bolsillos y el gesto despreocupado y risueño que lo convertiría en meme décadas más tarde. De los otros visitantes ilustres, ni rastro. Los libros de los salones de lectura tampoco estaban para consulta: se los habían robado hacía mucho, al igual que las pinturas, estatuas, espejos y alfombras. Tampoco pude curiosear los archivos del hotel.

–No están acá, sino en Córdoba capital –me dijo el guía contento de hablar conmigo a solas y de algo que no fueran fantasmas–. Tenés que pedir una cita para consultarlos. Y, que quede entre nosotros, está todo apilado en un cuartucho infecto, hecho un quilombo. ¿Por qué te interesa ese dato?

Me gustaba, me gusta la historia. Quería entender el pasado de un país cuyo presente oscuro me parecía y me sigue pareciendo incomprensible, pero respondí:

–Mi bisabuelo paterno era polaco. Polaco y judío. Leí que acá, en La Falda, había alemanes que no eran pronazis como los Eichorn. Siempre estoy leyendo acerca de ese período histórico…

–Pero si tu bisabuela no era judía –el guía me interrumpió–, vos no sos judía.

–Técnicamente no –dije–, pero...

–Y sí, sentimentalmente podés estar unido a muchas cosas –dijo mientras me tocaba el pelo–. Como no sos judía, zafás de que te convoque el fantasma de Ana, la tísica, para jugar en su habitación, como dijo el tipo de bigotitos.

Reímos.

–Tuvimos una visita tranquila: sólo nos tocó un xenófobo pelotudo en el grupo esta vez.

–¿Hay en la sierra? –pregunté.

–Filonazis, skinheads, fachos; hay monstruos para todos los gustos acá, pero decime, ¿te gustó la visita?

Tardé un poco en responder que sí, que algunas cosas me habían gustado. A pesar de la decadencia del lugar, podías sentir la vocación de paraíso con la que había sido concebido el Hotel Edén.

–Me estás mintiendo. ¡Dudaste al responderme!

–No –dije con un dejo de melancolía–, es sólo que las cosas jamás funcionan como en nuestra imaginación.

–Decíselo a los dueños de este hotel –respondió y se me acercó un poco. Detecté en sus movimientos, como sabemos hacerlo todas las mujeres de cualquier edad y época, el paso que acecha.

–Me tengo que ir –mentí y le señalé a Martina. Para disimular, me puse a su lado, le ofrecí ayuda con Inesita y, ya lejos del guía, le pregunté si había venido sola.

–Sí, pero tengo unas amigas que llegan más tarde, para la fiesta. ¿Vos vas?

–Sí.

–Inesita también se queda –dijo y sonrió: no tenía muelas–; arman una carpa-guardería esta noche, ¿sabías?

Martina decía muchas cosas, pero no conversábamos. No teníamos nada en común. Ella había dejado el colegio y trabajaba limpiando oficinas de noche en Córdoba. El padre de Inesita había desaparecido apenas supo lo del embarazo. Martina hubiera preferido abortar, pero no tenía plata para ir a una clínica privada. Su vieja, para colmo, era evangelista. Fue hasta la puerta de una abortera con una amiga, pero era una casa horrible, agusanada, dijo, y tuvo miedo de morirse ahí, desangrada entre la mugre.

–Menos mal que mi vieja me ayuda de otra manera.

A Inesita la solía cuidar la abuela y otras mujeres de la Iglesia Evangélica, pero ahora estaban en un retiro espiritual en Mar del Plata.

No había nada que me conectara a ella (no podía imaginarme cómo sería no ir al colegio, trabajar de noche, rechazar al cincuentón de tu jefe que trata de meterte mano cuando nadie mira, entregar casi todo tu dinero a tu madre porque vivís con ella y se hace cargo de tu hija), pero supe muchas cosas pasadas y futuras de ella con sólo observarla: que la maternidad precoz y la pobreza le habían arrebatado ya la educación y las muelas y que la podredumbre avanzaría, sin remedio, sobre toda su dentadura y sobre toda su vida. Supe que había ido a esa fiesta sin decírselo a su madre y que la factura de la luz, el gas o el teléfono de ese mes no se pagaría porque Martina se gastaría ese dinero en la salida. Supe, por último, que buscaba desesperadamente que ocurriera algo, cualquier cosa (la más imbécil, brutal o decepcionante) que la sacara del aburrimiento y la monótona desesperación de su vida.

Cuando la bebé se despertó, aproveché su llanto para alejarme y fumar un cigarrillo. Vi de lejos cómo se agarraba a la vida a través del pezón de su madre. Pensé involuntariamente, contra el cielo acuoso y amarillento de las primeras horas de la tarde, si esa imagen se repetiría en una carpa cerca de Il teatrino: Fabio colgado del pezón estéril de mi hermana. Le di una calada larga al cigarrillo y exhalé una nube de humo gris densa que me cubrió la cara.

–Anuncian lluvia para esta madrugada y frío, ¿sabías?

Detrás de la nube de humo, el guía que había vuelto y me hablaba. A mí me sonaba a pretexto eso de la tormenta, pero los días de verano de mi adolescencia eran vastos e impredecibles.

–Ustedes se quedan a la fiesta, ¿no?

Asentí sin dejar de fumar.

–Tomá, te conseguí el teléfono directo del Jefe de Archivos de Córdoba, por si te interesa hacer una cita para revisar los registros del hotel.

Sonreí.

–Soy Víctor.

–Gracias, Víctor.

–Si vas, me tenés que contar si lo que dijo un franchute que pasó por el Edén hace un tiempo es cierto.

–A ver…

–Me dijo que había estudiado los planos del archivo de algunas reformas de la época de los Eichorn y que se parecían a los planos de algunas construcciones de los nazis.

–Alta locura.

–Y que esas coincidencias arquitectónicas explicaban en parte, según él, las apariciones y los demás fenómenos paranormales del Edén.

–¡Cómo!

–Ya ni me acuerdo cómo era su teoría exactamente, pero él decía que las prácticas esotéricas de los nazis abrían portales a otros mundos en espacios similares. De ahí el interés del franchute en verificar parecidos arquitectónicos.

–Esas coincidencias arquitectónicas, si es que existen, lo único que explican es que el nazismo fue un árbol monstruoso que extendió sus ramas también en Argentina.

–Según el franchute, existen: el anfiteatro, por ejemplo, estaría diseñado siguiendo los planos de la cripta de un castillo de Himmler.

–O sea que la ciudad de La Falda, con sus pronazis y construcciones, es un remix del Tercer Reich. ¿Sueñan los boy scouts de las sierras con integrar las Juventudes Hitlerianas?

Víctor soltó una risotada.

–Cada verano sumamos más y más flasheados y conspiranoicos: no sólo turistas con aspiraciones góticas y filonazis, sino también todos lo que se bajan del cerro Uritorco y dicen que los ovnis llevan las luces alineadas como una esvástica. O que les asignaron una misión en la Tierra. Lisergia pura. Pero nada es predecible: una vez vino uno diciendo que sabía que uno de los hermanos Eichorn coleccionaba corpiños de mujer como Himmler o Goëring, que dónde estaba la ropa interior de los Eichorn, que si ellos también se pintaban las uñas, que por qué escondíamos esa información.

Volvimos a reírnos.

–Te estás inventando todo –le dije.

–¿Tomamos algo? Hay una cervecería buenísima y nada turística en La Falda.

Lo volví a mirar: Víctor no me gustaba ni remotamente.

–Y hacen un apfelstrudel brutal.

–No la voy a dejar sola… –me excusé señalando a Martina que seguía amamantando a su hija.

A eso de las cinco de la tarde, el parking del hotel se llenó.

–¿En qué vienen tus amigas, Martina?

–Las trae el padre de una de ellas. No hay drama por el tema del estacionamiento: las deja en la puerta y se va.

Lo que de verdad quería saber era a qué hora llegaban sus amigas y ahora entendía que todavía me faltaba un buen rato, dos horas para poder ir a la carpa al encuentro de Mari y liberarme de Inés.

–Ah.

–Yo me vine antes porque a los padres mucho no les gusta que sus hijas se junten con una como yo –dijo y sonrió con resignación, dejando ver los huecos oscuros donde debían estar las muelas–. Y de paso, para aprovechar el día. Tengo que ir al baño. ¿Me la tenés?

De repente me encontré con ese paquetito de carne que olía a ricota y a fruta ligeramente podrida entre los brazos. Tuve que espantar una mosca que le revoloteaba el culo. ¿Cada cuánto se cambiaban los pañales? Inesita estaba durmiendo, pero la fila del baño era larga y podía despertarse en cualquier momento. Me pareció todavía más chiquita e indefensa entre mis brazos que no sabían cómo sujetarla. Sentí un pánico irracional. ¿Y si Martina no volvía? ¿Y si me dejaba ahí, clavada con su bebé? ¿Cómo se era madre en contra de tu voluntad, por imposición o accidente? Me había puesto tan nerviosa que no dejaba de pensar cosas que no tenían sentido. Martina regresó a los diez minutos: no me dejó clavada con Inesita; a la que clavaron fue a ella. Volvió del baño con la cara larga y la noticia: había recibido un WhatsApp de una de sus amigas que le anunciaba que, como habían pronosticado tormenta para la madrugada, no las llevaban. Todo por culpa del padre de Camila que era un vigilante, dijo.

–Menos mal que te conocí a vos –agregó.

Ahora no tendría más remedio que arrastrarla al menos hasta las ocho, la hora que mi hermana me había indicado para encontrarnos, y eso hice.

 

Lo que de verdad importa de ese día es lo que pasó después de las tres de la mañana, cuando se puso a llover. No fue mucho pero sí lo suficiente como para que la gente se refugiara en sus carpas o coches y la fiesta se suspendiera. Martina retiró a Inesita de la carpa-guardería y se la trajo con nosotros. El agua duró poco, pero la tormenta levantó un viento desbocado que se colaba frío en todas las carpas. Entonces alguien de una carpa a nuestro alrededor voceó:

–¿Y si nos refugiamos en el Edén?

Muy pronto una veintena de los chicos del campamento estaban listos para forzar una puerta o romper algún vidrio y entrar a la galería acristalada del hotel. Las nubes habían oscurecido casi completamente el cielo y los árboles agitaban las ramas como garras fantasmas. Martina con Inesita a cuestas caminaba abrazada a Dany, un inglés que había acampado junto a nosotros.

–¿Me la tenés un rato? –me preguntó mientras ponía a la bebé dormida en mis brazos. Sé que se sentía feliz con ese amor oportunista y veraniego, pero bajo ese cielo sin luna ni estrellas yo la veía azulada y débil, un ángel moribundo.

Llegamos a la entrada de la galería. Había dos árboles enormes, uno a cada lado de la puerta. Eran tan fuertes y frondosos, estaban tan mojados que todavía chorreaban agua. El ruido rítmico sonaba a advertencia. Yo no quería entrar, no quería allanar el Edén. Me sentí incómoda desde el principio de aquella aventura. Encima alguien señaló un gato que jadeaba moribundo a unos pasos de la puerta de la galería. Me acerqué y vi que tenía los ojos inmóviles e igual de verdes que los de Fabio. Me pregunté si sólo yo me fijaba en esos detalles siniestros porque no me gustaba la idea de colarme en el Edén.

La cerradura de la puerta de la galería acristalada soltó un quejido cuando la violaron, algo agudo que me hizo pensar en ratas y que encontró rápido un eco en las risitas transgresoras del grupo. Inesita se removió en mis brazos.

Por fin estábamos dentro.

Por fin dejábamos de temblar de frío.

El malestar empezó a disiparse en mi cuerpo cuando la gente se sentó en el suelo en un círculo espontáneo. Alguien se lamentó por no haber traído el mate; alguien, por haber olvidado la guitarra; alguien por no haber traído una tabla ouija para convocar a los fantasmas del Edén.

Y mi hermana:

–¿Qué hacés con eso encima, pendeja?

Eso era Inesita. Le señalé con un gesto de cabeza a Martina y al inglés abrazados en el fondo.

Por segunda vez ese día tuve que volver a oír las leyendas de la Mujer de Rojo, la Nena Tísica, la Bebé que Murió de Frío. Por segunda vez ese día, escuchar historias de alienígenas y avistamientos de platos voladores en el Cerro Uritorco. La zona, dijo un chico con un fuerte acento cordobés, está llena de gatos y perros muertos. Aparecen con los ojos pavorosos y deshidratados, sin una gota de sangre, porque son el alimento de los extraterrestres.

Salió de repente, de entre las nubes, una luna inmensa y nuestras caras se blanquearon. Miré a mi alrededor, todos los que estábamos sentados en esa ronda teníamos un mismo tono pálido. La luz de la luna y las historias que estaban contando habían derramado sobre las caras las muecas de la risa nerviosa o el miedo. Inesita se puso a lloriquear. Me puse de pie y Mari:

–¿Dónde vas, pendeja?

Le señalé el rincón oscuro donde estaba su madre. Martina me recibió con cara de hartazgo y la pechera de su vestido empapada de leche. Le dejé a la bebé en los brazos:

–Tiene hambre.

Yo también estaba harta, pero regresé a mi lugar en la ronda, al lado de mi hermana. Martina me siguió. Se sentó a mi lado y se puso a darle de mamar a la bebé. En ese momento, Fabio se puso de pie.

–Las Supermán son regalo de la casa –anunció mientras se repartía una de sus famosas pastis de colores: era rosada y tenía una letra S grabada en bajorrelieve–. Las tenía reservadas para el final de la fiesta, pero este también es un buen momento.

Y, como un sacerdote, fue dejando en las manos de cada uno de los del grupo una pasti rosada. Una promoción especial para clientes selectos que podrían comprar más mañana, a la luz del nuevo día. Cuando llegó mi turno, no extendí la mano.

–¿Vos, pendeja?

Negué con la cabeza:

–Ya sabés que no.

–Para que se te arregle la noche –dijo con voz de promesa–. Estas son de las muy, muy especiales.

Como yo seguía resistiéndome, puso dos pastillas en su palma y cuando se las iba a llevar a la boca, Martina dijo:

–Las quiero yo.

Inesita ya había dejado de mamar y estaba sólo jugueteando con el pezón con sus últimas fuerzas. Había algo especular entre esa luna blanca, la teta cargada de leche de Martina y la carita redonda de la bebé.

Fabio le dio las dos pastillas a Martina y siguió distribuyendo pastis por la ronda. Martina se tragó las suyas.

Alguien dijo:

–Hagamos un fuego para calentarnos.

Cosas para quemar todavía había y muchas en el hotel. En esa parte de la galería, sillas de mimbre, un par de sillones desvencijados y sus cojines, una mesita ratona de madera.

Cuando quebraron la pata de la primera silla, me fui a dar un paseo. Yo sentía aprecio por cosas que los demás despreciaban. Estaba sola en mis filias y también en mis fobias. Pensar diferente, lo sé ahora, es una de las formas más profundas de la soledad.

Salí al jardín y me alejé.

Por entre las nubes negrísimas, brotaba aislada alguna estrella. La luz de verdad poderosa venía de la luna y el jardín entero estaba detenido en su brillo. Su luz había teñido de leche el agua cristalina de la fuente y azulado los árboles renegridos. El viento y la lluvia habían golpeado los nardos al pie de los pedestales de los leones y, sin las flores, las estatuas habían recuperado su hierática ferocidad. Pensé que los alemanes sabían cómo construir una atmósfera sublime, casi un lugar común de la estética germánica. Tenía frío, pero me sentía bien ahí, en ese silencio que parecía haber secado todas las cosas del jardín. Hay un instante en la vida en el que uno encuentra su lugar y se reconoce para siempre. No sabría decir bien por qué, pero ese fue el mío.

Volver a estar sola con los leones del Edén es un momento que quisiera repetir siempre por lo bien que me sentí. Volver a estar sola con los leones del Edén es un momento que no quisiera repetir nunca por lo que vino después.

Todo pasó confusamente rápido. Supongo que primero vinieron los gritos y golpes que no alcancé a oír y después sombras a la carrera y en fuga que no llegué a ver por la distancia que me separaba de la galería acristalada. Y después, después sí. Después sí que escuché una voz de alarma que decía:

–Fuego.

Corrí unos metros y comprobé que la galería era una caja de humo. Retomé la carrera y corrí hasta allá con la sangre y el miedo bombeándome en las sienes. Se había formado un corro con la gente de las carpas que no nos habían acompañado al Edén. Nadie se atrevía a entrar a ayudar a los que estaban dentro, por miedo: supe después que unos diez tipos rapados, con pinta de skinheads habían aparecido de la nada con cadenas y un par de botellas de querosén en la galería acristalada. Las cadenas las habían usado para abollar un par de cabezas y romper costillas; con las botellas de querosén habían avivado la fogata hasta convertirla en un incendio. También había rociado de combustible a un par de chicas que sufrieron quemaduras graves.

–Este lugar no los merece –dijeron que habían gritado los fanáticos, pero eso no es lo importante.

Lo importante era la gente que todavía estaba atrapada dentro de la galería. Sólo unos pocos, con la cabeza ensangrentada, tiznados de negro y tosiendo, habían conseguido salir por la única puerta. Mi hermana seguía ahí adentro y me lancé entre la nube de humo. Alguien trató de sujetarme:

–No entrés que todavía hay algún nazi adentro y no se puede respirar; ya llamamos a los bomberos.

Pero me zafé y entré. No se veía nada, el humo era una niebla espesa. Grité con todas mis fuerzas:

–Mari, Mari.

Cada tanto, tropezaba con alguien. Me di cuenta de que la mayoría de la gente seguía sentada en su sitio, no se habían movido: estaban tan drogados, tan en otra parte, que no entendían nada, ni el incendio ni su magnitud.

–Mariiii.

Busqué a mi hermana unos segundos más, que parecieron horas, sin poder orientarme en esa masa espesa de humo. De pronto, un estrépito de cristales. Desde afuera habían conseguido hacer un hueco. Algo de humo se disipó y la vi: Mari estaba con Fabio y Martina. Los tres acurrucados en un rincón sin importarles el fuego, apuntando a algo que yo no veía, con los labios azules.

Les grité un vamos, pero no me miraron.

Fabio no era más el dealer sin freno, sino un pobre pibe encogido que balbuceaba. No sé qué decía. Me di cuenta de que todos los que estaban allí, a su alrededor, balbuceaban algo y que había mucha gente señalando el mismo lugar que mi hermana, Fabio y Martina.

–Mariii, parate, tenemos que salir.

Sujeté a mi hermana del antebrazo e intenté hacer que se pusiera de pie, pero ella me retiró el brazo con violencia. Perdí el equilibrio, me caí y mi cara quedó a la altura de la suya. Mari abría muchos los ojos y me obligó a girarme como si de verdad hubiera algo detrás de mí. Señalaba el edificio principal del Edén, hacia los cuartos de la segunda planta, pero allí no había nada. Nada que yo viera, al menos.

–Fabio –grité–, ayúdame a sacar a mi hermana.

La luna se ocultó de pronto y el ambiente se volvió más turbio y oscuro. No quedaba otra luz más que la débil estelar y la rojiza que emitía el fuego. Hacía muchísimo calor y costaba respirar y los de afuera que seguían sin auxiliar a nadie. Mientras continuaba forcejeando con mi hermana, grité:

–Martina, sacá a Inesita de acá.

Sólo entonces advertí el llanto de la bebé. Se oía apenas entre los balbuceos del corifeo de drogados, sus toses y el crepitar de las llamas.

–Martinaa, reaccioná.

Me acerqué y le pegué una cachetada histérica. Sólo entonces pareció mirarme. Se puso de pie y en vez de dirigirse hacia la salida fue hacia la puerta del fondo, la que comunicaba a la galería acristalada con el edificio principal del Edén. Caminaba con una sonrisa idiota hacia donde los otros señalaban.

–Boluda, ¿qué hacés?

Tiré de su hombro, traté de girarla un poco y guiarla en dirección contraria, hacia la puerta de salida, pero Martina me empujó. Tenía la mirada hueca que tienen los muertos y la fuerza y la determinación de los locos. La abandoné. Agarré con las dos manos y con más fuerza el antebrazo de mi hermana.

–Mari, nos tenemos que ir.

Esa vez conseguí arrastrarla unos dos metros. A guiarla hacia la salida, me ayudó un bombero recién llegado. Con eficiencia, rescataron también a Fabio y fueron sacando a todos los demás.

Nos envolvieron en mantas. Yo no paraba de toser y me picaban los ojos. Los otros seguían balbuceando cosas incomprensibles entre toses; algunos todavía miraban con los ojos acabados de la droga hacia el Edén. El fuego parecía bajo control, pero el lugar no dejaba de arder. Unos minutos más tarde, la estructura de hierro de la galería se dobló sobre sí misma. Cedió entonces la geometría del lugar, las paredes de cristal estallaron y los fragmentos volaron en todas las direcciones.

De repente todo fue agitación y movimiento.

Los bomberos nos empujaron para que nos alejáramos de la escena, hubo gritos y miedo y ahí, recién entonces, me di cuenta. Miré a Mari:

–¿La viste a Martina?

No me respondió.

–¿Sabés si salió?

Mi hermana tenía dos mechones de pelo vomitados colgándole a los lados de la cara. Estaba mejor, se le veía en la mirada, pero seguía sin comprender nada. Fui con desesperación hacia un bombero:

–Falta una chica, Inés. Digo, Martina; Inés es la bebé. Martina es una rubia, flaquita e Inés es su beba, tiene menos de un año y estaba con ella.

No sé si el bombero alcanzó a oír toda la información. Corrió hacia el desastre con otros dos más. Se los veía dispuestos a buscar entre los cristales rotos y el fuego. Hubo aplausos y vivas, como si todo fuera un espectáculo. Sentí la rabia calentándome la cara y la mano helada de Mari sobre mi antebrazo. Con el índice de la otra mano señalaba hacia arriba, hacia la habitación de Ana, la tísica, la primera muertita del Edén.

La luz de la habitación estaba encendida.

Venía desde el fondo y se entramaba en las paredes y reflejaba en los cristales de la ventana del cuarto. No era potente; era una luz azul abismo que no sé explicar y que para siempre asociaré a la angustia. No sé si alguien más que ella y yo la vimos: ahí, detrás de los cristales, estaba Martina con su bebé en brazos.

La imagen duró sólo unos instantes.

Tenía la boca tan exageradamente abierta que exhibiría sin pudor la dentadura sin las muelas. ¿O era quizá la mueca de una risa histérica? Levantó una mano, los dedos rígidos. No sé si saludaba o intentaba frenar a la nena que se le acercaba. Tenía el pelo larguísimo e iba vestida de blanco. Se movía con la ductilidad de las medusas en el agua, como si no tuviera huesos. Avanzó, tomó a Inesita entre sus brazos y desapareció. Simplemente. Fue como si su figura se deshiciera desde el azul creciente de la habitación hasta fundirse en negro. Lo último que vi, flotando en lo oscuro, fue la cara pálida y redonda de Inesita, una muñeca de porcelana en la luz del cuarto.

La luz azul abismo se apagó.

Unos segundos más tarde, uno de los bomberos traía en brazos a Martina. Estaba inconsciente con quemaduras graves y los pulmones anegados de humo. Por suerte, comenzaban a llegar más ambulancias desde las ciudades vecinas.

Mi hermana tenía quemaduras leves, pero dijeron que lo mejor era hospitalizarla, al menos en observación por un día. Igual que a Fabio. Yo me fui con ellos. Víctor, el guía, llegó al hospital antes que mis viejos.

–Me enteré del incendio y vine ver si estabas –dijo.

Nos dimos un par de besos ese verano, eso fue todo, pero nos hicimos amigos. Todavía lo somos: la amistad es una forma racional y duradera del amor, supongo. Martina tardó un par de meses en recuperarse de sus quemaduras y la bebé, Inesita, no apareció nunca: lo supimos por las noticias y por las campañas de búsqueda desesperadas que montó su abuela y la Iglesia Evangélica de Córdoba.

Mari no se acuerda de nada, nunca recuperó la memoria de lo que sucedió de esa noche.

Fabio se murió en una balacera en Rosario hace un par de años, venganzas de narcos, dicen.

El Hotel Edén sigue abierto. Los bomberos trabajaron duro para extinguir el incendio mientras un alba interminable borraba las muchísimas estrellas que se nos ofrecen desde otros mundos. Reconstruyeron la galería acristalada, repararon los daños del incendio y sigue funcionando como museo.

Hay nenes que escuchan la tos de una nenita durante las visitas; las nenas dicen verla. Es delgada y pálida. Viste un camisón que le cubre los pies. Lleva el pelo rubio ceniza largo y suelto hasta la mitad de la espalda y dos muñecas de porcelana en brazos.

Dicen que las invita a jugar con una de sus muñecas. A todas les ofrece lo mismo:

–¿Querés ser la mamá de Inesita?

 

Valeria Correa Fiz (Rosario, Argentina). Es autora de los libros de relatos La condición animal (Páginas de Espuma, 2016) y Hubo un jardín (Páginas de Espuma, 2022), así como de los poemarios El álbum oscuro, El invierno a deshoras(Hiperión, 2017), Museo de pérdidas (Ediciones La Palma, 2020) y Así el deseo (Editorial BGR, 2021). Algunos de sus relatos y poemas aparecen en diversas antologías y fueron traducidos al inglés, italiano, hebreo y rumano. Coordina el Club de Lectura del Instituto Cervantes de Milán e imparte talleres de escritura creativa en Milán y Madrid.

 

 

[*] Este cuento forma parte del libro Hubo un jardín (Páginas de Espuma, 2022).