El Aserejé
Mariana Rosas Giacomán
Dejebe tu dejebere
seibiunouva majavi
an de bugui an de buididipi
Las Ketchup
Recuerdo las trenzas de colores, la alberca inflable en el patio de los vecinos de al lado, el olor a la espuma en lata con la que jugábamos a dispararnos mientras corríamos por el jardín. La grabadora de Becky con la que poníamos canciones de Alegrijes y rebujos mientras ensayábamos las más complicadas coreografías. Las manchas verdes de pasto en las rodillas de todos mis pantalones, y la vez en que le dije a mis padres que ya no quería usar camisetas, quería usar ombligueras. Marimar y Amanda tenían ombligueras. Y Marimar y Amanda se ponían una chaquira o un arete de su madre en el ombligo, para que pareciera un piercing, aunque no conocíamos esa palabra todavía. Marimar y Amanda tenían un columpio en su casa y una computadora con un montón de juegos. Pero no recuerdo cómo eran ellas. En mi memoria son dos niñas sin cara, más grandes que el resto del grupo, las líderes de nuestra manada.
Queríamos ser hadas o espías. No estábamos seguras. Ser hadas era más difícil, porque había que tomar polvos mágicos que sabían horrible. Marimar los preparaba: abría una bolsita naranja de papel que decía «Dragoncitos» y echaba el polvito rojo en un vaso de agua tibia. Lo tomábamos sin hacer caras, pero a mí me daban ganas de vomitar. Ser espías también era complicado. Teníamos tres walkie-talkies —no eran suficientes, nosotras éramos cinco— y unos binoculares que nos prestó el papá de Karen. Nos faltaban las cosas más importantes: cuerdas y arneses que nos sostuvieran para brincar de una azotea a otra en nuestras misiones secretas. Todo entonces era muy complicado, pensaba.
Recuerdo los veranos sin fin. Por supuesto que iba a la escuela, pero eran tan pocas las responsabilidades de una niña de primaria que la vida se sentía como unas largas vacaciones. A diferencia del colegio, la profesión de ser hadas o espías sí requería mucho trabajo. A veces llegaba alguna de las niñas con un descubrimiento importantísimo. Como aquella tarde en la que Becky tocó el timbre de mi casa, una de tantas idénticas veces.
—¡Tengo que enseñarte algo! Vamos a buscar a las demás.
A lo lejos el murmullo de mi mamá: «Pero llévate un suéééteeer».
Karen iba regresando de su catecismo y se nos unió de inmediato, con su Biblia para niños en una mochila transparente de plástico rosa.
Fuimos por Marimar y Amanda. Su mamá, que casi nunca estaba, nos abrió la puerta. Llevaba un suéter grande, holgado, y las muñecas repletas de brazaletes dorados. Era muy guapa y extrovertida; me daba demasiada vergüenza dirigirle la palabra. Unas líneas de azul metálico le remarcaban los ojos. Me parecía mucho más joven que el resto de las mamás que conocía. Nos ofreció que pasáramos, pero preferimos esperar en la puerta. Nuestros padres no nos dejaban entrar a casa de nadie. Amanda y Marimar salieron a los cinco minutos, aún con el uniforme de deportes de su escuela.
—¿Por qué el pelo de tu mamá es morado? —preguntó Becky mientras emprendíamos el camino.
—Porque sale en la tele —contestó Marimar, y su hermana se dio la vuelta para explicarnos mejor. Era la más grande de todas y siempre hacía eso, explicarnos.
—Da los horóscopos en el canal cuatro. ¿Nunca la han visto? Es muy famosa, tiene muchos fans que le mandan cartas preguntándole cosas. Es la Bruja Sheyla.
—¡Su pelo es morado porque es bruja! —dijo Karen entusiasmada.
—No, es morado porque se lo pinta. Pero se lo pinta porque sale en la tele.
Mis ojos se iluminaron.
—Mi papá también trabaja en la tele.
—¿En qué programa sale?
—En ninguno —contesté e hice una pausa. Tendía a olvidar exactamente qué hacía mi papá en la tele—. Él escribe lo que van a decir los personajes.
—Qué aburrido.
—No, no es aburrido. —Mi cara enrojeció—. Los horóscopos sí son aburridos y tontos.
—Sólo lo dices porque eres escorpión, que es el peor signo. Los escorpiones son muy malos.
—Eso no es cierto.
—Claro que sí. Mi mamá me dijo que el Peje es escorpión.
El fuego en mi cara se había ido a mis orejas.
—Mis papás dicen que el Peje es bueno.
—¿Tus papás también son escorpiones?
—No.
—¿Cuándo son sus cumpleaños?
—No te voy a decir.
Amanda tomó del hombro a Marimar para que dejara de pelear. Pero aun así, me miró sin que su hermana se diera cuenta.
—Es-cor-pio-na. —Leí en sus labios.
Becky hizo un gesto para señalar que habíamos llegado.
—¿Es aquí? —Karen se veía decepcionada.
Era uno de los pasillos laterales del condominio. Los mismos por los que corríamos y jugábamos todos los días. Becky se acercó a una jardinera y apartó con sus manos las hojas de un palo brasil. Quedó al descubierto una ventana oscura.
—Miren —dijo Becky y pegó sus manos al vidrio, haciendo una especie de binoculares con ellas, para mirar hacia el interior de la casa. Las demás hicimos lo mismo.
—¿De quién es esta casa? —pregunté.
—Es la casa de Lindita —explicó Amanda—. Sólo que es la parte de atrás.
—No. —Marimar señaló un punto lejano—. La entrada de casa de Lindita es allá.
—Por eso. La entrada está allá, pero la parte trasera es esta.
Nadie estuvo totalmente de acuerdo.
Detrás de la ventana había una sala vacía, con sus sillones y sus mesas y un florero con orquídeas. Un teléfono, fotos familiares de personas cuyas caras no alcanzábamos a distinguir. El vidrio estaba cubierto por una película sepia, por lo que la habitación parecía guardar una noche dentro de sí. Las cinco mirábamos sin pudor, buscando entre las paredes alguna pista de un misterio inexistente. Parecía que algo en el tiempo de ese lugar se había quedado congelado.
—¡Algo se movió! —exclamó Karen de repente, y las cinco huimos corriendo de la escena.
Cuando recuperamos el aliento al llegar al patio de Marimar y Amanda, nos sentamos en el enorme columpio del jardín.
—Yo creo que era el Aserejé —dijo Karen, aún con cara de susto.
—El Aserejé no es una persona —dije y me reí.
—Dice mi mamá que la letra de Aserejé no tiene sentido porque es un rezo al diablo. O sea, el Aserejé es el diablo.
—No te creo.
—Tiene razón —asintió Marimar con seriedad—. Escúchala al revés.
—¿Cómo la voy a escuchar al revés?
—Pregúntale a tus papás si tienen uno de esos aparatos viejos donde pones un disco y luego lo volteas y suena al revés.
—¿Eso existe?
—Sí.
Becky hizo un par de círculos con el dedo sobre su oreja y ambas nos reímos. El cielo había tornado al gris de las seis de la tarde. Faltaba poco para que nuestras madres salieran a buscarnos y el juego, al menos ese día, terminara.
—¿Pero cómo era? —volvió a preguntarle Amanda a Karen.
—Era una sombra. Como una persona, pero hecha de sombra.
—A lo mejor era Lindita o su esposo.
A lo mejor, pensé (era la respuesta más aburrida). Karen insistía en que escucháramos Aserejé al revés, pero no se me ocurrió la manera de hacerlo.
A veces nos acordábamos de la ventana oscura, luego se nos olvidaba por días enteros. Entretanto, pasaban cosas más interesantes, como el día en que faltamos todas a la escuela porque el volcán más cercano a la ciudad expulsó ceniza. Ni mis papás, ni los de Becky ni los de Karen nos dejaron salir de casa. Pero Amanda y Marimar corrían en el patio, muertas de risa, mirando al cielo como si fuera a caer algo parecido a la nieve, como si pudieran hacer ángeles en la ceniza sobre el pavimento.
Habíamos decidido, de manera casi unánime, ser espías en lugar de hadas. Para ser hadas teníamos que hacer magia y ninguna dominaba esa habilidad. Espiar tenía sentido cuando había algo que espiar, como la sala oscura que podía ser de Lindita o podía no serlo. Pasábamos de vez en cuando a la ventana, rara vez sucedía algo. Todo permanecía en su lugar, aunque nos gustaba creer que encontrábamos pequeños pero significativos cambios. «¿Ves esa flor?», nos decíamos. «Antes no estaba ahí». «¿Ves esa foto? Ahora está volteada. ¡Ya no se ven las personas que estaban antes!».
Pasamos tanto tiempo esperando la gran revelación que, como si la hubiéramos provocado, una tarde estaba ahí. Llevábamos todas los uniformes de nuestras respectivas escuelas: Karen con la falda negra de su escuela católica, un saco rojo y un cuello exagerado sobre la camisa blanca; Marimar y Amanda con los pants azules de deportes; Becky, de jeans y sudadera —iba en un colegio a-me-ri-ca-no, y yo con mi camisa de rayas rojas y blancas y mi nombre bordado sobre el escudo de una escuela que ya no existe. Era la hora de siempre, las cinco y media de la tarde, la hora en la que aquella sala oscura parecía permanecer en un tiempo suspendido.
—Escóndanse —dijo Becky casi en un susurro, y las cinco contuvimos la respiración detrás de las hojas de palo brasil. Nadie se movía.
Tras la ventana se distinguían tres figuras en el sillón de la sala, inmóviles, tomadas de la mano.
—¿Qué están haciendo? —pregunté en una voz tan bajita que nadie me oyó.
—Es un hombre y dos mujeres —dijo Karen—. No cabe duda que uno es el Aserejé.
Karen siempre decía «no cabe duda», lo había visto en una película. De nuevo el cielo se nublaba. Un aire repentino hizo caer sobre nosotras pequeñas ramitas de los árboles cercanos.
—Nos van a ver —reprochó Amanda—. Vámonos ya.
Pero nadie se movía ante lo que parecía ser el gran secreto. Por primera vez en nuestra carrera como espías habíamos encontrado algo sobre lo que valiera la pena investigar.
Las siluetas no se movían, sus manos permanecían entrelazadas. Marimar pegó el oído a la ventana con cuidado, como una doctora escuchando un corazón.
—Nada —diagnosticó—. No están diciendo nada.
—Vámonos ya —increpó Amanda—. Nos van a ver y nos van a regañar.
Regresamos en fila india a la explanada central de la privada. Sentí alivio. Algo en el color sepia de la habitación y de las sombras silenciosas me había puesto nerviosa. Sentía que estaba viendo algo que no debía ver, aunque ese era, precisamente, el chiste de los espías. Tal vez ser hada sería menos angustiante.
Pasamos el resto de la tarde jugando al resorte, hasta que nuestras respectivas madres salieron a buscarnos, gritando ese humillante «¡a bañarseeeee!».
Amanda me acompañó hasta la puerta de mi casa. Era con quien más me gustaba platicar, porque siempre parecía saber un poco más que las demás sobre cualquier cosa.
—Te voy a contar algo, pero no se lo puedes contar a nadie —dijo hablando como adulta. Cuando hacía eso también yo me sentía adulta—. Las personas que estaban en la sala eran Lindita, su esposo y mi mamá. Ella está yendo de vez en cuando a leerles las cartas, porque pues ves que ella puede ver el futuro.
—¿En serio?
—Sí. Ella me dijo que la buscaron porque están teniendo problemas.
—¿Qué problemas?
—Pues dijo que problemas en la casa.
—El Aserejé.
—Puede ser. Tal vez no es el diablo, pero a lo mejor es un vampiro o el fantasma de los dueños pasados de la casa. ¿Te acuerdas cuando estaba abandonada? Creo que aún no te mudabas. Igual no le digas a las demás, porque le van a contar a sus mamás y ya sabes cómo son.
—¿Tu mamá se lo contó también a Marimar?
—No. Seguro pensó que se iba a asustar. Yo te cuento a ti porque sé que eres muy inteligente, que no vas a decir nada.
—Gracias.
Un grito de mi papá flotó desde su ventana: «¡Mari, al aguaaaaa!».
—Nos vemos mañana —me despedí—. No voy a decir nada, te lo juro por Jesucristo.
Cuando entré a casa, ya era de las mayores del grupo. Debía empezar a ser yo la que hiciera las aguas de polvo mágico, ser yo quien llegara con nuevas misiones secretas. Pero pasaron los días y no volvimos a ver las siluetas en la sala. A veces veía a Linda caminando por el condominio, alegre, saludándome como una tía lejana. «Los problemas se habrán solucionado», pensé, e imaginé a la madre de Amanda y Marimar mirando un futuro alegre en una bola de cristal.
Nos tomamos una pausa en cuanto al espionaje y volvimos a ser hadas, aunque ya no me gustaba serlo: nuestras alas de cartón se sentían falsas, chafas. El sabor de los polvos de hada era cada vez más horripilante. Marimar ahora les echaba limón y salsa Maggi. Seguíamos sin hacer magia.
Decidí espiar por mi cuenta. A veces, al regresar a casa después de la escuela aprovechaba para echar un vistazo a la ventana oscura. O lo hacía cuando mi madre y las de mis amigas salían a decirnos que era hora de meternos y yo le pedía a la mía que me diera cinco minutos para recoger mi bicicleta, que estaba del otro lado del condominio. Me imaginaba descubriendo algo más increíble que las siluetas que se tomaban de la mano. Algo tan sorprendente que podría correr a contárselo a Amanda, sólo a ella, para convertirme en aquella que pide que el secreto no sea contado.
Un día se suspendieron las clases en mi escuela. Era el último viernes del mes y los profesores tenían una junta importante. «Día azul», lo llamé, porque el cielo esa mañana era azulísimo y era un día feriado sólo para mí. Las escuelas de mis amigas no inventaban asuetos similares. Me quedé en casa comiendo galletas con leche y mirando las caricaturas. Aproveché la ausencia de mis padres para ver el canal prohibido, el de las telenovelas. Los protagonistas se hablaban con groserías, tomaban alcohol y drogas y se morían de formas horribles. Me daban miedo esos programas, pero no podía dejar de verlos. Eso hacía cuando algo me asustaba, lo miraba y lo miraba hasta tener pesadillas, como la sala detrás de la ventana oscura con la que me había obsesionado. Por las noches soñaba con el famoso Aserejé, un diablo de cuernos y piel roja, iluminada por una luz azul como lumbre de estufa. Lo imaginaba sentado frente a Lindita, su esposo Felipe y la madre de Marimar y Amanda, pidiéndoles que fueran obedientes, que rezaran por él hasta el fin del mundo. Y los tres asintiendo con ojos desorbitados, las pupilas agigantadas con el reflejo de la llama azul.
Mi madre llegó del súper, y de inmediato cambié de canal a Cartoon Network. Pasaban un programa de una escuela donde un perro se disfrazaba de alumno y tomaba clases, aunque nadie sabía que era un perro, un perro azul del tamaño de un niño. Había visto esa serie tantas veces y no lograba convencerme. Imposible que no se dieran cuenta de que era un perro. Apagué la tele y me puse los tenis.
—¿Alguien más no tuvo clases hoy? —preguntó mi mamá al verme a punto de salir.
—No, todas están en la escuela, pero quiero practicar con mi cuerda —expliqué—. Para hacer el salto cruzado necesito espacio.
Y llevé entrelazada en la cintura la cuerda fosforescente que mis papás me habían comprado en Sanborns. Pensé que no sería suficientemente fuerte para amarrar a un diablo ni para sostenerme si debía lanzarme de una azotea, pero quizás serviría de algo.
Afuera, el condominio vacío. Una manguera regaba el jardín con un aspersor; las finísimas gotas dibujaban una manta por la que se formaba un arcoíris. Caminé al lugar de siempre, el rectángulo negro tras la maceta que ya me había acostumbrado a mover de un lado a otro. Me estiré para mirar y celebré una victoria silenciosa. Ahí estaban, de nuevo, las siluetas. Esta vez eran dos: un hombre y una mujer. Lo supe por el pelo. Él no tenía mucho y ella tenía una melena lacia que le llegaba casi a la cintura. El sol del mediodía entraba por la ventana y la sala tenía un poco más de luz que de costumbre. Aun en sepia, distinguí el momento como si estuviera en cámara lenta, puesto ahí sólo para mis ojos. La silueta masculina tomó a la mujer por la espalda y se acercó a ella para besarla. Ella lo rodeó con los brazos. Sus sombras se fusionaron en lo que imaginé como un beso de los del canal prohibido, en los que los personajes se metían la lengua y parecían estar enojados en vez de enamorados. Nunca había visto algo así en la vida real. Pensé en Lindita, sonriente en los pasillos, sus mejillas rosadas como las de una muñeca. Y su esposo, Felipe, pelón inconfundible, con un puro siempre colgando de la comisura de sus labios. Eran esposos, siempre lo habían sido, pero hasta entonces me era inimaginable que se besaran de esa manera. Sentí un cosquilleo por todo el cuerpo, y la pareja hizo un movimiento repentino. Aún besándose, se dieron la vuelta, quedaron con la vista a la ventana. Retrocedí conteniendo la respiración, incapaz de emitir cualquier sonido que me delatara. En la tele, pensé, seguiría el programa del niño-perro; y en la casa, el refri lleno de helado y mi madre friendo el arroz. Abandoné la escena aún con mi cuerda en la cintura, pensando en qué le diría a Amanda sobre lo que había pasado. Todavía faltaban unas horas para que regresara de la escuela y yo pudiera tocar el timbre de su casa para decirle: «¡No me vas a creer lo que pasó!».
Estaba por llegar a mi casa cuando la vi subiendo las escaleras del estacionamiento. Linda llevaba las manos repletas de bolsas de supermercado.
—¡Hola, corazón! —me saludó—. ¿No tuviste clases hoy?
Un nudo se apretó en mi garganta, como si la cuerda del Sanborns me ahorcara.
—No. Hoy es puente. Bueno, no, los maestros de mi escuela tienen una junta.
—¡Qué bueno que les den el día!
Imaginé mi cara enrojecida.
—Sí, lo malo es que a las demás no les dan el puente, entonces…
¿Me veía tan nerviosa como estaba? ¿Y si podía leer en mis ojos lo que había visto? Pero Linda asentía, como solía hacerlo al escuchar, y una voz conocida emergió detrás de mí.
—Hola, hola —saludó la mamá de Amanda y Marimar. Sus manos llenas de pulseras se colocaron sobre mi cabeza trenzada—. Pasé a buscarte, pero no estabas.
Linda soltó su risa fingida.
—Había que hacer compras. Ya ves que en mi casa todo nos lo comemos de volada.
—Te dejé un sahumerio con Felipe —siguió la bruja—. Luego te mando un mensajito de cuándo usarlo. Vas a ver que sirve, luego luego vas a sentir cómo se limpia la energía, y las envidias se empiezan a dispersar.
Su perfume dulcísimo fue arrastrado por el viento hasta mi nariz. Lindita asentía, sonriente, y no pude más que musitar una extraña despedida y caminar hacia mi casa. Volteé a verlas una vez más antes de entrar. Las manos de Linda abrazaban a la madre de mis vecinas; sus uñas de acrílico reposaban en la cabellera violeta.
Amanda y Marimar me buscaron en la tarde, pero les dije que tenía mucha tarea. No era mentira. No podía concentrarme en los problemas de matemáticas que se desplegaban en mi cuaderno. Se hizo la noche y la cena, mientras la cuadrícula seguía en blanco.
—Mamá, ¿es cierto que antes se podían escuchar los discos al revés?
Mi mamá se rio.
–¡Uyyyy! Claro, pero no eran discos, eran acetatos. ¿Los has visto? Todavía tengo algunos. Son como discos, pero negros y mucho más grandes. Para escucharlos los poníamos en un tocadiscos, que era un aparato con una aguja.
—La aguja tenía diferentes velocidades —siguió mi papá—. Si lo ponías en velocidad neutra y girabas el disco en sentido contrario con el dedo, se escuchaba al revés.
—Si quieres, podemos hacerlo un día para que lo veas. —A mi mamá le había entusiasmado mi pregunta.
—¿Y es cierto que si pones la música al revés puede tener mensajes secretos?
—¡Claro! —Mi papá tomó de su coca light—. Cuando ponías al revés las canciones de los Beatles y de Led Zeppelin decían cosas rarísimas, bien claritas, sobre el diablo.
El corazón se me fue al estómago. Mi mamá puso frente a mí un plato con quesadillas y un chocomilk.
—No es cierto, hija. Son rumores. Imagínate: si pones una canción al revés, no se entiende nada, ¿verdad?; pero si te predispones a escuchar algo, tu mente va a hacer que lo escuches, pero es sólo tu imaginación. —Mamá le echó una mirada de reproche a mi padre.
—Exacto —dijo mi papá mientras le ponía aguacate a sus quesadillas—. Lo que comentó tu mamá.
No desapareció la sensación de que mi corazón se había movido de lugar. Después de cenar y antes de dormir, dejé mi uniforme del día siguiente en un gancho sobre mi puerta. Hice mi oración al ángel de la guarda. Luego anoté con mucho cuidado la letra de Aserejé, como me imaginaba que se escribía. La leí de derecha a izquierda en voz alta, una y otra vez hasta rendirme. Hice la hoja pedacitos y la tiré a la basura. Al día siguiente tenía examen de civismo. Soñé con una mujer mirando una bola de cristal.
Después de aquella aventura, no recuerdo mucho más de Marimar y Amanda. Unos meses después se mudaron. De vez en cuando esperé a que pasaran el programa de la Bruja Sheyla en el canal prohibido, pero nunca lo pesqué. Lo he buscado en YouTube, y no está. Y de sus hijas, no recuerdo las caras ni las voces.
Mariana Rosas Giacomán (Ciudad de México, 1998). Es politóloga por la Universidad Iberoamericana. Cuentos suyos aparecen en diversas revistas, como La Palabra y el Hombre, Este País y Punto de Partida. En 2022 ganó el primer lugar en cuento del 53 Concurso Punto de Partida de la UNAM, con Mátalas. Publicó la novela Hay mucho humo en mi habitación (Floramorfosis Editorial, 2021).