ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Los geranios y la nieve

Sergio Ernesto Ríos

 

 

Grafógrafxs presenta una serie de entrevistas breves a escritores sobre su oficio, manías, anécdotas, visiones acerca del arte, pero, en especial, respecto a ciertos detalles que ayudarán a trazar un perfil de este lado, en la orilla de lo cotidiano, en la que aparentemente nada pasa.

Los geranios y la nieve, libro de Alonso Guzmán, ensambla una exploración  autobiográfica e irónica entre varios desdoblamientos: un periodista heteroflexible en arduas investigaciones de campo, un locutor de radio treintón, un asesino de niñas obeso que ama usar un disfraz de conejo de pascua, un jefe de policía matlazinca que no quiere sacrificarse para apaciguar a Coltzin, la hija de Jabba the Hutt y Divine, llamada Marla, amante de los perros y, por último, Deerhunter, un asesino serial que hace de las suyas por la ciudad. Esa ciudad, por supuesto, se llama Toluca. En la narración se integran mitos y crónicas antiguos. El pastiche va hacia la música, el porno, la historia y la poesía. La escatología se mezcla con placer entre vapores y escarceos seminales. Alberto Chimal alguna vez me prometió una novelita pornosadomasopunk ambientada en Toluca. Caminábamos por Hidalgo, entre Bravo y Villada. Señalaba edificios, locaciones. Al día de hoy no la he leído. Hoy sé que esa novela se llama Los geranios y la nieve, pero la escribió Alonso.

 

Sergio Ernesto Ríos: En Los geranios y la nieve, tu segunda novela, Toluca sigue siendo el eje narrativo y el eje del mal. ¿Qué define esta ciudad y su envilecimiento y, por supuesto, tu gusto por retratarlo?

 

Alonso Guzmán: Me encanta esta ciudad. Es perversa. Siempre digo que no debes comentar en voz alta tus planes, tus anhelos, porque la ciudad los aniquila, los corrompe. Su brutalidad viene del desconocimiento. Es como una bestia nunca estudiada, marina, de las profundidades. Todo en ella es bacterial, ¿sabes? Las personas que la habitamos, el excremento de los perros, todos somos bacterias, pertenecemos a un mundo minúsculo, estático, mineral, más parecido a la mirada de las aves, a la repetición del cromosoma 21. Su mirada es la de una gallina moribunda. No nos importa qué ha sido de ella, qué es o qué será. La habitamos como habita el esmegma. Creo que de ahí viene su vil naturaleza.

Hay muchos, muchísimos símbolos, que me interesan, que realmente me fascinan. No mencionaré todos, porque para muchos serán de hueva, pero mira, por ejemplo, está el glifo de Tollocan. Tiene muchas lecturas, pero a mí me late una en la que se creyó mucho tiempo: se decía que el glifo agachaba la cabeza en señal de sometimiento. ¿Qué tal? Vivir en un pueblo en donde Tolo, tu dios, es eterna y perpetuamente sometido. Está cabrón. Pero no es ese el que me gusta tan hardcore. Otra lectura es que Tolo es un dios corcovado, que su forma pertenece a un jorobado. ¿Te das cuenta? Un maltrecho, un deforme, es el dios de este valle de aguanieve. Es lo más cercano que he tenido a ese pinche verso de Vallejo que me cambió la vida: “Yo nací cuando dios estuvo enfermo”. Pufff. ¿Cómo chingados no escribir de algo tan heavy, tan chingón? También están otros dos ejemplos que rondan siempre a la hora que escribo (entre otros): La venta de negros en la ciudad. ¡En Toluca vendían negros! Tenían tarifas, formas, registros y gustos por ciertos negros de tal o cual lugar de África. A la sociedad toluqueña le costó mucho trabajo quitarse ese gusto por la esclavitud. Claro que lo catalizó y se volvió en un deseo tronchado que se convirtió, con los años, en mojigatez, conservadurismo y desprecio. Yo creo que esto, entre otras cosas, sigue presente por estos rumbos, sólo que no lo sabemos o no nos importa; pero ese pinche servilismo vendepatrias, esa pinche idea de clase media conservadora, llena de criados y afanes, ronda por las calles de esta ciudad. No es casual que acá todo huela a priismo de la más vieja sepa.

Eso es lo que me intriga, me late y hasta ahora me conmueve. Esta ciudad del otrora “Toluca buen gente no mata, nomás taranta)”, ahora es nada más: “tira cobija y tira barranca”, porque te chingan hasta por estar cachetón, y sabes que ni una mantita te avientan los ojetes.

 

SER: Hay en tu escritura un fondo autobiográfico, como músico under, escritor, locutor o periodista. ¿Qué personaje disfrutas más representar y por qué?

 

AG: Sin duda, la del músico under. Tocar hardcore, punk y crust en el Re.In y en Keyser Soze ha sido de lo más chingón de mi vida, porque ahí conocí las escenas punk de casi todo el país, a la escena anarcopunk de muchos lados, desde los más organizados hasta los más destroy. Tocar punk me abrió las puertas para los lugares más torcidos. Aprendí eso que no tuve en mi infancia: el barrio. Desde los rincones punks de San Cristóbal Huichochitlán, con los Nu Boxte en casa Don Bau, en donde se juntaron las mejores bandas noventeras y de principios de siglo, hasta Metepec, con los Orines de Puerco, pasando por los lugares momentáneamente autónomos que se abren a cada instante en la ciudad de Toluca y en el país. Esa pinche camaradería de una banda es difícil de encontrar. Me siento más a gusto y tranquilo ahí, con mi caguama en la mano, el cigarro en la otra, echando carrilla con la pandilla mientras nos toca subir a tocar. Me relajo, no me da miedo, ¿sabes? En todo lo demás me siento torpe, como si pesara 300 kilos y tuviera que sentarme en una silla diminuta. No termino de cuajar. Al final, creo que en el único lugar donde me siento bien es en el cotorreo. En fin, me gusta más decir que soy punk que escritor o locutor, pero, al mismo tiempo, se me hace una mamada decir que soy punk, porque soy más un borrachito que un punk y así hasta el infinito.

 

SER: Como locutor de radio has vivido la censura de cerca. ¿Puedes contar cómo fue que Eruviel acabó con tu programa de punk?

 

AG: Ja, ja, ja. Ese señor es una broma, todos son una mala broma, gacho. Aún nos reímos de eso. Fue raro. Trabajaba en Radio Mexiquense. Cinco o seis años antes me habían invitado a integrarme al equipo; algo que hice sin dudarlo, siempre había querido trabajar en la radio (además descubrí que soy el peor corrector del universo y de eso trabajaba en ese momento). Hubo un cambio: se fue Peña del estado y entró este otro. Ya sabes: se fueron personas, llegaron personas a la estación. Yo tenía un programa en a. m. y f. m., una revista cultural que caminaba poco a poco. Cuando llegó la nueva directora, gente de Eruviel, hizo cambios radicales de la nada. Cambió, quitó, modificó según su criterio radiofónico, que es parecido al nonoxinol 9. De inmediato, los cuadros directivos comenzaron a cambiar, y entre todo ese relajo nos encargaron un programa de punk a las 10 de la mañana, los miércoles, creo. Cecilia Juárez y yo programaríamos y echaríamos cotorreo a esa hora. En fin, la idea nos pareció chingona, porque la Ceci y yo nos llevamos muy bien y nos sentimos cómodos en el micro. Salimos al aire algunos meses, un par, quiero creer, un poco más. Teníamos buen número de llamadas y programábamos buen punk, chido, de todas las posibilidades y, claro, la temática era espinosa para el partido en el poder. Ya sabes: injusticia, pobreza, marginación, odio, violencia. Pero eso no fue lo que le afectó al señor gobernador (o al menos eso nos dijeron). Lo que sucedió es que había escuchado que en una canción una banda que no recordamos (y que deberíamos recordar) cantaba algo así (cito de memoria y mal): “¡Mierda a la policía, mierda, mierda / mierda al sistema, mierda, mierda!”. Y esa palabra, “mierda”, le pareció un poco cagada, ofensiva y altisonante al señor gobernador, quien, acompañado por la directora del Sistema de Radio y Televisión Mexiquense (fíjate en el detalle), la “escuchó por casualidad en la camioneta a la que se subió después de un acto público”. Nunca volvimos a salir al aire. El punk logró su cometido. No discutimos ni peleamos por eso, porque el punk logró lo que tenía que lograr. Eso me lo contaron a medias, porque ninguno de mis jefes en la estación tuvo a bien explicarme, por lo menos, qué había pasado. Nadie me dijo nada. Al final, mi respuesta hubiera sido una carcajada.

 

SER: ¿Qué narradores mexicanos te interesan como familia adoptiva?

 

AG: Francisco Tario, Amparo Dávila, Humberto Guzmán, Daniel Sada, Mauricio Carrera, Mario Bellatin, David Toscana, Juan Hernández Luna, Josefina Vicens, Del Paso y familia lejana que por ahora no recuerdo.

 

SER: Mantienes siempre una relación de amor y odio con la poesía. ¿Hacia dónde evoluciona esa relación?

 

AG: Tengo una relación de amor-odio con todo. Mi mujer dice que es hormonal. Yo lo creo, el sobrepeso y las horas que estoy sentado oprimen mis testículos más de lo normal. Si evoluciona en algo esta relación, es en un cáncer muy jodido en los yarboclos. Con la poesía, sospecho que pasará lo mismo.

 

SER: ¿Algún consejo para los escritores lactantes de la próxima década?

 

AG: Mmmm. No tengo ninguno. No soy tan mamón.

 

Los geranios y la nieve[*]
(fragmentos)

 

Un hombre muere en la acera después de un estornudo. Una mala jugada en el nervio trigémino. Algunos morbosos lo llaman “estornudo fótico”. La historia es aparentemente sencilla: un hombre moreno de mediana estatura, un poco pasado de peso, sale a la luz después de masturbarse durante horas en una cabina del sex shop. No piensa en la muerte y no es su culpa. Apenas recuerda el talle avícola de Alexis Love. Ve la luz y muere de inmediato, como si un haz fuera una navaja y se clavara en alguna arteria o en el cerebro o en el semen que remoja su ropa interior, aún fresco, aún sin enterarse de que ha de morir.

 

* * *

 

Desde las montañas que rodean la ciudad se alcanza a ver el trayecto frío del invierno. Los últimos espasmos de la luz que se va con el sol. Los vecinos de la zona están acostumbrados a los intensos rojos en el horizonte. El rojo lo domina todo. En esas tardes, un par de jovencitas descubrieron entre la maleza una red enorme con trozos de piel, huesos y órganos. Estaban cubiertos de cal, pero aun así el rojo sanguíneo trazaba caminos. Una de ellas tomó la foto y la subió a la web. Sin querer, sin intención poética ni sarcástica, la tituló: “Tarde toluqueña desde Zopilocalco”. Uno no podía darse cuenta en dónde comenzaba la sangre y en dónde el cielo.

 

* * *

 

Llegó a las seis de la tarde. Vapor general. Le sudaban las manos, como si tomara la palma de una amante. Ahí estaba el vapor y cinco hombres charlando. Lo voltearon a ver y callaron unos segundos, los suficientes para darse cuenta de que su presencia era un acontecimiento. “Buenas tardes”, dijo con lo que le quedaba de voz. Le sangraban las encías. Los hombres le respondieron lo más parecido a lo amigable, no pudieron ocultar la curiosidad. Miradas sobre el hombro y cuchicheos llegaron a los oídos de Cervantes. Poco a poco se levantaron y se fueron; sólo quedó uno. Cervantes pensó que era el momento adecuado y preguntó sobre ciertas fiestas que se hacían ahí, según se había enterado. El otro hombre, gordo como un elefante recién nacido, le dijo que nunca había escuchado nada semejante. Cervantes no le creyó. Algo había en la mirada del otro. “Bueno, yo creí…”, dijo Cervantes mientras se levantaba. Caminó rumbo a la entrada y escuchó detrás de sí:

—Espera… Si te digo, ¿dejas que te la mame? Cervantes volteó sorprendido, trató de no ofuscarse.

—¿Cómo? –preguntó para hacer tiempo, para asirse.

—Sí, me has gustado y me encantaría mamártela –dijo el gordo.

—Me dijeron que aquí había cierto tipo de reuniones que me interesan —soltó Cervantes sentándose de nuevo.

El gordo se acercó lentamente. Mientras lo hacía, comenzó a frotar su pene, que ya mostraba una gigantesca erección. Cervantes sintió cómo un calor parecido al magma le escurría por el estómago. Sintió cómo las venas llevaban aquella sensación volcánica a cada rincón del cuerpo. Comenzó a excitarse, a imaginar ese enorme pene en la boca, comer su semen. Un refrescante sulfuro de baba lo regresó a la realidad. El gordo se lo chupaba al ritmo de sus tetas flácidas. Cervantes tomó entonces la enorme verga del gordo y comenzó a masturbarla, caliente, dura, palpitante. Eyaculó en la boca del obeso, quien reía a carcajadas mientras hacía burbujas con su semen. Una puerta seminal se abrió entonces en los baños Elba. Una puerta de constantes flujos, vapor y silencio.

 

* * *

 

Quiero que me comas en la botana. Que me quites trozos de pezón y lengua mientras eructas la cerveza. Que comas mi fluido en sopa azteca, entre la crema y el totopo. Que mi cara en fragmentos presuma lozanía en el pozole blanco. Quítate la carne, mi carne, de entre los dientes, carne de mis muslos, de mis glúteos perfumados con pápalo y morita. Quiero que me comas en bufete, en parrillada, en sándwiches de pícnic, con huevo revuelto, con machaca, en estofado de caguamanta frente al Pacífico. Atragántate, ahógate de mí, con mis espinas; empáchate, acédate, hártate; erúctame entre besos; obésate de mí, de mi grasa, de mis vísceras…

 

Alonso Guzmán (Toluca, Estado de México, 1980). Es licenciado en Letras Latinoamericanas por la UAEMéx y egresado de la Escuela de Escritores del Estado de México. Publicó La agonía de la marmota (2006), Premio Alejandro Ariceaga para primera novela del Centro Toluqueño de Escritores; Los geranios y la nieve (Diablura Ediciones, 2014), Górgoro(Diablura Ediciones, 2019); Herida cubierta de malva (Grafógrafxs, 2020), y El día de los chacales. Instantáneas de dos bastardos (Grafógrafxs, 2021). Antologó El monstruo moderno (Grafógrafxs, 2021), Corcova, diez relatos sobre Toluca(Grafógrafxs, 2022) y Caballitos de madera. Antología de cuento infantil y juvenil (Grafógrafxs, 2023). Es locutor y productor en el 99.7 de FM, Uniradio; bajista y vocalista de la banda de punk Re.IN, y coordinador del taller de narrativa de la revista Grafógrafxs.

 

 

[*] Los geranios y la nieve (Diablura Ediciones, 2014).