ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Escritura documental: del silencio a la rasgadura
habita María Luisa Puga

María Yolanda García Ibarra

 

Para Brenda Ríos, la rara favorita.

 

Nota de la autora

 

El presente ensayo literario establece un diálogo subterráneo de citas a propósito de María Luisa Puga en el libro La forma del silencio (1987) y los comentarios que realiza, sobre el mismo texto, la escritora Brenda Ríos. Las citas de María Luisa aparecen en cursivas; las de Brenda, entre corchetes. El cuño acapulqueño de ambas y la relectura que ofrezco amplían la interpretación de la escritura en femenino e intimista que se atreve a desarticular lo silente.

 

De novelas y silencios

 

Sin conocerla, compré el libro gracias a la palabra silencio sobre la portada color mostaza: La forma del silencio, de María Luisa Puga. Muchas veces pienso cómo escribir filosóficamente —o desde la academia—sobre el fenómeno silente, sin embargo, no logro fundamentar esa cosa que si nombras, ya no está. El mundo está rodeado de criaturas luminosas que lo hacen cantar, que atrapan cosas: las redes de pescar palabras están llenas de palabras, pero de pronto algo se pausa y aparece el silencio, para mí, casi después, como un rayo, está María Luisa Puga.

 

Visionaria, lúcida, obsesiva, confesional. Ella narra “algo” suspendido entre lo autobiográfico y la autoficción. Sería necio categorizar su obra de un vistazo, aunque aclara desde el inicio: su libro es una novela para ponerse en las cosas, entenderlas, reconstruirlas u organizarlas. Una novela es una flecha que se lanza al aire, a ver qué.

 

El libro desata un lenguaje propio: lo mágico de la novela como género es que es como si uno escogiera un pedazo de la realidad para acercárselo y verlo de a poquito, alterando algo que yace invisible, como dormido, y que al ser despertado se levanta y habla… o se pone a existir, como se prefiera. Así nada más, como un tiempo infinito en donde las cosas se suceden como calmados goteos que uno va pudiendo rescatar para salvarles lo salvable.

 

[Casi imposible leerlo de corrido, una debe tomar descansos, habitar la tenacidad del texto que sale a flote. Atravesamos el túnel, la luz que promete que vamos a salir pronto no se asoma. Con María Luisa se está a oscuras aunque hable de luz todo el tiempo].

 

El relato transcurre entre cartografías de ciudad, dos monstruos: Acapulco y la Ciudad de México. Entre luz y silencio, el novelista es como un mago ciego, que a su paso tanteante va encendiendo luces y titilaciones que no puede ver. Contar para poder ver. Para saber qué es lo que uno ve. Hay que contar para redondear.

 

Aunque con suerte se logra ir redondeando lo que se quiere decir, algo entra en crisis al escribir. Su texto tiene tantos niveles y contrastes que sabe el reto que implica —el horror de la confrontación con uno mismo—. Se desestructuran las cosas: la pareja, la familia, la sociedad, el país. Se viene abajo todo un torrente de palabras inútiles, cada vez más especializadas; más secas e incomprensibles; más ajenas al sentir humano. Sin embargo, con María Luisa las palabras no suenan a ya dichas, chaparritas, terregosas e iguales, al contrario, convocan a mirarse para adentro, para fuera y después de regreso: acompañan al lector en el recorrido de aquellas zonas de indeterminación íntimas pero al mismo tiempo públicas, zonas a las que resulta duro acceder en solitario.

 

Gran parte del relato habla sobre el cuerpo, del silencio entrando al cuerpo: espeluznado, tenso, prohibido, definitivo y, a veces, sumiso, contenido e impersonal. María Luisa expone el silencio sí, pero para cartografiarlo, para dar cuenta de cómo afecta la historia vivida. Intuyo su archivo íntimo, al tanteo de la recuperación documental; la manera en que los priistas se creen país, sus expresiones adustas, las ideas que nos heredaron y que supuestamente somos, el caos que hay que enfrentar para que la ciudad no nos mate, los deberes, la bandera de los lunes antes de entrar a clases, en suma, recuentos de la victimización de la que uno ha sido objeto. Difícil asunto verse a uno mismo siendo.

 

Infancia

 

[Diálogos entrecruzados, personajes constantes, de atrás hacia adelante o viceversa, pero siempre pensando en las diferentes maneras de hallar el silencio desde esa memoria que se cruza con la invención de la verdad. Una terraza con vista al mar, la infancia y la luz, siempre la luz].

 

¿Es la infancia un tiempo de impresiones que se incrustan en la conciencia sin ningún matiz? Quizá así, sólo después de mucho tiempo, es cuando se logra desentrañarlas y entonces las palabras adquieren el valor que dictaron aquellas circunstancias. María Luisa Puga descubre el silencio como quien lo inventa: la brisa, ese susurro premonitorio que algo incontrolable se va a desencadenar.

 

[La infancia es un terreno peligroso. Porque no se sabe qué tanto debe hurgar uno para estar “tranquilo”, eso sospecho, quién sabe, puedo equivocarme como lectora].

 

María Luisa quedó huérfana de madre a los cinco años y con ello llegó el periplo, la búsqueda de refugio, las ganas de ser ciudad ante mudanzas que no terminaban. Su niñez, mirar por la ventana, a la calle, al mar… con una sensación indefinible de que allá estaba transcurriendo la vida. La abuela, su casa con barandales, su voz sensata, ecuánime. Ineludible. Era la voz de la realidad. Las cosas se hacían visibles en cuanto ella las enunciaba: faltan limones, pero no los traigan amarillos ni muy verdes. Fíjense bien al comprar, no nada más pidan las cosas. Escójanlas. Y de nuevo, el mar, muy de frente, visto desde la colina, presente también en el lenguaje de todos en esa casa. ¡Qué picado está el mar!, ¿ya viste el color que tiene hoy?... el mar, que era lo que los adultos decían de él.

 

Turismo

 

[Noche de lobo, cerrada y absoluta como un bochorno] ¿Cómo es crecer en Acapulco? [Lo que el puerto no tiene a ella le sobra].

 

El calor, el desánimo y, ante todo, el turismo: desde el salón de clases, en primero de secundaria, se veía la interminable hilera de trailers de gringos jubilados que venían a ponerse en esta naturaleza sin dejarse tocar por esta realidad. Las costas de México son las primeras en abrirse al extranjero, en prostituirse por una casi natural necesidad. El otro que por desconocido seduce, brilla, se vuelve envidiable.

 

Hoteles agringados, pero siempre el brío de ese estado que, muy turístico, muy vendido, sí, pero no deja de ser el más bravo de la República. Y, desde esa fiereza, también la banana, el llaverito con la foto de recuerdo, el cliente consuetudinario, ese inglés que lleva como veintitantos años en México y jamás consideró la posibilidad de aprender español. Y lo habla, imagínese usted: entiende todito. Pareciera que lo pronuncia mal a propósito. Como que no quiere olvidar que es extranjero. María Luisa podría decir que casi se mofa de la categoría de “turista chilango” que se pasea con su ropa demasiado nueva, llega luego luego a las tiendas y organiza proezas acuáticas: lanchas, esquíes, tablas.

 

País herido

 

[La moraleja griega. Cruda, como si estuviera filmada en blanco y negro]. [Mira, tomas un tema, un trocito de tela, no sé, digamos un país violento. Elige un mapa. Luego diseccionas].

 

Ella no ofrece la historia dramática exagerada, victimista —la vida no puede ser una cadena de emociones fuertes, qué agotador—, sino que nos ofrece los humores de la mala organización social de un país herido que algún día fue el Acapulco marcado por el amor y el júbilo, pero al que después le vino la crisis de los ochenta.

 

Sin contar sucesos históricos lineales, proporciona ilusiones y desencantos. La diferencia de clase: acomodados y desacomodados, mientras las madres dicen sensatas: así está el mundo: patas pa’rriba. Los padres hablan de la ineficiencia de los gobernantes y los hijos sienten que son los únicos que se dan cuenta de que la vida es una mierda.

 

Corrupción, violencia. Acapulco es una marcha amorfa y turbulenta, es el silencio de los que no se ven: los morenos, las mulatas con una tina de aluminio en la cabeza, los perros flaquísimos que se meten entre las piernas… ellos, los vencidos de antemano, que te bucean un veinte, te mueven la panza, te meroliquean la historia del Fuerte de San Diego. María Luisa suspende el umbral íntimo, propio; se toma el tiempo para enseñarnos que las cosas son como son y no de otra manera: eso que nos arrebataron tan solapadamente que aun presenciándolo ni nos dimos cuenta.

 

Ella anda por la escritura sin mesura, entre contrastes. Terca, no quita el dedo del renglón, pondera también una dimensión política cuando se coloca de perfil y de frente ante sus memorias. Arroja asimismo, sin ser escueta, críticas e implicaciones para recomponer el escenario y hacer del lenguaje un acontecer social: en el tiempo que se nos va, la tensión que nos consume, en la rabia que nos aflora, en la amargura que nos desinfla, ante el espejo, cada cual ha sabido siempre, de una manera recóndita, chiquita, que no es posible seguir así.

 

Temblor. Ciudad de México

 

El 19 de septiembre de 1985 el país se sacudió temprano. No fue una advertencia parcial, sino un hecho general que a todos nos sacude y nos hace percatarnos de nuestra vulnerabilidad. La ciudad de historia vertiginosa, tan cambiante, conoció el silencio sepulcral. Edificios nuevos, ostentosos, fieros, de varias dependencias de gobierno que tanto aseguran, que tanto prometen, también se desplomaron, como aburridos de tanta faramalla. La ciudad se vino abajo, sobre la gente, y los que quedaron salieron a la calle, a comprobar lo diminutas que quedan las palabras debajo de los escombros; se prometieron no olvidar jamás.

 

Moraleja

 

[Poner la escritura en su punto, sin fuegos artificiales].

 

La forma del silencio fue publicado en 1987. En 2018, cuando lo leí, creí encontrar un tesoro del que casi nadie sabía. Sin embargo, la Universidad Nacional Autónoma de México reeditó Diario del dolor, también de María Luisa, como parte de la colección Vindictas. El proyecto es impulsado desde el ejercicio de valoración e investigación a propósito de escritoras que de alguna forma el canon intentó silenciar. Escritoras latinoamericanas que han quedado fuera del alcance de los lectores porque tenían mucho tiempo sin reeditarse. “Vindictas” proviene del verbo latino “vindico”, que significa “vengar”, “castigar”, “entregar”, “proteger”. Vindictas es un nombre combativo y generoso. Celebro la iniciativa. Yo misma construyo arqueologías con mis silencios y fantasmagorías. Ante una autora tan brillante e intimista se debe ampliar el espectro para difundir su legado. El olvido es peligroso. Sin embargo, María Luisa no escribe porque debe, escribe porque puede y porque quiere. Disloca, estremece, sus palabras desnudan e informan sobre el silencio, lo desgarrador: convocan a coexistir con los demás aunque por dentro algo esté aullando, una interminable protesta. Para concluir, espero que lo dicho sirva para ganar más adeptos en esta nuestra comunalidad contemporánea, deseosa de leer cada vez más y más a mujeres.

 

Referencias

 

Puga, María Luisa (2014), La forma del silencio, Ed. Siglo XXI, México.

Ríos, Brenda, Raras (2019), Ensayos sobre lo femenino, el amor, la voluntad creadora, Ed. Turner.

Ríos, Brenda (2021), “Acapulco y María Luisa Puga”, shorturl.at/alT38, La Flecha Roja.

 

María Yolanda García Ibarra (Querétaro, 1989). Doctora en Filosofía por la Universidad de Guanajuato. Candidata al Sistema Nacional de Investigación y docente de la Universidad de Querétaro. Es autora de Narcisa (Herring Publishers).