Estrellas de mentiras
Judith González Pérez
Desde que era niña, con sólo mirar el cielo se me aplacaba el alma, pero últimamente me he estado cargando un humor de los mil diablos desde que a mi prima la bonita, la perfecta, la ejemplo de hija buena, la hicieron gerente general de su chamba. Neta que no entiendo cómo las más pendejas tienen los mejores puestos, los mejores novios, las mejores vidas. Y no es envidia, porque yo sé, y toda la familia lo sabe bien, que yo soy más inteligente que todas mis parientas. La prueba es que soy la única que ha pasado un examen de admisión en la universidad. Si ya no seguí estudiando fue por otras cosas.
Pues la estúpida de mi prima trajo un pastel y nos mandó llamar a todos a la casa de la abuela. Al entrar, olía a fiesta de cumpleaños con chocolate, dulces y piñata. La muy babosa, con esa cara que saben poner las mustias presumidas, nos dio su noticia. Yo sonreí y le hice una mueca chistosa, como cuando éramos niñas, pero se me endurecieron las tripas del puro coraje. Neta que la vida no es justa: mientras yo pensaba en qué le iba a decir a mi patrona por la mercancía que se robó la empleada que estuvo nomás medio día, ahí estaba la otra idiota agradeciendo a sus padres su gran sacrificio de haberle pagado la escuela y a la abuela, que le hubiera preparado sus comidas favoritas y le hubiera dado dinero a escondidas para comprarse sus libros. Pinche vieja mamona. Y todos llorando a moco tendido y que «felicidades», y que «qué bueno», y que «la primera que llega tan alto», y que «te lo mereces». Hasta mi madre estaba ahí con los ojos brillosos y una sonrisa que berreaba «ojalá esta fuera mi hija y no la que me tocó». El único que no participaba de aquello era mi papá; él no se esmeraba ni tantito por fingir alegría. Suspiró convencido: «Esa dio las nalgas, y bien». Cómo me dieron ganas de decirle que darlas no era garantía, que yo se las había dado a mis dos patrones y de cualquier modo me habían mandado a la verdura cuando les exigí prestaciones de ley. Tampoco había sido garantía con el pinche maestro de derecho penal, quien igual me reprobó porque me negué a hacerle ciertas cosas en aquel hotelucho de mala muerte.
Luego, hace quince días, al salir del trabajo me robaron el celular. No es por lo que vale la chingadera, aunque sí me duele porque lo acababa de sacar, sino por el modo en el que me lo quitaron. La onda es que me tocó inventario y, como no sentí el tiempo, no le hablé a mi hermano para que fuera por mí. Antes de subirme al puente, me fijé que no hubiera nadie, pero no me fijé bien porque justo cuando iba a la mera mitad había dos batos, uno atrás y otro delante. El que tenía de frente dijo: «Estás bien sabrosa, mamacita». Y el de atrás me dio una torteada bien maciza. La neta sí me espanté y me quedé quieta quieta; por unos segundo nomás se escuchó el rechinido de mis dientes. «No te hagas pendeja: ¡el celular y la cartera!». Tiraron la carcasa a la que le había puesto «Elena» con barniz de uñas rosado, con brillitos. Se fueron corriendo y ahí me quedé parada, leyendo muchas veces mi nombre, mientras me revoloteaban en la cara dos maripositas negras que también habían estado escondidas en la oscuridad. De regreso a mi casa iba como perdida en un laberinto bien loco que apestaba a puro caño.
La semana pasada tocaba revisar los resultados de la convocatoria para la Escuela Militar. Estaba segura de que me aceptarían. Hasta sonreí cuando metía mi CURP y me hacía mis planes bien acá: Yo también voy a comprar un pinche pastel, pero más chingón, más caro, un selva negra rojo de tantas cerezas; y también una sidra rosada para que no se note la jodidez. Y también les voy a agradecer a mis padres que me dieron escuela y que no la supe aprovechar, pero que ahora iba a ser la mejor para orgullo de ellos. Y a mi abuela, que nunca me ha dado nada porque dice que no soy su nieta por prieta, le voy regalar un rebozo fino para que se lo lleve a misa la cabrona. Y cuando todos estén comparando el logro de mi prima con el mío, le voy a decir a mi padre que acá uno no puede dar las nalgas, que si entras a la Escuela Militar es porque neta eres chingón. Pero mi número de concursante no salió; se me durmieron las manos y me empezó a hormiguear la boca. Me puse a llorar toda decepcionada: ya me había imaginado con mis uniformes, bien peinada, bien tragada, aprovechando al máximo mi pinche cerebro lejos de este barrio miserable que todavía cree en Dios, y ándele que no me aceptaron. Mi mamá me encontró con la cara enterrada en el cojín lila de mis quince años. «¿Ahora qué tienes?». «No ahora —el desconsuelo de ser yo me tapó el hocico—, desde siempre. Ya estoy hasta la puta madre de vivir aquí, de estar esperando que la Divina Providencia me cambie el destino. Ya estoy harta de aparentar que estoy bien, que vivo bien, que doy gracias por lo que tengo, que estoy contenta con lo que soy. Ya estoy hasta la pinche puta madre». La miré con complicidad y me señalé el bajo vientre. «Ah, eso. Ahorita te traigo una copita de anís».
El vidrio de mi ventana está tan viejo que, por más que se las rasqué, no se le quitan unas resquebrajaduras que se confunden con estrellas. Me siento en el borde de la cama y dejo que la luz de la lámpara de la calle, a través de esas estrellas de mentiras, me cierre los ojos.
Judith González Pérez (Toluca, Estado de México, 1971). Cursó el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores del Estado de México.