ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

El comienzo del mundo

Fabrício Corsaletti

 

 

Era el comienzo del mundo y había un mundo anterior al nuestro, un mundo desconocido y que nos desconocía, que no nos interesaba o que nos causaba miedo, pero nunca hablamos de él y por lo tanto éramos libres. Teníamos siete años y los días eran luminosos en el verano y azulados en el invierno, y en los recreos nos sentábamos los cuatro en los bancos colocados estratégicamente, uno frente al otro, por mi amigo al que le gustaba mi prima Patrícia y que a Patrícia le gustaba. Llegábamos antes que ellas y a veces intercambiábamos golpes, hasta que ellas aparecían con lacitos amarillos en los cabellos y se sentaban. Patrícia se ponía sobre la punta de sus pies para apoyar la lonchera en los muslos y abrirla, después echaba la cabeza hacia atrás, amarraba el cabello, y sólo entonces tomaba el sándwich de jamón y queso envuelto en papel aluminio, lo desenvolvía y examinaba el relleno levantando una de las rebanadas de pan:

“¿Ustedes gustan?”. Pero Gustavo y yo ya habíamos acordado que de Patrícia (ella era “la suya”) sólo él aceptaba, de otro modo a ella no le gustaría perder la mitad del sándwich con dos flojos que siempre dejaban las loncheras en casa. Pero no siempre aceptábamos, sólo dos o tres veces por semana, los otros días comprábamos empanadas en la tienda o comíamos el macarrón de la merienda, y en otros disputábamos canicas con los niños de otras clases. No éramos malos en el juego, y regresábamos hasta el banco donde las niñas estaban, mostrábamos las canicas adquiridas y decíamos “mira”, y ellas reían y nos miraban a los ojos; era claro que ya eran novios. 

Pero nosotros no éramos, yo nunca supe si le gustaba a Ivana. Ella había llegado de São Paulo ese año, con el padre y la hermana, la madre seguía allá, los padres se habían separado, el padre tenía parientes en la ciudad y resolvió mudarse acá. Ella y la hermana vinieron medio obligadas, porque tenían un grupo grande en São Paulo, conocían muchas cosas y lugares, y nuestra ciudad era poco para ellas, y su hermana era una boba por pensar así. ¿Entonces por qué no se regresa a São Paulo? Yo tenía ganas de preguntar. Y un día ellas se regresaron, y no aparecen más ni para ver a sus primos.

Los primos eran amigos nuestros, y nos reuníamos cerca de su casa, en una casa grande y abandonada y verde, con un balcón de azulejos lisos por el que nos deslizábamos cuando llovía, y entonces era mejor que jugar al fut. Pero Ivana no se deslizaba, y éramos más cercanos en la escuela, porque mi prima era muy amiga de ella y era muy amiga mía. Yo vivía en la casa de nuestra abuela en común, y ella vivía en una casa que daba atrás de la casa de la abuela, y mi tío, que nunca pensó dos veces las cosas que le parecían buenas, abrió una puerta en el muro y las casas quedaron unidas. Atravesaba el patio a las tres de la tarde y tomaba leche y comía pan con mermelada con Patrícia y Carol, su hermanita, y después hacíamos las tareas. Nunca le pregunté por Ivana, e Ivana a veces me preguntaba cosas:

―¿Vas a mi fiesta el sábado?

―Por supuesto, ni lo preguntes. 

Pero ella no respondía. Mordía el sándwich de queso, el queso fofo porque hacía calor aunque corriera el aire, y estiraba los bracitos blancos, las manitas de uñas mordidas y me ofrecía una mordida. Yo quería tomar sus manos para darle firmeza al sándwich, pero no tenía valor, ponía las manos en las rodillas, inclinaba la cabeza al frente y mordía poco, como niño educado. Ella volteaba al otro lado para hablar con Patrícia, y yo respiraba profundo mientras mordía, porque ella tenía un aroma que adoraba y que tardé en descubrir y asumir que era el olor de los mocos de su nariz.

Pero sus dedos vivían limpios, las uñas siempre mordidas, yo nunca vi ningún moco de Ivana, ni en su nariz, que era gruesa aunque delicada y perfecta para su rostro redondo y claro, de ojos muy verdes y labios gruesos y rojos. No podía ser, yo pensaba, no podía ser olor a mocos, pero nunca le pregunté a ninguno de mis amigos si ellos lo habían sentido, y cuando ellos hablaban de carros y caballos o sobre las nalgas de no sé qué niña de cuarto año, yo pensaba en Ivana con olor a mocos y la despreciaba. Cuando la encontraba al día siguiente en la escuela y ella me ofrecía el sándwich, pero yo había comprado un pastel, sentía culpa y me iba a jugar a las canicas y una vez entré en una pelea a lo tonto y me dieron ganas de matar a un niño porque era un burro y no entendía las reglas del juego.

Ivana nunca reclamó nada, nunca peleó con nadie, nunca se hizo amiga de mucha gente y trataba a todo el mundo como si fuera su mejor amigo; a Rogério, por ejemplo, que nunca comió con ella en el recreo y se la pasaba sucio corriendo por el patio. Ella le preguntaba por su madre, de su hermano y de la patineta que había comprado, como si ella fuera experta en patinetas, como si ya hubiera montado en el caballo de su hermano, como si supiera que doña Gláucia era una gran bordadora. Yo conocía a la madre de Rogério y nunca le pregunté nada sobre ella, ni sobre el hermano. Nosotros andábamos en patineta hasta en la plaza de la iglesia y él no sabía andar muy bien, pero sabía hablar con las niñas sobre las maniobras x e y, y yo nunca hablaría de mi madre con Ivana. Pero ella también me preguntaba sobre mi madre, ella preguntaba todo con naturalidad y reía. “¿Vas a mi fiesta el sábado?”.

Fui con Gustavo, era cerca de su casa, estaba lleno. Guillherme, hermano de Gustavo, y Lelê, que era mi primo, estaban frente a la casa. Entramos juntos y cada uno se sentó en una silla plegable de metal esperando el guaraná que la empleada iba a servir. Mi madre me había peinado el cabello de lado y había comprado un regalo para Ivana ―unas calcetas, un lacito, una muñeca, cualquier cosa que no sabía si le gustara―. Pero ella miró las calcetas como si no tuviera ninguna y dijo qué lindas, y dijo gracias, y fue a tomarse una foto con un tío que había venido de São Paulo. Regresé a la silla de metal helado, pero la empleada ya había pasado por ahí.

“¡Idiota!”, Guillermo o un amigo suyo dijeron y todos rieron. Pero tuvieron que dejar de aventarme cacahuates porque la tía de Ivana llegó y dijo que habíamos crecido mucho, ya éramos hombres y estábamos lindos. Cada uno hinchó el pecho de aire y fuimos a jugar fut para que las niñas vieran quién era el mejor. No era yo, ni Gustavo, aunque no éramos de los peores, e Ivana y Patrícia y las otras nada sabían de fut, era sólo que no te hicieran túnel. Pero al idiota de Fernando le hicieron, nos reímos de él, me puse feliz y casi meto gol.

En el feliz cumpleaños, el sudor escurriendo por las patillas y el cuello, la camisa pegada a la barriga, aplaudí fuerte y canté alto. Ivana reía y yo nunca había visto a nadie tan feliz el día de su cumpleaños. Mi padre cada año preguntaba: “¿No estás contento, no estás contento?”. Claro que estaba, le respondía, y me iba a jugar a los vaqueros con los mocosos en la casa de la esquina que estaba en remodelación. No me gustaba el feliz cumpleaños, pero me gustó mucho el de Ivana, tenía una tía de brazos cruzados que sonreía, no cantaba, sonreía y salió en medio de la música para atender el teléfono; eso fue la cosa más sincera que yo había visto. 

Oscureció poco después, todos los tíos se fueron, y las niñas que Ivana había invitado porque eran de nuestra clase pero no eran amigas. Las madres pasaron por ellas en el intermedio de la novela de las siete. Nos quedamos nosotros, los cuatro amigos del recreo, Guillherme, Lelê y sus amigos, sentados en la banqueta, inventando qué hacer, soltando groserías.

Patrícia se sentó cerca de Gustavo, a veces se ponían bobos. Mi prima sólo con él se ponía boba, yo no sabía cómo sería al día siguiente, si ella sería la misma persona, si iba a tomar leche conmigo. Entonces oscureció de verdad, estábamos debajo de una sombrilla, las hojas gruesas tapaban la luz del poste, no se podía ver nada, sólo los ojos y las siluetas. Yo veía los ojos de Ivana y no hablaba con ella; en el teatro de sombras Guillherme reía, diciéndole cosas al oído, la mano cochina y caliente en la manita blanca, borrando el olor que sólo yo conocía. Lelê gritó: yo vi y todo mundo, Gustavo y Patrícia, comenzaron a gritar: “Son novios, son novios”. Yo fingía que gritaba, reía hacia Gustavo, pero él no reía, gritaba apenas.

Mis papás tocaron el claxon y me llevaron. Ivana dijo bye, pero no tenía más la sonrisa que era para todos.

En el recreo ella y Patrícia se siguieron sentando en el mismo banco, pero Gustavo y yo no queríamos más andar cerca de ellas.

Un día Gustavo se rascó las bolas en medio del salón y tuvo que ir a la dirección. Regresó con una historia de que fulana de segundo año se dejaba chupar el dedo. Era sólo salir luego de que sonara el timbre, recostarse en la pared del corredor y esperar a que fulana pasara rumbo al patio. Y después descubrimos muchas niñas que se dejaban tocar, y descubrí que sólo en el corredor lleno de gente ellas se dejaban. Si lo intentabas en clase, fuera de la escuela, en la fila de la tienda: te miraban serias y tú no entendías nada, y me quedaba esperando a que el timbre del recreo sonara de nuevo para intentar saber si estaba o no volviéndome loco.

Pero no lo estaba, y mi padre y un tío se pusieron muy alegres cuando les conté que había tocado a una niña mientras bailaba con ella. Ellos me contaron historias de su época, y fui descubriendo un mundo que no era el mío pero tenía semejanzas, y percibí que debería estar atento a tantas cosas, todo se había vuelto extraño y los demás sabían más que yo. Los padres de mis amigos también contaban historias de niñas, los escuincles más viejos contaban, hasta Guillherme ―que empezamos a apodar Pollo porque su papá bailaba borracho y parecía un pollo― contó de Ivana. Ya no me importaba, pese a que cuando los niños me voltearon a ver en el momento me puse rojo. Y yo también comencé a contar unas cosas que ellos no creían y eran verdad. Sólo nunca nadie me contó, ni yo conté a nadie, que la manita de una niñita tenía olor a mocos.

Ivana estuvo en nuestro grupo hasta irse de la ciudad, a los trece años. Una vez la regañé por cualquier bobada. Ella no replicó. Me miró a los ojos asustada y preguntó con una sinceridad insoportable: “¿Qué hice mal?”.

Ella era una niña muy educada.

 

Traducción de Sergio Ernesto Ríos

 

Fabrício Corsaletti (Santo Anastácio, 1978). Es autor del libro de cuentos King Kong e cervejas (2008) y de la novela Golpe de ar (2009).