Las flores de Isabel
Sergio Osorio
Will aseguró el garaje por dentro con candado, y apagó con un tapete la delgada línea de luz que había entre la cortina y el piso. Fue hacia su auto y retiró con cuidado la funda plateada. Tomó la manija de la puerta de su Mercury Grand Marquis, y el mecanismo la liberó con un clic metálico puro.
El azul impecablemente pulido reflejó el estante del fondo del garaje, donde Will guardaba piezas desgastadas del auto y herramientas que colgaban en orden, por tipo y tamaño, además de varios atados polvorientos con muestras de flores de plástico, entre las que se contaban rosas, alcatraces, amapolas y girasoles sobre una caja con el rótulo Flower’s West.
Desde hacía años, Will procuraba echar a andar el viejo motor para evitar que sufriera daños y que se descargara la batería. Esa acción consistía únicamente en salir al supermercado del centro del pueblo para hacer las compras; sin embargo, esta vez no iría a ninguna parte, pues mantenía la casa bajo llave y no se atrevía a salir de su propiedad desde hacía días.
Del interior del auto ascendió un aroma dulce, debido a que el aromatizante líquido se había derramado en el tapete, después de que la noche anterior un policía estuvo ahí revisando, con sus guantes de látex, todos los compartimentos, asientos y el piso. «Lindo auto, Will. ¿Desde cuándo lo tiene?». «Toda la vida; desde nuevo, oficial». Recordó las voces dentro de la casa y el arrastrar de muebles. «Busquen bien en el sofá, tiene que haber algo». Luego, el policía salió del auto con una pequeña bolsa de plástico con un cabello blanco. «Listo, me llevaré esto, Will. Cuida esa joya». En el bolsillo de la camisa llevaba oculta una pequeña flor amarilla de plástico que sacó de la guantera.
Will afianzó una de sus manos en el marco del toldo para agacharse; resopló al depositar todo su peso en una pierna para ingresar. El auto se asentó en sus muelles suavemente. Cada vez le era más difícil entrar en un auto bajo. El aroma a cereza penetró en su nariz cargada de vellos largos que se mezclaban con su bigote rojizo y descuidado. La sensación que producía el aroma era como siempre: primero de nostalgia, de cierta melancolía y resignación; luego de algo similar a la alegría, como cuando recordaba aquella piel morena, el contorno de sus jeans ajustados, la firmeza de sus senos, pero, sobre todo, cuando veía nuevamente sus grandes ojos oscuros, armados con sus cejas afiladas, desafiantes, esos ojos que terminaban en una ligera inclinación hacia abajo y que los hacían hermosos, melancólicos. No obstante, le era imposible quitarse de la mente la fotografía de Isabel que le mostró un agente la semana pasada en una sala de interrogatorio, para saber si la había conocido. Era una Isabel distinta, no la suya. Se veía muy joven y delgada, con no más de 18 años, sin maquillar y con el cabello largo y esponjado. Tenía, además, un vestido amarillo, largo y con flores azules. Posaba sonriente, sentada en una banca de una plaza en algún pueblo de México. «¿Usted fue el dueño de Flower’s West?» «Sí, oficial, hace muchos años». «¿Trabajó para usted esta chica de nombre Isabel?». «Sí, por algún tiempo». «¿Sabía que desde hace mucho desapareció?». Tres décadas sin encontrarse con esa mirada infinita que iluminaba su sonrisa. «No, oficial, nunca supe por qué se fue. No sé nada más. ¿Me puedo retirar?». El agente resopló e hizo una seña a un espejo para que lo dejaran ir.
Al contemplar el asiento del copiloto, Will recordó a Isabel sentada ahí, admirada de la comodidad de los cojines, acariciando la piel de los respaldos y los detalles en madera del tablero. «Es hermoso, amor. Es como para un rey. ¡Me encanta este color cereza!». Ella tomó su rostro y lo jaló, sin dejar de sonreír, para darle un beso. Ese asiento no había sido ocupado por nadie más. Su esposa nunca quiso subirse al auto desde que lo vio con Isabel en el alto de un cruce. No hubo escena alguna, cada uno llegó por su cuenta a casa. Él colgó su chaqueta y sus llaves y se dirigió a la sala, como de costumbre, para prender la televisión y ver algún deporte. Arriba, los niños jugaban como salvajes, en una batalla sin fin. Ella salió de la cocina. Will escuchó sus pasos, que se detuvieron justo atrás del sofá. Control en mano, esperó. «No quiero que me respondas. No quiero una explicación. No la vuelves a ver. Mañana no puede estar más en la fábrica, de lo contrario olvídate de tus hijos y de mí». Los pasos se alejaron de prisa, queriendo ganarle al llanto.
El mismo agente de la estación se presentó a su puerta al día siguiente del interrogatorio. «Will, necesitamos hablar». «No tengo más que decir». «Sí tiene. ¿Puedo pasar? Gracias». «Dígame, Will, ¿cuánto tiempo fue su amante y en qué época?». «No sé de qué me habla». El agente miró la casa vacía; sabía que era un viudo solitario. «!Vamos, Will!, todos lo hacemos», dijo mientras señalaba con la mirada un retrato familiar de muchos años atrás, colocado en la mesita del recibidor. «No lo juzgo por eso, necesito saber quién era ella». Will suspiró, se acercó a la mesa y volteó el retrato. «Engañé a mi esposa, sí… y no volví a hacerlo jamás. Terminé con eso, estaba en riesgo esto. Ella se fue y no supe más». «De acuerdo, Will. ¿Estarías dispuesto a un examen de ADN?». «No sé qué pretenden. Déjenme morir en paz. ¡Váyase de mi casa!». «Está bien, Will, no deseas cooperar. Será de otra forma. Buenas noches».
Will bajó la visera, y cayó la llave del encendido en su mano. Se miró un momento en el pequeño espejo de vanidad, el cual le mostró lo que habían hecho los más de treinta años que pasaron sobre él desde que Isabel ya no estaba. Introdujo la llave en el encendido y prendió el switch. El auto cobró vida, se iluminó su panel de instrumentos y una melodía tintineante indicó que las puertas estaban abiertas: era el sonido con el que esperó a Isabel cada noche durante aquel año. En ese momento recordó que cuando Isabel entraba al auto a veces traía entre sus manos alguna flor que había diseñado. Le gustaba inventar flores; decía que estaba cansada de hacer rosas y alcatraces en la fábrica.
Will dio vuelta a la llave y la marcha, después de dos intentos, arrancó el enorme motor V8, que rugió con su sonido característico: al principio acelerado para calentar; luego de unos minutos, pausado, ronroneante, con ritmo constante, musical.
Recordó también cuando Isabel salía de la puerta de atrás de su fábrica, que en realidad era un taller mediano, y él se detenía bajo un puente para verla fijamente al acercarse, haciendo pequeñas carreritas hasta llegar al auto. «Hola, amor, no me dejaba salir esa vieja». «Es que eres muy rebelde». «Haz algo para que no me fastidie, ¿sí?». Con esos ojos que todo lo podían en él, Isabel obtuvo el despido de la vieja encargada. Hacían el amor en el Marquis a las afueras de la ciudad o en una bodega que él rentaba para guardar químicos y materias primas para la fábrica de flores. Luego la dejaba a unas cuadras de su casa, en el barrio mexicano.
El garaje comenzó a llenarse de una niebla que aún permitía distinguir algunos detalles. Estaba solo en la casa: su mujer tenía cinco años muerta y sus hijos estaban lejos y no le hablaban. De vez en cuando iba a un bar donde se encontraba con un par de extrabajadores de su fábrica para tomar unas cervezas mientras veían futbol. El resto del tiempo lo ocupaba en el mantenimiento de la casa, ideando cambios no necesarios, recortando el pasto y detallando el Marquis.
La somnolencia se apoderó de Will. Arrullado por el sonido de la máquina, se trasladó a aquellos días cuando esperaba en una esquina con el motor encendido, hasta que Isabel se perdía entre las calles de su barrio. Luego vino a él esa última tarde de invierno, cuando ella salió del carro dando un portazo definitivo, que a la fecha resonaba en su cabeza y lo hacía estremecer. Fue un golpe seco de metal. El aire invernal del exterior abofeteó su cara con esa palabra helada que todo lo cambió: embarazada. Will enloqueció con la noticia y pisó el acelerador a fondo, inundando aún más el garaje con el humo del escape.
El olor de la combustión de la gasolina se mezclaba con el de cereza. Will entrecerraba los ojos, y retazos de recuerdos venían a él: Isabel afuera de la oficina amenazando con plantarse en su casa para armar un lío con su esposa; el agente con una foto sobre una mesa de metal en la sala de interrogatorio diciendo «!Will!, la encontraron treinta años después en la que fue tu casa, dentro de un tambo procedente de tu fábrica. ¡Con cinco meses de embarazo!»; Will guardando la renuncia firmada de Isabel en su cajón, ordenando que no se le permitiera la entrada a la fábrica; Isabel con él en el auto, fuera de sí, diciéndole «cobarde, mentiroso; aquí todos perdemos, cabrón»; Will mostrando la casa a una pareja joven con un bebé, explicando que ya era un lugar muy grande para un hombre solo; «… ese era tu hijo, Will, una pequeña momia de cinco meses… Estás perdido, te atrapamos»; el agente mirándolo fijamente y, sobre la mesa, una flor amarilla; «… pusiste esto dentro del tambo y esta otra estaba en el Marquis».
El ventilador del radiador se encendió por enésima vez. El motor comenzó con espasmos, pidiendo aire limpio. Will pudo ver, a través del parabrisas, que transitaba por un camino cubierto de niebla espesa. Pensó en poner las luces altas, pero le fue imposible mover su brazo. Comenzó a escucharse un sonido agudo, como un chillido insistente. Pensó que provenía de la banda del alternador, por resequedad o falta de tensión. Incluso sospechó de la banda de distribución, donde, si el desgaste seguía, si los gritos seguían, en algún momento, antes de reventar y arruinar el motor, todo se sabría, su mujer... No dejaba de chillar, se arruinaría todo el motor… su negocio y ya no habría remedio; la cabeza se tuerce, las válvulas... Pudo detenerse y arreglarlo, «pero no lo hice, perdóname, no hubo otra salida. Si revienta, Isabel, el mundo que construí se sale de tiempo y el cigüeñal acaba con todo».
El corazón del Marquis luchaba por seguir, cuando el de Will ya se había apagado. El motor se contrajo un par de veces más y logró mantenerse encendido, hasta que dio un tumbo violento que sacudió toda la carrocería. Finalmente, una explosión de gasolina cruda ahogó su último aliento.
Sergio Osorio (Estado de México, 1981). Es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es autor de Ámbar (Ediciones Periféricas, 2018).