Parosmias
Gerardo Villanueva
¿Acaso Humberto habría ido a Barcelona para seguirla?
Por ese entonces, entre los alumnos de la facultad prevalecía un notorio entusiasmo por novelas como El Castillo de Otranto y El monje. Después de semanas en que ella les habló acerca de atmósferas sobrenaturales, raccontos y escenas pesadillescas, entre otros elementos del género, logró evidenciarles la influencia sin precedentes que esas y otras obras ejercieron en la literatura fantástica.
Una noche de viernes celebró el fin de curso en un restaurante de la Gran Vía de les Corts, rodeada de un puñado de sus estudiantes, cuya intención era continuar conversando más allá del aula sobre narraciones con pactos demoníacos, monasterios ruinosos y mitos relativos a la contravención de las costumbres del catolicismo romano.
Julio era un mes significativo porque por aquel tiempo cumplía diez años de haberse mudado a Barcelona. A esas alturas, ya le parecía lejana la tarde en que recibió un sobre rotulado por la universidad, el cual contenía su aceptación en el máster de Literatura. Dos años después, cuando concluyó de manera sobresaliente tales estudios, obtuvo un cargo como profesora en el departamento de posgrados. Desde entonces sintió haber conseguido algo importante en su trayecto académico, gracias al sacrificio que implicó haber dejado atrás su pasado y su propio país.
La cena se extendió hasta muy entrada la noche. Al darse cuenta de lo avanzado de la hora, liquidó su parte correspondiente de la cuenta, se despidió de sus pupilos y se marchó apresurada para encontrar aún abierta una estación del metro y así conseguir colarse en un convoy que la llevara al vecindario de Sants. Como no era costumbre suya viajar tan tarde, en esta ocasión se notó sorprendida al verse dentro de un vagón que en lugar de ir repleto de trabajadores y estudiantes, tal como ocurría por las mañanas, iba semivacío, por lo que sus pasajeros eran figuras de fácil detección: una pareja besándose sin mesura, un trío de drogadictos dialogando sin claridad en sus palabras y una anciana que aparentaba dormir, pero que de vez en cuando abría los ojos para canturrear un estribillo irreconocible.
Al volver a su departamento se detuvo en el corredor de la planta baja para extraer del buzón comunitario la correspondencia acumulada. De entre un puñado de volantes con toda clase de propaganda y cupones de descuento, rescató un ejemplar de la revista mensual de la Facultad de Filología; un estado de cuenta emitido por su banco; así como un sobre negro, en cuyo centro encontró escrito a mano y con tinta blanca su nombre y domicilio. Era el tercero de la especie que recibía en un lapso de cuatro meses. Advirtió que al igual que los anteriores, este no llevaba remitente, aunque pudo deducir con facilidad que provenía de México, gracias a las estampillas conmemorativas del natalicio de Ignacio Ramírez, un intelectual, político e impulsor de la reforma liberal, quien en su tiempo fue conocido como el Nigromante. Desde que comenzó a recibir ese tipo de misivas anónimas, le causó curiosidad saber quién continuaba utilizando el servicio postal como medio de comunicación. Pronto descartó la idea de que aquel sobre hubiera sido enviado desde San Luis Potosí por su madre o por su hermana Berenice, toda vez que el contacto que sostenía con ellas era a través de videollamadas y nunca mediante correo ordinario. Trató de adivinar quién de sus antiguos compañeros de universidad se hubiera atrevido a localizarla a través de una carta, pero ninguno de ellos pasó por su mente. Hizo un ejercicio de memoria y recordó que a lo largo de su vida fue destinataria de cartas, a lo mucho en tres o cuatro ocasiones, aunque hace más de veinte años, cuando radicaba en el país de donde procedían aquellas estampillas.
Abrió la revista para cerciorarse de que en la edición de verano se hubiera incluido su reseña sobre la Conspiración contra la especie humana, de Thomas Ligotti, la cual, en efecto, apareció publicada en la página trece. En enero del siguiente año Mariana iniciaría su doctorado, y para entonces ya tenía claro el objeto de su investigación: un estudio crítico sobre la obra de este escritor norteamericano del género de horror; tan era así que ya había solicitado apoyo al director de la facultad, ahora convertido en su jefe, para que mediante el conducto institucional pudiera conseguir una entrevista en Michigan con el autor de Noctuario, sin que aún recibiera respuesta.
Como el cansancio la estaba venciendo, optó por no conjeturar sobre la procedencia de aquel nuevo sobre, así que subió las escaleras para entrar en su departamento, se puso su bata de noche y se tumbó sobre la cama con el objeto de sumergirse en un sueño que la transportara a un campo mental distinto. No fue sino hasta la mañana siguiente que después del desayuno y de un baño con el que logró desadormecerse, decidió abrir el sobre, pero en su interior (como ya lo suponía) no encontró carta ni nada que se le pareciera. El contenido era una hoja de papel negra con un párrafo escrito a mano en tinta blanca con un pasaje bíblico:
No sea hallado en ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, ni quien practique adivinación, ni hechicería, o sea agorero, o hechicero, o encantador, o médium, o espiritista, ni quien consulte a los muertos. Porque cualquiera que hace estas cosas es abominable al Señor; y por causa de estas abominaciones el Señor tu Dios expulsará a esas naciones de delante de ti. Deuteronomio 18.
Repasó el texto sin comprender su significado, ya que no era lectora frecuente de la Biblia. Tampoco reconoció la caligrafía del autor que, tal como en los casos anteriores, era medianamente legible. Cuando hubo guardado el papel dentro del sobre, se preguntó si acaso era una broma de sus alumnos, pero pronto descartó esa posibilidad, ya que, a su juicio, ninguno de sus estudiantes se habría tomado la molestia de conseguir las estampillas procedentes de México sólo para hacerle una jugarreta. ¿Acaso se trataba de un mensaje cifrado? ¿Por qué incluir un pasaje del Libro del Deuteronomio? Con curiosidad propia de investigadora literaria, asumió que los fragmentos plasmados dentro de cada sobre recibido bien podrían tratarse de una suerte de rompecabezas textual. Imaginó una serie de posibilidades sobre la continuación de aquellos episodios iniciados hace cuatro meses, aunque sin darles demasiada importancia.
Como cada sábado, dedicó gran parte de la mañana a poner orden en su departamento, actividad que le servía como distractor del trabajo académico, aunque también como fuente de ideas, ya que mediante la limpieza de su pequeño piso ubicado en Carrer del Miracle lograba despejar su mente para que vinieran a ella todo tipo de argumentos con posibilidad de ser plasmados en sus artículos y ensayos. Mientras retiró el polvo acumulado sobre ventanas, a través de las cuales se distinguían sucursales bancarias, farmacias y uno que otro café, recordó que por aquel entonces tenía pendiente la escritura de un artículo sobre la posible influencia de Ligotti en la serie de televisión True Detective para publicarlo en una revista mexicana. Finalmente, todos los documentos que iba redactando serían buenos adelantos de su futura tesis doctoral.
En ciertas ocasiones sus actividades domésticas podrían tomarle una mañana completa, y esa no fue la excepción. Casi siempre empezaba por el baño, luego ventanas y el dormitorio, para terminar con la pequeña cocineta. Lavó algunos platos, limpió la estufa de dos quemadores y la vieja licuadora de su época de estudiante en México. Ella no solía acumular alimentos por temor a que por el transcurso del tiempo se echaran a perder; sin embargo, esa mañana encontró dentro de su heladera un pequeño recipiente de plástico blanco donde guardó el sobrante de una sopa de setas del día anterior. Sin pensárselo, lo puso entre sus manos para constatar su temperatura, pero para su sorpresa no estaba frío. Retiró la tapa con dificultad, y al hacerlo fue desprendiéndose un olor a podredumbre que le produjo repugnancia e instintivamente lo soltó hasta caer sobre el piso, que pronto fue invadido por una masa amorfa y pútrida. A punto del vómito, retrocedió unos pasos, aunque el hedor era tan contundente que tuvo que abrir todas las ventanas y la puerta del departamento para que entrara aire fresco. Salió al pasillo a respirar, y cuando hubo pasado la náusea, entró de nuevo a tomar un paño con el cual cubrió su nariz y boca. Aquel potaje ya no guardaba el aspecto de la sopa del día anterior; su consistencia era espesa y su coloración había cambiado hasta alcanzar una tonalidad verdinegra, tal como si de pronto hubiera sido invadida por hongos. Le pareció que esa mezcla era dueña de movimientos propios. Con mucha dificultad pudo limpiar lo derramado. Cuando terminó con tal faena se derrumbó sobre el sofá de la sala, preguntándose cómo era posible que una sopa preparada una tarde antes y guardada en la heladera se echara a perder en tan poco tiempo al punto de emitir un olor tan repugnante e intenso. El incidente la dejó tan mareada que se dispuso a cerrar los ojos por un momento, pero al abrirlos, lo primero que apareció ante su vista fue el sobre negro que había dejado en la mesa. Lo puso de nuevo entre sus manos para volver a leer aquel texto bíblico y continuó dudando por el posible origen de su mensaje sin poder darse respuesta, hasta que se fue quedando dormida.
Sus sueños la remontaron a su vida en México. De pronto, se vio diez años atrás cuando era estudiante de Filosofía y Letras. Por su cabeza pasó el tiempo en que gastaba días y noches leyendo a los clásicos con asiduidad, y de cuando era novia de Humberto, el flacucho greñudo con camisetas de Freddy Krueger y Michael Myers al pecho, a quien, cuando consiguieron graduarse, ella tuvo que dejar a cambio de su nueva vida en Barcelona. En el sueño revivió el momento en que se despidieron. Aún recordaba los reclamos violentos de aquel muchacho, sus palabras lacerantes que en conjunto parecían una retahíla de amenazas hacia quien en ese momento ya no lo quería. En tanto que las ventanas del departamento se quedaron abiertas, el sueño fue desvaneciéndose a causa del ruido callejero que se iba colando de a poco: bocinazos de automóviles, gritos de vendedores callejeros y niños jugando en la calle. Se incorporó del sillón para tomar de nueva cuenta el sobre negro y se atrevió a suponer, por primera vez, que el posible remitente era ese novio de su pasado. Sin entusiasmo, recordó, entre otras cosas, el momento de la separación, los posteriores mensajes de texto en la pantalla de su teléfono en los que Humberto le rogaba con insistencia que no se fuera de San Luis Potosí. Ahora ella no tenía claro cómo es que pudo enamorarse de un individuo tonto y mediocre, cuyas ansias de convertirse en escritor de relatos de horror lo hacían parecer un freak entre el resto de sus compañeros. Desde aquel entonces, Mariana estuvo convencida de que lo único que tenían en común era un gusto desmedido por la literatura, pero nada más. También recordó la extravagante fascinación que ese exnovio sostenía por los aromas extraños. Con cierta frecuencia él le aseguró que en la historia de la literatura el olfato era un sentido menospreciado por los autores. Cada vez que tenía ocasión, Humberto acostumbraba compartirle historias escritas de su puño y letra, donde los personajes eran objetos fétidos, dueños de una originalidad inusitada, según él.
—Pobre —se dijo Mariana al recordarlo ya sin ningún tipo de cariño.
Guardó el sobre dentro de una gaveta donde solía archivar todos los documentos que no eran de su interés y se olvidó del asunto. Las semanas posteriores las pasó concentrada en sus asignaturas y redactando aquel artículo pendiente sobre Ligotti.
Una mañana de mediados de agosto, después de impartir una clase sobre los cuentos de Joseph T. Sheridan Le Fanu, Mariana se dirigió a su pequeño cubículo universitario, donde se topó con un nuevo sobre en su escritorio, sin que nadie pudiera darle explicaciones de cómo habría llegado. Luego de interrogar a cada uno de sus colegas cercanos, ninguno pareció haberlo recibido. Tampoco nadie vio entrar a quien, en su caso, lo hubiera sembrado entre un cúmulo de libros, exámenes y trabajos escolares. Ese sobre era idéntico a los que había recibido en casa: negro y con su nombre escrito con tinta blanca; sin embargo, en esta ocasión el domicilio que figuraba al centro era el de la facultad. Como era de esperarse, tampoco tenía datos del remitente. La única diferencia es que las estampillas eran catalanas, lo que le provocó una cadena de estremecimientos. Hay una línea que divide el juego con el hostigamiento, y a su juicio, quien estuviera detrás de esos envíos ya la estaba pasando. Con manos sudorosas tomó el sobre debatiéndose entre abrirlo o mejor llevarlo a la comisaría e interponer una denuncia. A últimas fechas, la universidad había implementado severas medidas para evitar situaciones de acoso y ella no iba a permanecer indiferente. Era necesario tomar las herramientas que estuvieran a su alcance; sin embargo, dejó el sobre sin abrir.
Esa tarde comió en la cafetería de la facultad junto a Eleonora, una profesora de Literatura Clásica y una de sus amigas frecuentes. Le contó por primera vez y con lujo de detalle la forma en que recibió ese sobre y los anteriores; le aseguró que al principio creyó que era algo divertido, pero que en ese momento estaba empezando a dudar de la intención de tales documentos. Eleonora le dijo que no debía preocuparse, que eso no era indicio de que algo malo le pudiera suceder y la conminó a abrir el nuevo sobre que llevaba guardado entre páginas de un ejemplar de Carmilla. Ayudándose del cuchillo con el que previamente había untado mantequilla en el pan, lo abrió por el costado derecho y desdobló con cuidado la hoja de papel que sacó del interior. Tal como pudo adivinarlo, el texto no era ninguna carta, tampoco un fragmento bíblico como el que llegó a su departamento. Le dio un rápido vistazo y después se dispuso a leerlo en voz alta frente a su amiga. Decía lo siguiente:
La fetidez volvió a despertar a Marina, el olor a carne putrefacta y vísceras la sustrajo velozmente de sus sueños. Entre conatos de arcadas se revolvió en la cama. No era la primera vez. De pronto volteó a su derecha, donde Norberto dormía profundamente, con una quietud mágica, ausente de los atroces olores. Tuvo que contener el vómito y hacer un esfuerzo por permanecer inmóvil, esperando que todo fuera producto de su agotada imaginación.
De pronto volvió a su memoria la imagen de Humberto. Al instante volvieron los recuerdos de los años de noviazgo que tuvieron en San Luis Potosí, de la idea de aquel iluso estudiante de llevar a cabo una investigación sobre malos olores y literatura de horror. Había en este nuevo texto una serie de elementos que apuntaban a él como el único sospechoso de ser el autor. Los cambios de nombres (tan patéticamente similares) y la situación descrita eran más que evidentes. ¿Acaso era tan estúpido como para incluir nombres tan parecidos a los suyos y sugerir que esa Marina dormía al lado de un tal Norberto? Entre risas nerviosas le aseguró a Eleonora que en caso de que su sospecha fuera comprobada, le daría mucha pena que el chico siguiera siendo tan torpe como fue antes. Nunca se imaginó que volvería a tener algo que ver con ese infeliz de quien no sabía nada desde hace más de diez años. Se preguntó si era posible que se tratara de una suerte de venganza por haberlo dejado. Le resultaba increíble que el rencor hubiera hecho nido en el corazón de ese muchacho torpe y que tanto tiempo después explotara de forma tan ridícula. Al terminar de comer, Eleonora se despidió no sin antes decirle que podía contar con ella en esto, que si necesitaba algo de su parte, no dudara en llamarla.
Cuando Mariana entró a su cubículo con intención de calificar exámenes no pudo ya concentrarse. Pasaron por su cabeza ciertas interrogantes. ¿Cuándo fue exactamente la última vez que vio a Humberto? ¿Y si él estuviera al tanto de sus actividades cotidianas? ¿Cómo reaccionaría si de pronto lo encontrara deambulando por los pasillos de la universidad? ¿Cómo luciría ahora, después de tanto tiempo transcurrido? Lo imaginó como empleado de un local de venta de cómics durante las mañanas y como un psicótico perseguidor de mujeres por las noches. Fue tal su paranoia que en vez de enfocarse en su quehacer se dispuso a navegar por internet. Entró en decenas de buscadores y en algunas redes sociales con idea de encontrar información sobre Humberto Pedroza, el tipo que, a su juicio, era el principal sospechoso de provocar esa suerte de hostigamiento que estaba sufriendo mediante la emisión de tales sobres. Su búsqueda no tuvo suerte. También investigó en la página web de la Universidad de San Luis Potosí con objeto de encontrar datos de aquel exalumno, pero no dio con nada; ningún rastro suyo. Entonces desistió de la búsqueda y fue a emprender una caminata por el campus universitario a fin de aclarar sus ideas.
En los pasillos del edificio de la facultad se topó con Iñaki, un joven y despistado profesor de latín, quien a últimas fechas había logrado convertirse en uno de sus amigos cercanos. Un poco apenada, le contó la situación por la que estaba pasando, pero él le dijo que todo eso seguramente era una mala broma o algún proyecto de escritura experimental por parte de alguien que quería interactuar con ella. Le sugirió que no se abrumara por algo tan elemental, que pronto esa historia tendría un desenlace satisfactorio. Para disuadirla de sus pensamientos paranoicos, se ofreció a acompañarla en su paseo por el campus y así pudieron conversar sobre películas que se estrenarían en los cines ese fin de semana. Iñaki era un tipo tímido que no podía esconder cierta fascinación por Mariana, quien después de esa charla se sintió más tranquila, prometiéndose que iba a continuar con sus actividades sin preocuparse por esos ridículos sobres. Las conversaciones con Iñaki eran un disfrute, a veces se prolongaban más de la cuenta y esa vez no fue la excepción, pero al ver su reloj se percató de que era momento de volver a casa. Decidió que esa tarde iba a caminar hasta su departamento con el fin de despejarse. El trayecto de la universidad a su casa podría tomarle cerca de cuarenta minutos, tiempo suficiente para pensar en temas más amables.
Apenas hubo salido de la facultad y caminado tan sólo tres cuadras, se detuvo ante un grupo de personas congregadas en torno a un camión recolector de basura que volcó. Sobre el asfalto fueron a rodar cientos de bolsas repletas de kilos de papel higiénico
sucio, trozos de cartón e innumerables restos de comida. Atravesar ese sitio implicaría la respiración fétida de los desperdicios regados por todas partes, por lo que decidió dar vuelta a la cuadra para encaminarse a la calle paralela, sin importarle que de esa forma el camino a su destino se hiciera más largo aún.
Esa noche llegó a su departamento un poco más tarde que de costumbre, con idea de dejar atrás todo lo acontecido en las últimas semanas. Durante el trayecto a su edificio pensó que la mejor forma para olvidar el asunto de los sobres sería darse un baño con agua caliente, luego servirse un trago de una botella de mezcal que llevó consigo de su último viaje a México y disponerse a leer alguno de los libros que aún tenía pendientes o, en su defecto, entregarse a alguna película y permitir que el sueño la fuera venciendo poco a poco. No obstante, apenas al cruzar el umbral, sus planes se vieron truncados al percatarse de que otro sobre más había sido arrojado por debajo de la puerta. Ahí estaba, bien cerrado e inmóvil sobre el piso, esperándola como si se tratase de un barco detenido en medio de un océano de mármol. Soltó un par de carcajadas nerviosas, aunque luego le fue inevitable sentir un pánico que se apoderó de ella hasta el punto en que sus manos comenzaron a temblar involuntariamente. Lo que al inicio ella determinó como un juego divertido, ya era en definitiva una pesadilla. No supo qué pensar. ¿Y si Humberto estuviera cerca de ahí, acechándola desde hace meses? Para ese momento se había convencido de que su exnovio estaba dispuesto a provocarle cualquier daño posible.
Salió del departamento y después del edificio para constatar la presencia de alguien sospechoso en los alrededores, pero no vio más que a un vendedor de helados y a una pareja de adolescentes que paseaban tomados de la mano. Volvió a entrar al inmueble y, armándose de valor, tomó el sobre para abrirlo con violencia y extraer de su interior una hoja negra, aunque esta vez escrita con tinta roja, que contenía el dibujo de un círculo cabalístico y una especie de letanía, como las que sirven para la invocación de los médiums:
... La, qui appauit in monte Sinai, cum glorificatione Regis Adonay, Saday, Sbaoth, Amatay, Marinata, Abin leia, qui María creavit, stagna et omnes aquas in secundo die, quasdam super coelos, et quasdam in terra. Gabrie qui est praepositus diei Lunae secundo, quod prome labores et adimpleas omnem meam patitionem, justa meum velle et votum meum, in negotio et causa mea. Amén...
Y al reverso decía:
Las cosas no fueron iguales para él desde el momento en que la conoció. Tampoco cuando ella decidió partir a Londres con la finalidad de iniciar sus estudios de especialización en poesía inglesa. Aquel fétido olor se introdujo en su nariz hasta provocarle la peor de las náuseas, hasta dormirla, poco a poco.
Y así fue como Norberto cobró venganza ante el abandono en que lo había dejado Marina.
P.D.
No dejes de respirar.
Su estómago se revolvió. Anduvo en círculos por la pequeña estancia. Fue tal su ofuscación que de sus ojos brotaron algunas gotas. Tosió sin control y, cuando pudo recuperar el aire, sus gritos invadieron la estancia:
—¿Qué quieres? ¿Qué quieres de mí?
Se tiró al piso llevándose las manos a la cara y vociferó más fuerte, como si estuviera poseída, mientras sus palmas se llenaban de sus propias lágrimas ansiosas. Trató de calmarse, pero sin éxito. Con dificultad tomó el teléfono para llamar a Eleonora y notificarle lo ocurrido. Con palabras entrecortadas apenas pudo decirle que otro sobre apareció en su departamento, que esta vez tenía miedo. Estaba segura de la cercanía de su hostigador. Ella le sugirió que no abriera la puerta a extraños y que la esperara, que en menos de media hora estaría a su lado. Veinte minutos fueron los que tardó en acudir. Al llegar, la abrazó con fuerza y le preparó un té para ayudarla a tranquilizarse. Con los nervios controlados, ambas leyeron el nuevo texto. A juicio de Eleonora, nada de esto era tolerable y no iba a permitir la recepción interminable de esos ridículos sobres que ya le estaban provocando un notorio perjuicio a su amiga.
Decidieron que lo mejor era presentarse ante la autoridad para denunciar el hostigamiento y pedir custodia inmediata, pero como es natural en este tipo de casos, no obtuvieron resultados favorables. Llegaron a una comisaría cercana y relataron los hechos desde el inicio. El oficial que se encargó de tomarles su declaración leyó en repetidas ocasiones los textos que había dentro de cada uno de los sobres. Luego se los mostró a su superior, a fin de pedirle su parecer. ¿Qué se podía hacer ante un caso tan peculiar? Después de una larga discusión entre ambos elementos, les dijeron que al no contar con certeza de la identidad del remitente de los sobres, ellos no podrían proceder a nada. Así que le sugirieron a Mariana que se mantuviera alerta por si algún sospechoso merodeara por su edificio o por la universidad, y que en caso de que llegase a recibir otro sobre, no dudara en avisarles.
Salieron de ese sitio con el ánimo hecho trizas. Ahora estaban seguras de que la policía en nada les podría ayudar. Volvieron sus pasos rumbo al departamento de Mariana. Cuando avanzaron un par de cuadras tuvieron que pasar por una callejuela solitaria y con muy poca iluminación, de donde se percataron que se desprendía un olor que ya no era el de comida podrida ni de basura, sino algo mayor. Una fetidez aguda e irrespirable.
—¿Te das cuenta, Eleonora? —sentenció Mariana—. Alguien ha puesto una maldición sobre mí con estas estúpidas cartas. Primero la sopa, después la troca pestilente de basura, ¿ahora este olor repugnante? Siento que me voy a desmayar.
Su amiga le recomendó que se marcharan del sitio, que volvieran a la comisaría, pero Mariana se opuso al proponerle que recorrieran ese pequeño corredor hasta dar con el origen de esa pestilencia. Quizá ahí encontraría a Humberto para encararlo. Pensaba gritarle que la dejara en paz de una buena vez. Se había convencido de que el muy imbécil se escondía detrás de todo esto. Se tomaron de la mano y con la que les quedó libre cubrieron sus narices para evitar la aspiración de aquel hedor. Caminaron lento adentrándose en esa calle, cuyo alumbrado era menos que poco. Cuando avanzaron diez metros, algo cercano a ellas se movió súbitamente en el suelo. Mariana vio un bulto y creyó que se trataba de algún perro callejero. Eleonora extrajo su teléfono para encender la lámpara de emergencia y apuntó al sitio de donde provenía el movimiento. Lo que encontraron fue un vagabundo dormitando, cubierto de trozos de cartón y que de vez en cuando regurgitaba. Ambas dieron un grito que logró sobresaltar al indigente, quien, por el olor que desprendía de su cuerpo, daba la impresión de que no había tomado un baño en meses. Enfurruñado, les pidió que lo dejaran en paz o que le dieran una moneda. Ellas huyeron veloces de la callejuela y retomaron el rumbo. Esa noche, por precaución, durmieron en casa de Eleonora.
Luego del incidente transcurrieron semanas sin que Mariana volviera a recibir otro sobre. No obstante, su estado de salud fue deteriorándose. Ahora cualquier aroma que entraba por su nariz, por mínimo, le parecía insoportable. Con el transcurso del tiempo empezó a experimentar una serie de náuseas y jaquecas. Todas las sensaciones olfativas le eran irritantes, incluso aquellas que antes disfrutó tanto, como las de las flores o la del pan recién horneado. Cuando llegó la época de vacaciones en la universidad, optó por permanecer algún tiempo recluida en su departamento. Le hacía mucha falta el reposo, por lo que pasó mañanas y noches enteras en cama, aunque sin mucho éxito, ya que cada vez le resultaba más difícil conciliar el sueño.
Una noche de septiembre decidió prepararse una cena singular a fin de darse ánimo. Se armó una gran hamburguesa de doble carne y un helado de chocolate; incluso vació gran parte de la botella de mezcal que guardaba para ocasiones especiales. También se regaló un trozo considerable de pastel de chocolate. Todo un exceso para alguien como Mariana, cuyos hábitos alimenticios eran diferentes. Sabía que al abusar de una cena como esa iba a tener problemas para dormir; sin embargo, se fue a la cama con un libro de Stephen King entre las manos. Hizo el intento de leerlo, pero no pasó de la página cinco, ya que sin darse cuenta se quedó dormida.
Transcurrieron dos o tres horas en las que pudo conciliar el sueño sin interrupciones, cuando, de pronto, y aún dormida, comenzó a percibir inquietud en su interior. De su estómago emergieron sonidos similares a los de una digestión dificultosa. Debido al agotamiento que se había apoderado de su cuerpo no pudo descifrar si se percató de lo acontecido o si lo estaba soñando. Dio vueltas en la cama para encontrar una posición que le facilitara el descanso, aunque eso no fue suficiente. Aquellos sonidos se fueron incrementando. Entró en esa suerte de fase incómoda en la que se duerme y se piensa simultáneamente, es decir, cuando los pensamientos se convierten en sueños y estos en pesadillas y ya no se sabe si estas se piensan o se sueñan. Culpó a esa gran hamburguesa de la cena, aunque consideró que tampoco era algo suficiente para causarle incomodidad estomacal. Lo que sentía era algo más grave que lo simplemente digestivo. Entre la inconsciencia y el delirio comenzó a percibir un olor desagradable y difícil de identificar. Tuvo un sueño fugaz en el que el sofá de su sala comenzó a incendiarse por combustión espontánea, pero eso que invadía su nariz no era olor a quemado. La emanación se fue incrementando hasta que una arcada agresiva logró despertarla. Se sentó de un golpe en la cama con la esperanza de que esa fetidez hubiera sido producto de sus sueños, pero no, esa presencia seguía a su alrededor. Y no sólo eso, sino que iba creciendo con fuerza. Era el peor olor que percibió en toda su existencia. Quiso levantarse, aunque la debilidad no la dejó moverse. En su confusión no supo distinguir si estaba mareada o inmersa en una nueva pesadilla. Fue imprescindible girarse, por si ese pútrido miasma le fuera a producir el vómito. ¿De dónde procedía la podredumbre? Quiso gritar por auxilio; sin embargo, su voz era tan endeble que no pudo ni escucharse a sí misma. Le fue difícil determinar si vomitó o soñó que vomitó, a pesar de que se produjo un fuerte ardor en su garganta, como si hubiera estado vomitando por semanas. El olor invadió todo su departamento. Dudó si su origen era externo o acaso venía de su interior. ¿Le pertenecía? ¿Aquella pestilencia vivía en sus entrañas? A ese punto, su deseo más grande fue levantarse para abrir las ventanas del departamento y respirar aire fresco, mas era tal su languidez que no supo si lo pensó o lo imaginó. Incómodos ecos aumentaron dentro de su estómago; resonancias que nunca había escuchado, que de ninguna forma podrían derivar del cuerpo de alguien. Esos sonidos se asemejaban al del motor de una máquina desaceitada. No pudo dar crédito al acontecimiento que iba gestándose en su interior.
Después asumió haber escuchado tres golpes en la puerta de su dormitorio. En su desconcierto, creyó ver en el umbral la silueta del vagabundo que encontró tiempo atrás en la callejuela con Eleonora. Hizo un esfuerzo por gritarle y ahuyentarlo, pero para entonces se dio cuenta de que estaba sudando en exceso y que una fiebre poderosa la tenía presa. Quiso tomar aire y, al intentarlo, la peste se impregnó cada vez más en ella. Estuvo a punto de rendirse. ¿Y si nada de esto le estuviera ocurriendo? ¿En qué momento despertaría de ese mal sueño? Procuró conseguir control al pensar que los sentidos suelen traicionarse cuando se duerme. Recordó haber leído en algún artículo que el olor más insoportable es el de la descomposición humana. ¿Acaso era como este que ahora envolvía su entorno? No estaba segura de si un líquido resbaló por su boca, tampoco si su estómago se vació. Para ese momento, ya sólo tenía la certeza de una cosa, es decir, de ninguna. Las últimas fueron arcadas huecas y violentas.
Gerardo Villanueva (Guadalajara, 1978). Es autor de los títulos de poesía Calabozo cuatro (Periferia de Escribidores Forasteros, 2019), patrivium (Mantis Editores, 2016) y Feu G Rare (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2016), así como del libro de cuentos Inquilinos invisibles (Grafógrafxs, 2021).