El niño árabe
Gerardo Villanueva
Le insistimos que evitara usar cuchillos al comer y que los mirlos que abundan entre las araucarias del jardín, y en general en toda la ciudad, no son ofensivos tal como lo creyó cuando lo trajimos a vivir con nosotros. Intentamos convencerlo de que ahora tenía un hogar y de que era seguro. Aquello se lo fuimos comunicando con ayuda de un precario sistema de señas y repitiéndole palabras simples para que fuera acostumbrándose a los que serían desde entonces sus nuevos idiomas.
Charlotte y yo nos comunicamos en ambas lenguas de forma indistinta, a veces sin siquiera darnos cuenta si uno formula una pregunta en español y el otro la responde en inglés. Desde el principio, ella procuró inculcarle hábitos de elemental higiene, como lavado de manos y de dientes, mientras que yo traté de enseñarle a armar juegos de rompecabezas o figuritas de modelismo, sin que lograra conseguir su interés. Éramos conscientes de que su formación no iba a ser tarea sencilla, mucho menos si sus costumbres eran tan opuestas a las nuestras.
Lo vimos por primera vez en mayo de 2011, cuando tenía apenas siete años. De semblante tranquilo y hasta retraído, le costaba gran esfuerzo expresarse mediante monosílabos que nosotros, por supuesto, no comprendíamos. No obstante, algo en su manera de mirarnos nos conmovió al punto de elegirlo entre un puñado de pequeños sin mejor futuro que vivir en un país sumergido en la catástrofe. Un par de años después fuimos notificados de la autorización para traerlo a San Antonio. Charlotte y yo celebramos descorchando una botella de vino, aunque debo reconocer que por un momento también lloramos, supongo que de felicidad.
—Que sea lo que Dios quiera— me dijo entre sollozos.
Luego de casi treinta y seis meses de trámite conseguimos el anhelado hijo que no pudimos procrear durante los seis años que llevaba nuestro matrimonio. Para ese tiempo, Joussef había cumplido nueve. Llevarlo a casa fue una situación que rayó en el delirio. Aquellos meses de procedimiento nos parecieron los más largos de nuestras vidas y los gastos que tuvimos que sufragar dejaron nuestras cuentas bancarias seriamente mermadas. Lo que vino con posterioridad fue mucho peor.
Llegué a San Antonio en 2004, un año después de terminar mi carrera de ingeniero industrial en Monterrey. De inmediato tuve oportunidad de acudir a una maestría en St. Mary ́s University. Por entonces, asumí que mi destino estaba marcado: al concluir los estudios conseguiría un puesto en alguna empresa manufacturera del Estado, iba a laborar sin tregua hasta obtener mi jubilación y no volvería a mi país. Al menos ese era mi anhelo. Desde mi llegada pasé meses enteros estudiando, y poco tiempo me tomé para salir del campus universitario ni de mi pequeño dormitorio de alquiler en Woodlawn Hills. Las mañanas de domingo iba a llevar mi ropa al laundry y acudía a la iglesia Familia Cristiana.
Ese mismo año conocí a Charlotte, gracias a Frank, un amigo en común, pastor de la susodicha iglesia, quien era conocido por dar sermones en un templo de Harlandale y gastar su tiempo libre ayudando como bibliotecario en mi universidad. Los padres de Charlotte eran dueños de una cadena de joyerías en Texas. Más pronto que tarde su única hija heredaría todo aquello. Ante tal certeza, ella nunca mostró intenciones de estudiar una carrera universitaria ni de conseguir un empleo; tampoco tuvo novios anteriores a mí. Su adolescencia y juventud las pasó sentada frente al televisor, dejándose engordar consumiendo telenovelas con palomitas de maíz. Cuando se aburría de eso, iba con sus padres a escuchar los sermones de Frank.
Nos volvimos novios sin mucho pensarlo y al poco tiempo tuvimos una boda discreta. Frank nos casó ante un pequeño puñado de amigos que no sumaban más de una docena. No tardamos en darnos cuenta de que estábamos impedidos para la procreación. Para Charlotte era muy importante formar familia. Creo que esa idea le llegó por influencia de la iglesia y de las muchas telenovelas que vio. Ahora quería replicar el modelo norteamericano a toda costa: marido y mujer con uno o dos niños jugando en el jardín de casa; sin embargo, ni la naturaleza ni los métodos alternativos que intentamos para que se embarazara nos fueron de ayuda.
En 2007 concluí satisfactoriamente mi posgrado y ya éramos una pareja unida en matrimonio. Entré como gerente en una empresa metalúrgica. Si bien, no fui todo lo feliz que pude soñar en mi tiempo de estudiante, mi vida era la de un ciudadano promedio, así que tampoco podía quejarme. Luego de hablarlo con Charlotte y tras haber consultado a sus padres, decidimos que buscaríamos apoyo de alguna institución internacional para encontrar a quien hoy conocemos con el nombre de Joussef.
Puesta a elegir, una noche Charlotte me confesó que ella optaría por una niña o niño norteamericano o europeo. Yo argumenté que eso no iba a ser tan fácil, ya que en las adopciones internacionales estas son las criaturas más codiciadas. Changing children lifes, organismo al que terminamos recurriendo, nos convenció de que en Medio Oriente abundan niñas y niños con extrema urgencia de adopción. Nos aseguraron que nuestra mejor alternativa se encontraba en un refugio sirio que acogía a cuarenta y seis niños huérfanos. Frank fue el primero de nuestros amigos que nos alentó a inclinarnos por la adopción de este niño en particular.
—Es el designio que Dios les ha reservado— nos dijo cuando engullía un gran trozo de pay de fresa, cierta noche en que lo invitamos a cenar a casa.
Después de una larga serie de entrevistas con los funcionarios de la organización, de exhaustivos exámenes psicológicos que nos hicieron, de pruebas de capacidad económica, del llenado de formatos y de hacer transferencias a cuentas bancarias internacionales, tuvimos que emprender una serie de viajes a lo largo de muchos meses para que nuestro deseo se cumpliera.
Llegamos a Alepo una noche de mayo de 2011 ante un escenario de incipiente guerra civil y una temperatura de tres grados centígrados. La escarcha se acumuló con facilidad sobre mi abrigo y en el cristal de mis gafas. Charlotte no pudo ocultar su asombro cuando transitamos entre casas y edificios prácticamente derruidos. Los efectos de los disturbios ciudadanos y la agresiva respuesta del gobierno eran evidentes. El taxista, quien hablaba un poco de inglés, nos contó que en el último mes mataron a cuatro integrantes de su familia, entre ellos a su padre y un hermano. Al bajar del taxi que compartimos con una pareja nativa que pretendía escaparse a Beirut, escuchamos una fuerte detonación que se produjo no muy lejos de ahí. Charlotte se agarró a mi mano y susurró:
—Mejor volvamos a San Antonio. Olvidémonos de todo esto.
Le sugerí que no se alterara, y le aseguré que en cuanto resolviéramos el asunto del niño volveríamos a casa.
Pocos meses atrás había comenzado “La Primavera Árabe”, una serie de protestas masivas en países como Túnez, Egipto y, por supuesto, Siria. Democracia y derechos sociales eran fundamentalmente las consignas. Bashar al-Ásad sumaba para entonces once años en la presidencia, luego de haberla heredado de su padre, quien murió en 2000.
Joussef vivía a orillas de la ciudad, en un refugio infantil administrado por hermanos maristas. Nadima, una mujer joven y de rostro melancólico, era la encargada de cuidar aquel sitio. Cuando llegamos nos dio una bienvenida efusiva. Sin más formalidades, nos condujo a un patio donde una docena de niños jugaban a las escondidas.
—Es el pequeño de pantalón gris y camiseta verde— nos advirtió con un inglés muy poco comprensible.
Charlotte tuvo un impulso de acercarse al niño y abrazarlo, pero pronto se contuvo. A él se le veía somnoliento, un poco famélico y despeinado. Después pasamos a un cuarto sin ventanas que fungía como oficina. Nadima se apenó porque sólo pudo ofrecernos un vaso de agua, ya que eso era lo único que se bebía en ese albergue. Los donativos no eran suficientes para comprar leche o café. También nos dijo que Changing children lifes le notificó que el costo por el trámite iba a tener que duplicarse debido al estado de guerra. Casi al concluir la entrevista hizo énfasis en la situación de Joussef: sus padres y su hermano mayor fueron asesinados por un francotirador meses atrás, cuando salieron a caminar por las calles de Alepo en busca de víveres. Nadima tenía la certeza de que aquel niño no contaba con familiares conocidos, pero antes de que se concretara la adopción era preciso conseguir una constancia del registro civil local que acreditara tal hecho. En pocas palabras, Joussef todavía no estaba autorizado para salir de Siria.
Esa noche dormimos en un hostal del norte de Alepo. El costo por el hospedaje fue equivalente al de vacacionar dos semanas completas en el MGM de Las Vegas, aunque no tuvimos otra alternativa. Además, tuvimos que compartir nuestra habitación y el baño con dos periodistas franceses y una anciana iraquí que no dejó de mirarnos y lanzarnos consignas que no comprendíamos. Charlotte pasó la noche entera rezando entre dientes. Otro estallido cercano nos hizo saltar de la cama como a las dos de la madrugada. Al alba, ya estábamos abordando el avión que nos llevaría de regreso a casa.
Al año siguiente los combates en Siria se volvieron más intensos. La fuerza militar opositora al gobierno de Al-Asad, denominada Ejército Libre o FSA por sus siglas en inglés, ya contaba con el apoyo de Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Turquía; sus filas superaron cuarenta mil soldados. Gran parte de la población comenzó a huir del país por temor a las consecuencias de la guerra. Sin embargo, Charlotte y yo tuvimos que viajar de nuevo para verificar el asunto del registro civil. Las calles de Alepo lucían mucho peor que el año anterior. Eran incontables los inmuebles que se vinieron abajo a causa de las detonaciones. Parecía como si un gran terremoto hubiera arrasado con casi todo. La única oficina del registro civil operaba también como sitio postal y juzgado familiar. El encargado era un hombre voluminoso y de gesto poco amigable, quien, luego de casi ocho horas de mantenernos a la expectativa, nos dijo que era imposible encontrar los documentos de Joussef, que la situación violenta provocó la pérdida de miles de expedientes en oficinas de gobierno. Tuvimos que esperar un año más, ya que no fue sino hasta mediados de 2014 que se concretó la salida del niño. Después de una serie de papeleos y sobornos, el funcionario nos extendió un documento que certificó que el niño no tenía familiares cercanos y que, en consecuencia, ya era permitida su salida del país. Para entonces, ya habíamos pagado excesivas cantidades de dinero a Changing children lifes por el trámite y otro tanto a los maristas por el sustento de nuestro hijo adoptivo.
Aquel día nos enteramos de que la organización islámica musulmana chií libanesa denominada Hezbolá anunció su apoyo al gobierno de Al-Asad, lo cual acrecentaría las hostilidades. Cuando Joussef tuvo que despedirse de Nadima, la abrazó con mucha fuerza y ella nos enfatizó hasta el cansancio que gracias a nuestra acción el cielo ya era nuestro. Charlotte lloró como nunca.
Los primeros momentos que Joussef pasó con nosotros en San Antonio permaneció prácticamente en silencio. Lo llevamos a dar un paseo a Sea World y después a comer a Burger King. Asumimos que lentamente se adaptaría a su nuevo entorno. Para celebrar su llegada a casa organizamos una fiesta con pretexto de que pronto iba a ser su cumpleaños número diez. Invitamos a los padres de Charlotte, a Frank y a algunos amigos que tenían hijos pequeños. Colocamos mesas y globos de colores en el jardín. Decoramos la casa con figuras de personajes de Toy Story. Al tiempo que los invitados iban apareciendo, Joussef comenzó a ponerse notoriamente nervioso. Miraba hacia todos los ángulos y su frente fue llenándose de sudor. Cualquier cara que veía era desconocida para él. Pude percatarme de que se sintió amenazado. Mientras comíamos pollo frito con puré de papa en torno a aquellas mesas, inesperadamente soltó un agudo alarido al ver un puñado de mirlos posándose en las araucarias. Se echó a correr por el jardín gritando palabras que, por supuesto, nadie pudo comprender. Lo vimos tirarse al piso y patalear sin control. Al ponerse de pie, se hizo del cuchillo con el que cortaríamos el pastel y se abalanzó a Frank, quien pudo esquivarlo, aunque no se libró de un tremendo mordisco que Joussef le encajó en el dedo meñique derecho y que lo hizo retorcerse de dolor. Al percatarse de su actitud, los otros niños comenzaron a llorar. Tuvimos que telefonear a un médico para que revisara el dedo de Frank y le diera algún calmante al chico. En menos de dos horas la fiesta había terminado. Pasaron semanas para que el niño volviera a salir al jardín.
Una mañana de domingo, Charlotte y yo despertamos cerca de las once. La noche anterior nos desvelamos atacando bolsas enteras de palomitas de maíz y viendo Mikey, una película sobre un niño que después de ser adoptado por una familia resulta ser un asesino en serie. Todavía en pijamas nos dispusimos a hacer el desayuno; sin embargo, notamos que la planta baja de la casa se había convertido en un campo de exterminio. Lo primero que supuse fue que durante la noche alguien entró a robar, pero no. Vimos platos y vasos rotos en cada rincón; los cuadros que solían adornar los muros estaban regados por el piso, todos rotos, todos. Nuestra foto de bodas fue partida en trozos con algún objeto punzocortante. Encontramos manchas del labial de Charlotte en las paredes y pedazos de cristal dispersos por todas partes. Los grifos de la cocina y baños, abiertos. Por todo el piso vimos frutas tiradas, así como vegetales, salchichas, botes de yogurt y botellas de cerveza. El televisor de la sala había volcado al suelo. La puerta de vidrio del jardín, quebrada en su totalidad. Vimos lámparas y libreros rotos. En medio de aquel desastre encontramos a Joussef encajando unas tijeras en uno de los sillones favoritos de Charlotte. Excesivamente sudoroso, sostenía una sonrisa con la que daba la sensación de disfrutarlo todo. ¡Stop it! Grité para distraerlo, pero el niño siguió lacerando la tela del mueble. Mi esposa comenzó a temblar al ver tal escenario. Asumí que en cualquier momento iba a desmayarse. Me acerqué a Joussef para detenerlo, aunque cuando estuve a tres pasos de él se echó a correr con las tijeras en la mano. Fui tras él, persiguiéndolo por toda la casa. “¡No, no, no!”, era lo único que salía de su pequeña boca. “¡Ven aquí!”, grité furioso. “¡No, no, no!”, repitió sin agotarse. Cuando por fin pude detenerlo lo inmovilicé con un abrazo muy fuerte, pero inexplicablemente se pudo zafar. Comenzó a tirarme golpes y patadas. Luego tomó una efigie de mármol con la que me dio en la cara, provocándome un par de moretones en el ojo derecho. Finalmente, entre Charlotte y yo pudimos contenerlo y lo encerramos en su cuarto hasta que terminamos de restablecer el orden.
Pasado aquel incidente, decidimos inscribirlo en una escuela para niños con dificultades de aprendizaje; sin embargo, su comportamiento en nada cambió. Muy pronto se hizo de mala fama por la violencia que ejercía hacia sus compañeros y maestras. Lo comenzaron a llamar el Niño Árabe.
Cierta mañana, mientras estaba en una reunión de trabajo, recibí un llamado telefónico.
—¿Usted es el padre del Niño Árabe? —preguntó una voz entrecortada.
—De Joussef, sí. Dígame —respondí.
La directora de la escuela me rogó que fuera de inmediato por él. El niño estuvo a punto de lanzar a un alumno desde la azotea del edificio escolar. Ese mismo día lo expulsaron en definitiva argumentando que su presencia era un peligro para todos. Está de más si digo que el tiempo posterior a su expulsión fue un tormento en casa. Por más intentos que hicimos para corregirlo, su agresividad era recalcitrante. Ante cualquier altercado nos golpeaba a Charlotte y a mí. Nos escupía la comida en la cara. En poco tiempo terminó por destruir el resto de nuestras pertenencias. Mi relación con Charlotte se fue deteriorando más rápido de lo que creí. Una noche, cuando nos aseguramos de que Joussef dormía, ella me dijo entre sollozos que no iba a soportar más la situación, que lo correspondiente era devolverlo a su país. Yo le pedí tiempo para educar al niño, pero sin escuchar mis argumentos amenazó que si en dos semanas no arreglaba ese desastre, se iría.
A mediados de 2015, Charlotte optó por volver a casa de sus padres. Por más intentos que hice para convencerla de que nos hiciéramos cargo del asunto como los esposos que éramos, ella prefirió volver a su antiguo sofá y refugiarse en las telenovelas. “No me busques más”, me puso en un mensaje de texto. Todo aquello me provocó un gran agotamiento. Comencé a ausentarme del trabajo y a comer en exceso. En pocas semanas aumenté siete kilos y perdí gran parte de mi pelo. Cuando telefoneé a Frank para contarle lo que ocurría y suplicarle que me aconsejara, me dijo:
—Ruégale a Dios que te ayude en esta, pero a mí no me metas en tus problemas. Además ese niño tuyo casi me arranca un dedo, no creas que lo he olvidado.
Una tarde decidí encerrar a Joussef en su habitación. Ya no le permitiría salir ni que continuara destruyendo los objetos en la casa. Mañana, tarde y noche le proveía frutas, leche y pan. También le cambiaba las ropas que él mismo iba desgarrándose con furia. Pasé semanas completas preguntándome si tenerlo en cautiverio era lo correcto, aunque de momento no tuve otra alternativa. Cada noche me servía copiosos vasos de vodka ante el televisor, al tiempo que escuchaba los violentos golpes que él esgrimía desde la puerta de su pequeña cárcel. La televisión por cable fue un desfile de noticieros y programas deportivos aburridísimos.
Una noche de sábado, mientras iba de un canal a otro, me planteé el dilema de si adoptar es un acto de bondad o sólo implica la satisfacción de un capricho de pareja. No pude responderme nada. En CNN News, una conductora de origen latino anunció que el Estado islámico había atacado con fuerza al FSA. Era evidente que el conflicto en Siria iba a durar mucho más tiempo.
No me percaté del momento en que caí desvanecido sobre el sofá con el televisor a todo volumen. A la mañana siguiente desperté en mi cama rodeado de un insólito silencio. A lo mucho, distinguí el canto de los mirlos desde el jardín. Me levanté y fui al baño para enjuagarme la cara. De inmediato me conduje al dormitorio de Joussef, cuya puerta encontré abierta y él no estaba ahí. Bajé deprisa las escaleras. Eché un vistazo a toda la planta baja sólo para constatar un orden impecable. También vi un par de maletas debidamente colocadas a un costado de la entrada. En la cocina encontré a Charlotte terminando de lavar unos platos.
—Volviste —murmuré todavía confundido.
Ella comenzó a secar sus manos con un trapo blanco muy limpio. Parecía que no me había escuchado.
—Por fin despertaste —me dijo al darse media vuelta con una amplia sonrisa—. Ya está todo preparado, únicamente falta que te vistas y en dos horas nos vamos al aeropuerto.
—¿Al aeropuerto?
—¿Acaso lo olvidaste? Hoy es el día. Nos vamos a Alepo para traer a nuestro hijo.
Gerardo Villanueva (Guadalajara, 1978). Es autor de los títulos de poesía Calabozo cuatro (Periferia de Escribidores Forasteros, 2019), patrivium (Mantis Editores, 2016) y Feu G Rare (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2016). Inquilinos invisibles es su primer libro de cuentos.