ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Caminos de gusano
(De la policía municipal al nacimiento de agua)

Matt Gleeson

 

 

El hombre con el rifle de asalto es todo un caballero, muy orgulloso de serlo. Se vuelve más caballeroso en el instante en que se arma con aquel rifle. Al parecer, la conciencia de tener en sus manos una herramienta que podría convertir a cualquier persona frente a él en un bulto de carne desgarrada e inmóvil permite que él desborde toda la generosidad y dulzura del mundo, y ayuda a domar cualquier inseguridad que pudiera roerle por dentro e incitarle una actitud hosca o defensiva ante las mujeres. Las mujeres sobre todo, porque también es cortés con los hombres, pero con las mujeres sus gestos tienen más grandiosidad y su sonrisa brilla más. Con las mujeres su actitud es especialmente servicial —orgullosa y confiadamente servicial—, mientras ofrece un “para servirle” con la mano en alto y la palma vuelta hacia su frente y, con una floritura inconsciente, casi caligráfica, del extremo del rifle que apunta hacia el suelo con su uretra redonda y lisa donde nunca nunca se debe mirar adentro, desde la cual podrían salir espantosas gotas de catástrofe. Podemos estar seguros —aunque nunca lo hemos seguido a la casa de tabique donde vive— de que en casa este hombre no es el mismo tipo de caballero. No puede ser, nadie lo es, porque en casa hay demasiado para defender, y las herramientas que uno tiene son inadecuadas para tal defensa. En casa te conocen demasiado bien, tienes que ganar tu poder diariamente, no puedes suprimir siempre las ganas de echarte un pedo, como un caballero debe hacer, no puedes resistir siempre la necesidad de atacar, como un caballero debe hacer. Ahí todos huelen el sudor que sueltas al aflojar el uniforme de manga larga que te hacen vestir todo el día bajo el sol. Ahí hay grietas en tu piel, iguales a las que se ven en el yeso de las paredes, por donde se puede vislumbrar el color que traes adentro y por donde los ácidos pueden penetrar. Algún día nosotros seremos —y cuando digo “nosotros”, realmente quiero decir él, este hombre, pero en este momento estamos confundidos con él por medio de un proceso de examinación empática, en el cual los sentimientos y los fluidos se mezclan—, algún día nos evolucionaremos hasta ser, digo que este hombre está esforzándose para ser, algo como un tanque de guerra, un acorazado, un castaño de metal, un Hombre de Hojalata que se engrasa diariamente, un ser que tiene un caparazón y un deber, un dizque protector de mujeres, un mayordomo blindado, apostado en la puerta donde hace reverencias a la gente con gracia y benevolencia infinitas, sintiendo alivio y gratitud al saber que ya no tiene que correr sobre la faz de la tierra como los otros mamíferos con su piel tierna, porque tiene un puesto y un pedazo tangible de poder en sus manos. ¿De dónde vienen estos hombres? Parecen propagarse por medio de alguna partenogénesis masculina, como si hubieran perfeccionado el arte divino de convertir el verbo en carne, de tal manera que los insultos y las órdenes que ellos disparan se vuelven otra carne inflada con aliento que, a su vez, prosigue para difundir el verbo, en una cadena eterna. ¿O será que ese arte de convertir verbo en carne se ejerce por alguien en otro lugar: en bóvedas construidas para almacenar lingotes y cifras, en casas de quince recámaras, en fortalezas donde se acaparan los cereales y el agua?

Una mujer pasa caminando frente a la estación de policía donde el hombre con el rifle está parado y, cuando él la saluda con la amabilidad que le parece precisa, a ella el rostro del hombre le da la impresión desagradable de una avidez excesiva: los ojos y la boca se han abierto demasiado, como desgarrones en una bolsa de papel rota, y el arma misma le da una sensación —como siempre hacen las armas de fuego, aunque ella ya lleva toda la vida aprendiendo a suprimir esta sensación— parecida a unas ganas de orinar, un cosquilleo en los músculos profundos dentro de su cuerpo, que normalmente deberían quedar firmes y tranquilos. Es como si ella fuera un ancho río donde un cardumen de pequeños peces plateados ha entrado y va lanzándose en lo hondo de sus aguas. Pero el río sólo muestra su superficie plácida, ofrece sólo una pequeña inclinación de la cabeza al sirviente «lleva muertes», como un breve destello de luz sobre el agua. Y por lo demás permanece opaco y verde, lleno de una masa de sedimento y algas que oculta lo que nada adentro. Y así el hombre con el rifle de asalto no sabe, o empieza a olvidar, que su arma tiene este efecto en sus semejantes. Y no sabe, o empieza a olvidar, que todas las personas retroceden interiormente un poco al pasarlo, desplazándose dentro de la cámara de su propia piel hacia la pared opuesta, sin ningún movimiento perceptible del cuerpo. Y no sabe, o empieza a olvidar, que nadie muestra nunca sus sentimientos verdaderos, sobre todo cuando hay presente un hombre con un rifle de asalto.

El hombre armado mira con incomprensión al río que es la mujer; pero sigamos su corriente ahora, río arriba. Pasamos por el ancho valle donde está situado hasta entrar en cañadas más estrechas. Pasamos sobre rocas. Pasamos por espesuras de carrizo y ortiga. A veces vadeamos tramos lodosos y poco profundos. A veces caminamos en un sendero que se aparta del cauce y de nuevo se acerca. Pisamos troncos caídos para cruzar otros arroyos que son sus afluentes, y luego continuamos por el río principal y al fin llegamos a un paraje donde el río ya es menos que un riachuelo, nada más un tenue chorrito que corre sobre un cauce de arena ocre, entre las bajas peñas de un modesto cañoncito, en un sitio donde se siente la soledad y no se escucha ningún canto de pájaro. No se podría ocultar nada en esta agua. No tiene profundidades y su cuerpo es diáfano en la luz del sol, dejando ver con claridad cada trocito de musgo y cada insecto acuático en la arena sobre la que corre; pero tiene una fuerza paciente, hasta alegre, una confianza que radica en el hecho de saber que es el inicio de algo que irá acumulándose, de saber que siempre hay más de sí misma impulsando su flujo desde una fuente que apenas percibe y no alcanza a comprender. Un chorrito que nace del manantial evolutivo: sin piernas, hígado o corteza cerebral, nada más un claro fluido con impulso, una insistencia alegre.

Dije que hay un sentido de soledad aquí, pero el sitio no es totalmente deshabitado. Un poco adelante, las rocas y bajas escarpas del cañón se vuelven suaves colinas, y en una de estas colinas, entre piedras salpicadas de liquen y hierbas que se doblan en el viento, hay una casa con paredes macizas y techo de lámina. Su puerta parece estar abierta o tal vez es nada más una entrada sin puerta. Desde aquí no alcanzamos a ver adentro, sólo desciframos una mancha simple y opaca en el muro de la casa, como el ojo de una cerradura. A un lado, debajo del alero del techo, hay una pila de leñas partidas y secas, mientras enfrente se ven pieles de animales tendidas en armazones de dos palos cruzados que alguien plantó en la tierra: pieles de venado, zorro, oveja, cabra, tejón, serpiente, ardilla, juntas con pieles de otros animales menos reconocibles, o así nos parece desde acá, todas secando en el sol: máscaras vacías para revestir un cuerpo entero. ¿Quién podría vivir en esta casa?, ¿a quién podría pertenecer? Él, ella, ello, ellos: todavía no les interesa revelarse a nosotros, eso al menos me queda claro, y mientras nos paramos aquí, con las preguntas torpes y peludas brincando en nuestras mentes, se negarán a aparecer. Pero eso no quiere decir que se esconderán en el monte esperando a que nos vayamos, temiendo volver a casa. No, nosotros no impediremos que sigan con su vida mientras tanto, porque tienen la capacidad de estar presentes y al mismo tiempo sustraerse, de habitar esta casa y ocuparse de sus misteriosas necesidades cotidianas, y al mismo tiempo dejar una escena despoblada ante nuestros ojos. Y, a fin de cuentas, parece que les importamos muy poco.

¿Y si pudiéramos vivir aquí en el nacimiento de agua? ¿Si nunca regresáramos al mundo exterior? Si fuera posible, y no puedo estar seguro de que lo es, pero si pudiéramos, ahí afuera un velo fino y opaco aparecería sobre nuestros ojos cuando pasamos frente a la estación de policía, poco a poco nos volveríamos menos responsivos, más parecidos a la piedra, ovillados en la cama o en una silla, secándonos y endureciéndonos hasta convertirnos en una cosa como una jícara, una cáscara ligera que emite un sonido hueco cuando la uña la toca, algo que ya no habla, ni come, ni realmente vive, o así parece, porque el acto de vivir ocurre ahora en la parte más interior y de acceso más difícil, en esta casa en una colina por dentro, dejando desatendida la carne. ¿Sería posible que alguien nos siguiera hasta aquí dentro? ¿O las zarzas serían demasiado espesas para que abran paso, y las raíces se extenderían del suelo para retener los tobillos de cualquier intruso? ¿Podríamos así escaparnos de un mundo del que ya no podemos esperar nada más que hostilidad? O tal vez podríamos aguardar hasta el momento adecuado, reuniendo fuerzas y, entonces, sin importar qué tan bien vigilados los amos tengan sus palacios con la ayuda de sus mayordomos de hojalata, podríamos nadar hacia abajo, hacia las profundidades, y luego subir a la superficie emergiendo de sus ojos, dejándolos todos desgarrados desde adentro, salpicados sobre el piso, para abrir las puertas de par en par y recomenzar toda la historia de un modo mejor. Un hondo trago de agua nos une con la zambullida y nos hundimos. Con la cara apuntada hacia abajo, los ojos transparentes, descubrimos el espacio infinito que existe en el agua menos profunda. Tal vez nunca subiremos más para volver a habitar esta amada bolsa de carne, pero nos hundimos decididos y certeros, nos hundimos con tristeza, nos hundimos centímetros y eternidades.

 

Matt Gleeson (Los Ángeles, Estados Unidos, 1979). Escritor y traductor. Es autor de Las consustanciaciones (Cuatro Triángulos, 2022), traductor al inglés de Earthly Days, de José Revueltas (Archivo 48, 2020), y cotraductor al inglés (con Audrey Harris) de The Houseguest and Other Stories, de Amparo Dávila (New Directions, 2018).