ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Cómo hacer un hogar

Julio César Ortega

 

 

I

 

—Te traje muebles nuevos para la casa —digo, y me siento al lado de mamá, cerca de la cabecera.

Ella sonríe, incrédula. Me da una palmadita en la muñeca.

—Ay, Marcelita —suspira—. Pero ¿de dónde? Y hasta nuevo, vaya…

—Es la verdad. Mira.

Deposito la bolsita sobre una mano. Contemplar aquellas figuras que parecen gomas de azúcar nos hace agua la boca. Con el dedo, empiezo a remover las esponjas dentro del envoltorio de celofán. Sillas, roperos y cajones se insinúan en medio de un centenar de muebles diferentes. Uno por uno describo sus características, sus usos y en qué parte de la casa se colocan, según entiendo: los tres sillones de una sala familiar, un par de cómodas discretas, una mesa baja con las patas cruzadas y algunos objetos que no distinguimos de tan pequeños.

Vacío la bolsa sobre la sábana y los muebles salen rodando. Mamá, interesada, se sienta en la cama. Veo reflejada la dulzura de los colores fosforescentes en sus ojos, donde por lo común se dibuja el dolor de los achaques. Algunas piezas son tan tenues, parecidas a pelusas y semillas, que su primer impulso es taparse la boca y la nariz con la esquina de la sábana.

—No vayan a salir volando —dice sonriente.

La imito y me subo la playera hasta debajo de los ojos. Tiene razón: con un resoplido se nos podría perder un sillón o deshacer un juego de recámara.

Empezamos a agrupar las cosas con su cada cual. Cierta mesa anaranjada desentona con el azul rey de las sillas. El tocador es amarillo; sus cajones, lilas. El ropero, rojo; sus ganchos, verde limón. Me preocupa este detalle, aunque mi mamá, lejos de compartir mi decepción, me envalentona.

—El color es luz, Marcela. El color da vida.

Echo un vistazo a mi alrededor. Me imagino esta ruina, que tiene por puertas y ventanas hojas de cartón y tiras de cinta canela, iluminada con aquellos colores. “Ya sabremos cómo será la casa después de que ponga a crecer los muebles”, pienso.

Recojo los triques dentro de la bolsa y voy a ver a mis hermanas, echadas en catres en partes separadas de la Ruina.

Arizbeth es muy parecida a mi mamá: todo lo que es pequeño y frágil la conmueve. Tiene ojos de niña, grandes y resplandecientes, coronados con una ceja de vello finito y arremolinado. Pieza a pieza, examina el mobiliario cerca de un hueco cubierto de plástico por donde se filtra la luz.

—Esta es mi favorita.

Se trata de una puerta. El color menta, entre el azul y el verde, la hechiza. Me pregunto si podremos adosarla en el umbral de su cuarto y transformar su parte de la Ruina en una habitación para niña.

Como los comerciantes que van deambulando por los pueblos, recolecto mis piezas. Arizbeth se desprende de la puerta, al igual que de todo en la vida, con una facilidad que da tristeza. Pero a su debido tiempo tendrá sus cosas: una puerta, ventana y muebles, privacidad.

Por el momento quedan una o dos horas de luz y aún hay mucho que hacer.

Mi hermana Liliana no se molesta en desempacar. Palpa el celofán crujiente, mira los muebles por encima y me los devuelve. Es la mayor de las tres. Mi mamá dice que ella siempre fue así de seria. Quién sabe. Nunca nos voltea a ver.

—Están bien —dice—. Son bonitos.

—Sí. Y cuando los eche al agua serán mucho más grandes.

A Liliana, cuando una le habla, le da por rascar la ropa. Pellizca un doblez de su falda, donde pudiera haber una mancha o una hilacha, y lo frota con las uñas. Rasca y rasca hasta que la tela se pone blanca. A mamá le causa mucha desesperación esa manía, que Liliana parezca tan distraída. Yo no creo que Liliana no escuche lo que una dice. Es que piensa las cosas demasiado.

—¿Y de dónde vas a sacar tanta agua, Marcela? —pregunta. El sonido de su uña sobre la manga del suéter es suave y pausado. No me molesta.

—Ya veré —digo—. Por ahora pienso usar vasos de unicel.

Le cuento de mi paso por la tienda antes de llegar a la Ruina.

—El señor que me vendió las esponjas me dijo que siempre es más bonito ver crecer las cosas un poco todos los días en vasos transparentes —explico—, pero los de unicel son más grandes.

Le describo a Liliana cierta botella de Coca-Cola de dos litros preñada con un dinosaurio de fauces afiladas y garras contraídas. Me hago bolas tratando de hacerle entender cómo lo que cupo, aún pequeño, a través del cuello de la botella, se convierte luego de varios días sumergido en el agua en un animalote. A su debido tiempo, los dinosaurios se mudan a un envase más grande: hay que cortar la botella con un cúter y pasarlos a una cubeta; después, a un tambo; luego, a una pileta…

—Había bolsitas de todo: ¡animales, plantas, frutitas y un montón de cosas! —Me siento engolosinada de sólo pensar en ese hermoso surtido de formas. Dejo escapar un suspiro—. Bueno, pues, comencemos a hacer nuestro hogar.

Liliana deja de rascar y me mira. Y porque no quiero saber qué significa esa mirada, salgo volada a la calle.

Relleno dos de mis vasitos en el chorro de una llave que siempre está goteando, en un parque de aquí cerca. Cuando me ve llegar con la primera ronda, mi mamá llama a mis hermanas.

—Ariz, Liliana, vamos a echarle la mano a Marcela —dice.

Entonces las cuatro nos vamos a la llave y en cinco viajes rellenamos dos paquetes de vasos. Después, los distribuimos en el suelo de un cuarto vacío, donde se juntan la oscuridad, el polvo y montones de grava que ya estaban en la Ruina cuando nos quedamos en ella. Mi mamá enciende velas, las arrima a las esquinas y, ahora sí, echamos cada mueble en su propio vaso. El chapoteo de las esponjitas al caer dentro del agua nos hechiza. Arizbeth, Liliana, mi mamá y yo contenemos la respiración. Las llamas de las velas están muy quietas, parecen hechas de piedra.

—A esperar —digo más para mí que para mis mujeres—. Hay que tener paciencia y esperar.

 

 

II

 

Un día veo a Arizbeth buscándome entre los parabrisas y los cofres deslumbrantes.

Dejo caer las pelotas entre mis dedos antes de tiempo y grito su nombre. Alzo la mano, sin dejar de caminar hacia atrás para concluir el acto. Después de una reverencia rápida entre el semáforo y las rayas de la cebra, le hago señas para que se reúna conmigo en la banqueta. El semáforo me da apenas unos segundos más de luz roja para desfilar aprisa entre las ventanillas con la mano extendida, a fin de recoger las monedas.

—¡Los muebles ya no caben en los vasos!

Antes de dejarme llevar por la emoción, pienso qué debo hacer ahora que los vasos ya no van a servir. Lo único que se me ocurre es seguir un plan que ya había considerado.

Tomo a Ariz de un brazo, pongo las pelotas dentro de mi morral y recorremos la avenida visitando las tienditas. Casi todas las señoras me explican que el plástico ya no se regala. La gente lo junta y lo vende. “Para reciclarlo”, dicen. Gracias a Dios no falta quien nos regale una botella no retornable de tamaño familiar.

Al llegar a la Ruina, Liliana ya había acarreado los vasos al cuarto de mamá. Desde un principio el señor de las esponjas me aconsejó echarles un ojo todos los días para observar el crecimiento de los muebles. Pero yo no hice caso. El efecto de verlos ya grandes, de golpe, es más asombroso.

Algunos vasos están deformados o rotos; las esponjas son voraces y no desperdician ni una sola gota de agua. El tamaño de un ropero, el de un tocador y el de todo lo más grande es como el de un cachorro. Caben en el hueco de la mano. De palma en palma, hacemos desfilar tres recámaras completas, con sus bases de cama violetas, cabeceras con forma de media luna color pistache y colchones color grosella. Al acabar, las vamos acomodando cerca de la pared, como si ya nos imagináramos dónde las vamos a situar. Ninguna quiso adelantarse y hacer planes: daba vergüenza pensar que nada se nos cumpliría.

Ahora sé que ya vamos de gane.

Mi mamá muestra especial predilección por una mecedora de anchos posabrazos. Acaricia su color menta con las yemas, dándole vueltas como a un dado. Las callosidades causadas por la friega de lavar ropa y suelos ajenos toda su vida la han hecho insensible al calor, a los piquetes, a todo, pero se esfuerza en poner sus sentidos en el contacto con la mecedora.

Cierra los ojos apenas una nada, presionando las partes esponjosas, aunque firmes, como si así viera mejor.

—¿Te imaginas, Liliana? Aquí se ha de dormir bien suave.

Después de eso, nos pasamos la noche recortando los cuellos de las botellas de dos y tres litros, yendo a la llave del parque y mudando los muebles al interior. Sé que los nuevos recipientes no van a durar, y no me equivoco: a la vuelta de una semana, las miniaturas se van perfilando como las cosotas que acabarán ocupando una pared, una esquina o el centro de un cuarto. Qué mejor sería que pudiéramos comprar cubetas, tambos, yo qué sé, pero lo único que se me ocurre es usar bolsas negras de basura que rellenamos durante la noche y venimos cargando de una en una entre todas, con sumo esfuerzo. Algunas se nos revientan por el camino. Nos venimos carcajeando, empapadas de la panza hasta los pies.

Nos vemos en la necesidad de meter en una misma bolsa una alacena y un escritorio. En otra, un juego de sillas, en las que fácilmente podría tomar asiento un grupo de niños de kínder, y una cuna, algo estorbosa, que pensamos vender porque ninguna de nosotras quiere tener hijos.

Los colores ya no son tan vibrantes, el agua lo deslava todo. El rojo cereza y el rosa pastel y el amarillo fosforescente y el azul rey han perdido la cereza, el pastel, la fosforescencia y el rey; pero mi mamá está contenta de ver cómo poco a poco la Ruina luce menos desolada, y mis hermanas ya están a menudo fuera de sus cuartos, pendientes del crecimiento de aquello a lo que ya le echaron ojo para sus futuras habitaciones.

El mueble más robusto es el que me tiene más preocupada: un ropero de cuatro puertas y tres hileras de cajones. “Del suelo al techo”, me advirtió el señor de las esponjas hace poco, al pasar a su puesto para ponerlo al día de la situación. “Lo mejor será que le midas el agua”.

—Oye, Marcianita, ¿para qué vamos a querer tantos cajones? —pregunta mi mamá—. Juntando tu ropa, la de tus hermanas y mis hilachas, no creo que llenemos ni uno.

Mamá ríe, movida por su ocurrencia. Ariz y yo la acompañamos. Liliana, como de costumbre, se mantiene callada, pero enseguida hace algo que jamás pensé que vería: deja de rascar el fondo de la playera, da un paso, extiende los dedos y acomoda detrás de la oreja de mamá un mechón de canas suelto.

—No pienses eso, mamá —digo—. Un día de estos vamos a ir las cuatro a comprarte ropa. Y unos zapatos.

—A lo mejor el señor de los muebles también vende ropa de esponja —responde.

 

 

III

 

Las bolsas negras ya no bastan.

Liliana propone que consigamos un trozo de manguera para traernos el agua de la llave hasta la Ruina.

—Ay, no, hija —dice mamá—. Tampoco hay que ser tan abusivas.

Ariz nos sugiere esperar la temporada de lluvias: “Basta con sacar las esponjas a la calle para que acaben de desarrollarse”. A mamá le gusta esa idea, pero yo no estoy dispuesta a aflojar ahora que los muebles ya no son piezas de una casa de juguete. “Tú fuiste la que dijo que había que tener paciencia”, me recuerda cada una a su manera.

—Sí —admito—, pero ya fue mucha faramalla. ¡Quiero que esto deje de ser lo que es y sea otra cosa!

“Un último empujón”, pienso, no más.

Al día siguiente nos vamos al río Lerma con nuestros cachivaches de colores. En este pueblo el cauce siempre está elevado por ahí de mediados de año. Ahora es marzo. El nivel nos permite descender la zanja sin peligro de ahogarnos. Echamos los muebles al riachuelo muy temprano cada mañana y los rescatamos en la noche ya bien infladitos. Algunos nos los han robado, sí, y transportarlos no es fácil: el agua pesa como la piedra. Además, el tufo a caño que acarrean las esponjas desde el río resulta penetrante y hay que forrarlas con bolsas y trapos antes de acomodarse en ellas.

 

 

IV

 

Los años pasan. Liliana, Arizbeth y yo nos dejamos caer de vez en cuando encima del sillón al lado de mi mamá y quedamos dormidas casi toda la tarde. Al despertar, las tres nos sentimos como recién salidas de una enfermedad, risueñas, distintas. Pero en el caso de mi mamá sucede algo curioso: se está encogiendo.

De un tiempo para acá tiene que agarrarse de las sábanas para subir a la cama; se sienta para bajar el escalón de la calle; y sus manos, que antes nos acariciaban la cabeza de una sola pasada, ahora son del tamaño de nuestras orejas.

—Yo creo que deben de ser las esponjas, la están chupando —dice Liliana.

Nos ofrecemos a regar sus muebles, a ver si así evitamos algo, pero mamá se ríe de nosotras. Además, no piensa quitarle la vista a sus cosas ni un solo día.

—Mientras ustedes estén bien, hijitas, por mí ni se preocupen —dice con una voz que aletea cerca del suelo—. Así es la edad: las viejitas nos hacemos menudas, desaparecemos.

 

 

V

 

Después de la muerte de mamá, ayer por la noche, hemos decidido sacar la mayoría de los muebles y venderlos. Hacía mucho que habían dejado de oler a podrido y, bajo el sol, humean, desprenden tibieza, huelen a champú, a jabón para la ropa, a comida.

Arizbeth y Liliana esperan que se acerque la gente y lloran por mi mamá. Lloran por sus cosas. No hay de otra: no podemos arriesgarnos a correr su misma suerte. Tendremos que esperar a que alguien los compre, que se los lleve regalados, o hasta que la última gota de agua salga de las sillas, las camas, los cajones y el comedor para echarlos en una bolsita.

Agarro a mamá, la recuesto sobre mi mano y la acaricio con la yema del dedo como a un pájaro. Está tan pequeña y reseca que su gesto es indistinguible.

La casa está casi vacía; sólo quedan algunas mesas y otros muebles con los que no tenemos contacto directo. También dejamos las puertas y ventanas en su lugar. Antes de las esponjas, decíamos que esta era la Ruina. El sólo hecho de pensarlo hace que un escalofrío me suba por los pies.

Entonces se me empaña la mirada y unas lágrimas caen sobre el cuerpecito de mamá. Por un segundo creo que se va a hinchar un poco y que se moverá. La observo detenidamente, la muevo un poco con la uña, pero sé que estoy equivocada. Cierro la mano y me siento en el suelo.

Liliana y Arizbeth comienzan a vocear allá afuera.

—¡Se vende casa! —dicen.

 

Julio César Ortega (San Mateo Atenco, México, 1991). Es licenciado en Diseño y Comunicación Visual por la UNAM. Textos suyos han aparecido en La Colmena, Tierra Adentro, Punto de Partida, Grafógrafxs, Penumbria y Alas de Cuervo, entre otras publicaciones.