ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Implosión

Laura Sharaí Reyes Vázquez

 

A Yaneli

Con lo que yo fui
Y lo que yo soy
Lo que yo seré no tiene miedo.

Bely Basarte

 

Alejandra lo escuchó palpitar, como cada día, en su pecho descarnado. Lo buscó con unos ojos que ya no se hallaban en las cuencas de su cuerpo marchito. Incluso pudo palparlo con la frialdad de sus manos, que no eran más que huesos resquebrajados. Sin embargo, su corazón ya no estaba, y aun así lo sentía, doliéndole como siempre.

Ahí todo era más fácil de percibir también en su inexistencia física. Hasta podía notar una humedad en su cuero cabelludo, como si su pelo no hubiese desaparecido al contacto con aquel lugar. Lo que más la atormentaba era que podía recordar a las personas de su vida y, peor aún, sentirlas habitando con más intensidad dentro de sí misma, como si su alma fuera el remplazo físico, y uno muy sensible, de su cuerpo, un recipiente cuyo contenido eran montones de humanos miniatura encajando sus dientes en las paredes de su consciencia, en la carne de su alma.

Desde muy pequeña había descubierto en la soledad que ni su sombra la miraba. Durante su adolescencia intentó averiguar el porqué de ello. Quizá el rechazo de su madre y abuela, su necesidad de aceptación por parte de ellas, el suicidio de ambas... Finalmente, al llegar a la adultez y tomar la resolución de acabar con su vida, lo hizo con la sola esperanza de pulverizar el conocimiento que tenía de su existencia. Para su sorpresa, no fue necesario suicidarse, pues un cansancio insoportable que apareció repentinamente se encargó de atarla a la cama, privarla de alimento y de matarla mientras dormía. “Ojalá todo hubiera terminado ahí”, pensaba, pero la muerte resultó ser su peor temor: el conocimiento de su existencia potencializado.

A los recuerdos no les era necesario un cerebro (también devorado por los gusanos), pues la muerte del cuerpo, ahora lo sabía, no acaba con el alma, y todo lo aprendido e ignorado en la vida del propio muerto perdura. ¿Qué pasa entonces si sólo se conocieron cosas miserables, si todo lo aprendido e ignorado lo adquiriste de tu madre, y esta, a su vez, de su propia madre, como una cadena de almas que se alimentan de otras igualmente destrozadas? ¿Acaso estaba pagando la condena de las mujeres de su vida? ¿Por eso las llevaba hasta en el nombre? Cuando estos pensamientos llegaban, cerraba los ojos que ya no tenía, cubriéndolos con unos párpados que tampoco existían, y lograba ver, como un recuerdo, la imagen de una habitación roja y naranja que, estaba segura, no había visto antes de morir.

Siempre observaba aquella habitación desde un mismo ángulo, como si tuviera el infierno ardiéndole encima. Un día su madre, con el aspecto de una jovencita de 20 años, apareció en la escena, sobresaltándola. La tomó entre sus manos como a una muñeca y Alejandra pudo sentir sus dedos tocándole el rostro, la espalda, el vientre y los pies. ¿Acaso también en la muerte seguía siendo su madre? ¿Cómo la encontró? ¿A qué se debía su apariencia rejuvenecida? ¿Por qué podía tomarla como a un juguete? ¿En realidad aquel lugar era el infierno?

Su madre la bajó para depositarla en una caja sin tapa, y salió de la habitación cargándola. Esto le permitió a Alejandra observar los techos de la casa, pero no reconoció el lugar, de aspecto antiguo. Los techos fueron remplazados por un cielo rojizo, este por árboles sin hojas y finalmente por un vasto jardín. Su madre se puso de rodillas, se acomodó sobre un rectángulo de tierra y la sacó de la caja. Ambas estaban frente a una tumba cuyo epitafio hizo que sintiera un dolor en el pecho: “En memoria de Alejandra, hija y nieta”, pues lo entendió, aquella joven no era su madre, sino su abuela.

La alta temperatura de la mujer que la estrujaba contra su pecho se apoderó de ella. Su campo visual comenzó a ampliarse y se dividió en dos: por un lado, podía mirar unos pechos cerca de sus mejillas, y, por el otro, atravesar las entrañas del jardín hasta la superficie para ver que su abuela estrujaba una versión en miniatura de ella, una muñeca elaborada con gruesas costuras de cabello humano. “Mi cabello”, pensó.

La mujer dijo algo entre dientes, metió a la muñeca en la caja y, con una vela, la incendió. El fuego se propagó rápidamente y envolvió a Alejandra, quien, desde el interior de ambas cajas, debajo y encima de la tierra, lanzaba alaridos. La pregunta “¿así se siente ser amada?” pasó por su mente poco antes de que su consciencia desapareciera por completo.

“Al fin podré descansar”, pensó la abuela, quien, sobre la tumba, también ardió hasta consumirse.

 

Laura Sharaí Reyes Vázquez (León, Guanajuato, 1998). Estudia Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Textos suyos aparecen en las revistas Pirocromo, Página Salmón y Punto en Línea. En 2021, ganó el XIII Concurso Nacional de Narrativa “Elena Poniatowska” con su cuento “Los ojos del canario”.