Inna[*]
Iliana Vargas
Dios miró desde su sillón la tierra de los hombres y extendió toda su furia sobre el fuego y llevó el fuego a la ciudad y cada una de las cosas que conocieron sus habitantes ardió, como ardieron sus cuerpos.
Daniela Tarazona
I
Creyó que la señal había llegado por fin, a través de una lejana resonancia de campana, aunque luego descubrió que no era una campana, sino el gorjeo de los chanates al traspasar capas y capas de aire nocturno. La vibración quedó rota de pronto por un sonido más fuerte. Concentró su atención en él, mirando a través del gran ojo de vidrio grueso y ambarino que la había comunicado con el exterior durante los últimos nueve años de hibernación. Sabía que ese sonido no era natural; no había nada del agua ni del viento en él. Había carne; aliento; saliva regurgitando en, lo que ahora reconocía, era un grito. Y sólo podía provenir de “ellos”. Nunca los había visto, pero los oía ir y venir, y asumía que estaban encargados de mantenerla ahí dentro.
Inna avivó el fogón con el que mantenía la calidez de su habitación cavernaria y abrió el frasco azul que le entregaron cuando la encerraron ahí. La indicación había sido clara: “Reconocerás las señales y regresarás la carne a su morada”.
No le quedaba muy claro que eso, cuya forma era irreconocible y que se removía dentro del frasco, tuviera tanta importancia como para atravesar los cables que pendían de extremo a extremo de las galerías de montaña erosionada bajo las que se encontraba. El flujo mental que la mantenía despierta era recurrente: Encontrarse => Hacía tanto que no pensaba en la posibilidad de ser encontrada <= Visualizarse a sí misma desde algún agujero allá arriba, recostada entre heno y arena verde que brillaba durante las noches a causa de la luminiscencia natural: la manera en que se acomodaba abrazándose las rodillas, la hacía parecer un zorro acurrucado sobre sí mismo a la espera de la noche para salir a cazar.
II
Ya se había acostumbrado a vivir encerrada, sola, a lado del fogón inextinguible, al fondo de esa caverna que guardaba tantos sonidos y tantas imágenes, como todo lo que aparecía ante sí cuando cerraba los ojos, aunque no durmiera. A veces no sabía si soñaba o no, y no le importaba. Lo único que quería era que nunca se acabaran esas visiones, porque nunca le revelaban ni personas ni lugares conocidos y así no sentía nostalgia por todo lo que había dejado allá arriba, entre el fuego y la podredumbre.
Inna se dio cuenta de que el animalillo dentro del frasco azul se había quedado quieto, mirándola con tanta atención, que se preguntó si acaso podía leer sus pensamientos. Como si así fuera, decidió concentrarse en algo que le había dado vueltas en la cabeza desde hacía tiempo: le gustaría saber por qué la sacaron de entre las flamas y la arrojaron junto con ese bicho a esta caverna convertida en su hogar desde hace nueve años. No sabe si agradecerlo o lamentarlo; no sabe qué encontrará allá afuera; no sabe si quiere regresar.
No recuerda a la gente, pero sí los olores acompañados del humo densísimo por las tardes, la picazón en nariz y garganta, y las náuseas. La pestilencia se filtraba por los surcos de las ventanas y las puertas: era como quedar prisionero en casa o en cualquier rincón de la ciudad y acaso del país. Inna no se enteraba mucho sobre lo que sucedía en otras partes del mundo, pero ahí en donde ella vivía, al fin se había desatado una crisis de congestión en el sistema de aguas negras, de recolección de basura y de fosas en los cementerios a causa del incremento desmedido de habitantes y de la pobreza en que sobrevivían. El canibalismo se había tornado una práctica habitual a pesar de las consecuencias terribles y dolorosas: quien se alimentaba con la carne de su propia especie experimentaba ataques de euforia durante 12 horas, sin notar que su propio cuerpo se iba inflamando poco a poco. Justo después de ese lapso, las partes inflamadas iban reventando, y la euforia era sustituida por un sufrimiento lúcido e inigualable que sólo se detenía con la muerte. Así, el número de cadáveres aumentaba cada día, ya fuera por inanición, por ingesta caníbal, por beber agua de la llave o por “estar en el lugar y el momento equivocados”, pues la desesperación, la demencia, las guerrillas entre los pequeños grupos de poder y la violencia estaban fuera de control y cualquiera podía ser víctima de un asesinato sin sentido, a sangre fría, o ser secuestrado hacia un lugar en el que se le torturaría con una crueldad inusitada. Ya nadie entendía nada. Ya nadie esperaba que alguien lo salvara. Ya no había lugar para más muertos. Y entonces empezaron los incendios. Al principio eran piras de basura y desechos que rebosaban los canales de aguas negras; después se les sumaron torres de cadáveres, y llegó el momento en el que se desató una especie de pandemia piromaníaca: el fuego se convirtió en lo único puro y hermoso que valía la pena observar durante horas. Inna ni siquiera había intentado salir de su habitación cuando sintió el calor y las paredes comenzaron a crujir. Estaba deshidratada y a punto de desfallecer de hambre y asfixia. Lo último que sintió fue una mano gigante que la tomó de los cabellos para sacarla de ahí y arrojarla a este hogar de piedra donde sólo hay un fogón, montones de hebras de heno, raíces, granos y un frasco azul con un bicho dentro que hay que devolver a algún lugar allá afuera.
III
Volvió a escuchar la señal. Ni campana ni chanates ni gritos de la multitud que se acercaba atravesando las montañas. Era un canto que se filtraba entre los poros de las paredes de piedra:
Rasgaron el cielo, y a él han de regresar / las bípedas fieras / cuando se empiecen a devorar. /
Rasgaron el cielo, y a él han de regresar / cien restos secretos / que un nuevo planeta irán a poblar.
Inna escuchaba con atención las voces agudísimas que repetían las estrofas, cada vez más fuerte y más cerca hasta que se convirtieron en un estruendo que demolió su guarida entera. Sintió que la luz le hacía hervir los ojos incluso con los párpados cerrados, pero la intensidad fue disminuyendo y pudo abrirlos de nuevo para descubrir que no era la luz del día, sino el aura de una mano enorme –acaso la misma que la había rescatado del incendio– en cuya palma había una boca plateada de la que salieron, arrastrándose hacia el piso y encarnadas en seres de naturaleza desconocida, las palabras que sabía de memoria: “Reconocerás las señales y regresarás la carne a su morada”. En cuanto terminó de leerlas, la boca en la mano se abrió hasta alcanzar el tamaño adecuado para tragar el cuerpo entero de Inna; ese cuerpo que, dentro de la boca, empezaba a tomar su forma primigenia, igual a la del bicho dentro del frasco que había guardado tanto tiempo y que ahora efervescía con su nueva piel de plata sideral.
Iliana Vargas (Ciudad de México, 1978). Es egresada de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas de la UNAM. Forma parte del Seminario de Literatura Fantástica Hispanoamericana en la misma institución. Es autora de los libros de cuento Magnetofónica (Ediciones y Punto, 2015), Habitantes del aire caníbal (Editorial Resistencia, 2017) y Yo no voy a salvarte (Eolas Ediciones, Las Puertas de lo Posible, 2021). Su obra se incluye en diversas antologías y publicaciones nacionales y extranjeras. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés.
[*] Este cuento forma parte de Yo no voy a salvarte (Eolas Ediciones, 2021).