Jardín delantero, una plegaria de hierba
Adelle Stripe y Lias Saoudi
Atrás quedaron las atestadas carreteras principales. Bashir miraba fijamente hacia las calles sombrías mientras avanzaba a lo largo de Wakefield Road, en su Datsun destartalado, hacia el centro de la ciudad. Le sorprendió la falta de color. En Huddersfield todo era negro: las casas, las fábricas textiles, las tiendas, las banquetas. Las cenizas del carbón se quedaban adheridas a los muros de ladrillo. En una región que prácticamente vive del carbón, los restos de este eran un sello que definía el paisaje de este lado de los Apeninos. Si las cenizas reposaban en los exteriores de cada edificio o el polvo se esparcía en los marcos de las ventanas, estaba casi por demás afirmar que todo eso se había colado igualmente a los pulmones de sus habitantes.
Bashir encendió la radio. Buscaba la sintonía para poder escuchar el comentario sobre el futbol de primera división. Paró el dial en una estación local que ponía los éxitos de los Commodores, Gary Glitter y Demis Roussos. Afuera, las chicas con cabello largo y faldas cortas caminaban a lo largo de la calle, justo al lado de su asiento de piloto. Al mismo tiempo los camiones salpicaban las piernas de las chicas con el agua de los charcos de lluvia. Ellas eran más blancas que ninguna otra chica que hubiese visto antes, casi de un azul pálido en algunas partes de su piel. Entonces se preguntó si había en absoluto algo como la luz del sol en esta parte de Yorkshire.
Bashir bajó la ventana para quitar lo empañado del parabrisas y comenzó a cantar en ese idioma que aprendió al mirar las telenovelas en un televisor con antena aérea en su posada de Norwich. La familia anfitriona, bajo su propia manera apocada, se había convertido en una nueva vida para él. Ese fue un lugar de liberación para él, en el cual, pese a toda su deprimente setenterés, pudo apreciar la extraña comida inglesa con todo y sus salchichas insípidas, puré de papa hecho a base de polvo, los chícharos enlatados, ese pan blanco con su margarina en un platito; una oferta exótica para él.
Ese invierno había llegado procedente de un liceo de la costa norte de Cabilia, Argelia. Un niño inteligente y precoz. Fue seleccionado como uno de los trescientos del este de Argelia para poder unirse a este colegio de élite. Bashir había sido enviado desde su pueblo Bereber, en la campiña de la montaña Djurdjura, gracias a una beca. Decidido a abandonar el caos de la postguerra civil en su país, pronto encontró que su lengua materna era prohibida por las autoridades a cargo. Cualquier estudiante hallado hablando cabili era reprendido, mientras que el gobierno del FLN había decidido reemplazar el francés por el árabe, lo cual trajo una situación desconcertante para Bashir, quien entonces tenía que hablar tres idiomas fluidamente para sobrevivir. Lo supo cuando uno de sus «amigos de la escuela» fue desaparecido por la policía secreta tras haber escondido en un locker un libro escrito en su lengua vernácula, que para entonces su uso ya estaba prohibido. Bashir rápidamente leyó esto como una señal para dejar el país a la primera oportunidad.
Antes de ser transferido a la soporífera ciudad de Norwich, Bashir pasó un mes aprendiendo inglés en Algeciras. Ya en Norwich, recibió la carta que le informó que pasaría los próximos tres años estudiando en una ciudad llamada Huddersfield. Se encontró perplejo ante el ofrecimiento de ser uno de los cinco estudiantes que provenían de África del norte aquel año. No sabía nada de esa ciudad, más allá de la figura de Bill Shankly, quien alguna vez llegó a dirigir al Huddersfield Town. Eso lo pudo saber porque de acuerdo con el patrocinador de la Compañía Petrolera Argelina ICI, tenían una planta en esa ciudad, un hecho que él recordó mientras manejaba hacia ahí y elaboraba notas mentales sobre los empleos que podría solicitar una vez que llegara el momento de buscar uno.
Tan sólo dos meses antes Bashir había caminado a través del control migratorio en Heathrow. Llevaba un portafolio café, se lo había dado su padre, Kaci. Sonreía con la felicidad y el desahogo de la oportunidad que yacía frente a él. Cuando después de aterrizar en la terminal aquel día vio por primera vez unos sanitarios ingleses, se les quedó mirando con asombro. Eran los más limpios que jamás había visto. Mientras orinaba en el mingitorio de cerámica, sonrió a su amigo, quien estaba en el de al lado, ambos incrédulos ante tales instalaciones. Era como si se estuvieran adentrando en un portal hacia otra dimensión.
El paisaje urbano que Bashir encaraba desde la ventana de su habitación era de una tristeza clara. Las chimeneas bombeaban el humo desde los techos, el cual se mezclaba con las densas fumarolas de diésel para formar una neblina de ceniza, la que se expandía por todo lo alto de la ciudad: una nata turbia, norteña, que nunca aclaraba. Mirando desde la estancia estudiantil hacia los edificios, la lluvia creaba un contraste sucio con el ambiente seco e iluminado por el sol de Maillot, el pequeño pueblo que había dejado atrás Bashir. Olivos, cerezos, corchos, palmas de dátiles ya se habían vuelto un recuerdo lejano, por lo que ahora cada día añoraba la luz y el calor. Creía que su sangre poco a poco se iría congelando mientras más tiempo estuviera en el desolador paisaje industrial de West Reading.
Aunque le resultaban poco familiares las vistas de los molinos, fábricas, casas adosadas, la gente de Yorkshire le recordaba a aquellos con quienes creció. Pese a su apariencia adusta y su actitud de quejarse apretando los dientes, había un grado de su actitud que los relacionaba con los de Cabilia: era lo estoico, la terquedad y lo separatista. Ambas regiones son militantes de sus convicciones políticas. En los fines de semana conducía a los pueblos de alrededor y bebía cerveza tibia en lugares con nombres singulares que sufría para pronunciar: Nethertong, Slaithwaite, Mytholmroyd. En las salitas de estar de los pubs y las salas de billar llenas de humo se ponía a platicar con los viejos pillos que habitaban esos lugares. Era casi como sentirse de regreso en el corazón de Cabilia.
En esas cantinas norteñas la gente era cálida y cordial, nunca se sintió amenazado. Le enseñaron a hablar en un inglés de York con argelino mientras se deshacían de risa ante sus intentos de hablar en el rico caló de los locales. Finalmente había encontrado un lugar que sentía como su hogar.
Cuando llegó la Navidad comenzó a frecuentar los bares y clubes nocturnos de Huddersfield, en particular uno de mala muerte que se llamaba Johnny’s. Ese lugar siempre estaba rodeado de borrachazos de Yorkshire, quienes se disfrazaban de vez en vez de droogs, como los de Naranja Mecánica; bailarinas turcas; apaches, y conejitas de Playboy. Ahí podía bailar hasta morir, hablar con chicas, beber hasta salir el sol y perderse.
Fue en una de esas salidas a Johnny’s cuando Bashir colisionó con esta chica llamada Michelle, quien frecuentemente pasaba sus fines de semana bailando en los clubes de la ciudad antes de checar su entrada en el primer turno de una fábrica textil. Se conocieron una noche bajo la bola disco de espejos, mientras las mujeres bailaban alrededor de sus bolsas al beat de Dreadlock Holiday. Le invitó un vaso de Babycham, y ella besó al atrevido argelino, mientras pasaba sus dedos a través de los rizos de Bashir y se reía de su forma de bailar y de sus chistes bobos. Estar con él fue el escape perfecto del traqueteo de los telares.
Y no piensas mucho en qué tipo de rareza te metes. Después de todo, son tus padres. Y no es sino hasta mucho después en la vida que te das cuenta de que tu familia está torpemente cabalgando sobre dos mundos ampliamente irreconciliables.
La afición de mi madre por lo «otro», lo exótico, el joven moreno, apuesto y extraño del bar, con su afro y ese inglés de mierda. Todo ello no necesita mucha explicación: la aburrición del norte inglés. Dicho eso, desde que se había mudado de nuevo a Yorkshire, después de haber estado en Irlanda del Norte por un año y finalmente volver a Scarborough, el lugar de su niñez, después de treinta y nueve años en el exilio, eventualmente había estado exultante, con anécdotas de cómo este milagro pudo suceder.
Nota del traductor
«Jardín delantero, una plegaria de hierba» es un fragmento del libro Diez mil disculpas, Fat White Family y el milagro del fracaso (White Rabbit Books, 2022). Es el retrato de la banda ¡¿británica?! Fat White Family, en el que sus integrantes recuerdan de manera distinta el mismo suceso, ya sea por rebeldía, intoxicación o por el caos de ser un grupo de rock. La realidad embellecida y reimaginada se utilizó para crear una biografía ficticia con versiones alternativas de hechos históricos.
Traducción de Fred Castillo Dávila
Adelle Stripe (York, Reino Unido, 1976). Estudió un doctorado en Investigación de Escritura Creativa. Sus libros más recientes son Some Things Are Better Left Unsaid: Love and Loss in London (2008); Sweating Tears with Fat White Family (2019), y, en colaboración con Lias Saoudi, Ten Thousand Apologies: Fat White Family and the Miracle of Failure (White Rabbit Books, 2022).
Lias Saoudi (Irlanda, Reino Unido). Ten Thousand Apologies: Fat White Family and the Miracle of Failure (White Rabbit Books, 2022), coescrito con Adelle Stripe, es su primer libro. Textos suyos aparecen en la antología The New Frontier: Reflections From the Irish Border (New Island Books, 2021).