ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Julio César Ortega López (Toluca, 1991). Es egresado de Comunicación (UAEM) e integrante del taller de narrativa de grafógrafxs. Ha publicado en Tierra Adentro.

 

VIGILIA
(fragmentos)

 

I

 

Recuerdo la noche en la que mi madre dejó de reprimir el impulso.

Se lanzó a la calle, dejando su guardia, sin chal y en pantuflas, con el cabello húmedo oliendo aún a champú y una determinación que apenas he comenzado a entender.

Esa noche me molesté por segunda vez en la vida con mi madre por culpa de los obreros. Aunque si lo pienso bien, creo que ella ya tenía ciertas intenciones… Raramente la había visto bañarse tan tarde por la noche, ella que decía que irse a dormir con los poros abiertos era una suciedad: sudaba.

Aquello no me podía importar menos; en realidad, me molestaba que saliera a hacer la guardia con la cabeza mojada. De joven había pasado por una neumonía muy grave y al mínimo enfriamiento se le exacerbaba una vieja tos que le producía punzadas en la espalda.

Se lo recordé en cuanto la vi salir del baño con una toalla enrollada sobre su cabeza, mientras un banco de vapor se derramaba sobre la sala.

—¿Te vas a salir recién bañada al frío, mamá? ¿Quieres llevarte un susto?

Yo recargaba la cabeza de lado sobre la mesa, bostezando. No quería verme desafiante. Sin embargo, cuando mi madre se desanudó la toalla del pelo y la dejó sobre el respaldo de una silla, me levanté y comencé a seguirla. Eché un vistazo al reloj que colgaba de la pared detrás de mí. Faltaban minutos para las diez.

Corrí a mi cuarto por una toalla seca y se la ofrecí para que acabara de secarse.

—Sécate bien —rogué—. Por favor. No seas necia.

Sin romper el silencio, mi madre miró la toalla seca, luego el reloj y, apurada, dio media vuelta y se fue para la puerta de la calle dejando un rastro de agua.

Observé las huellas de ese rastro, el vientre duro y caliente, mientras el vapor seguía haciéndose un ovillo dentro del baño iluminado, y me vinieron a la mente las palabras que mi madre me había dicho la vez anterior, cuando la cuestioné de un modo muy parecido por culpa de los obreros.

—Mejor así —concluí.

Apagué la luz del cuartito sudoroso y me metí enseguida a mi cuarto.

Pensaba castigar a mi madre privándola de mi compañía. Yo era su fiel compañera de toda la vida. Aquella noche, sin embargo, ella tendría que pasarse la noche en vela a solas. Quería que reflexionara sobre nosotras, el daño que nos hacía aquella guardia, lo mucho que demandaba de mi paciencia.

Esta noche, leyéndola por encima, sé que era consciente de todo, pero por mucho tiempo seguí pensando lo contrario, pues no volví a hablar con ella. No la volví a ver.

Mi madre había desaparecido.

 

II

 

—Buenas noches —saludó el hombre.

Dobló la gorra y la metió en uno de sus bolsillos traseros. Se miró las manos, me miró a mí.

—Es usted joven —añadió.

No supe cómo responder a tal observación. Apenas sonreí. Me percaté de que era un hombre mayor, casi un jubilado, con la cara curtida y las palmas de las manos callosas. Vestía pantalón café y una camisa de manga corta.

A aquella hora comenzaba a caer el sereno. Yo temblaba debajo del chal de mamá.

Esquivé con la mirada al hombre. Escruté la calle de lado a lado. Vi los sauces blancos, nobles y frondosos por el lado de la avenida; entre ellos y nosotros, el vapor anaranjado que emitía el único faro. Me comportaba con algo de expectación, doblando la cadera hacia atrás a modo de ver a fondo la calle desierta, dando a entender que posiblemente esperaba la llegada de alguien. Dando a entender que no era una mujer sola.

En cierto modo era verdad: los esperaba a ellos, los obreros. Su paso por la avenida.

Me ceñí las puntas del chal.

—Ya va a empezar a hacer frío, ¿verdad? —comenté.

—Así es, así es —cantó él. Giró los ojos hacia el cielo sin luna y sin estrellas, y leyó sobre aquella vasta oquedad que pendía sobre nosotros el clima de las próximas horas—. En la madrugada va a caer una buena helada. Ya verá.

Seguí su mirada, puesta allá en el cielo, sin saber dónde enfocar la mía. “No importa”, reflexioné. “No espero nada de la noche ni de este hombre”.

Bajé los ojos y miré de sesgo la caja atenazada entre sus dedos. Me había parecido unos minutos antes, al verla de lejos, que aquella caja poseía unas dimensiones mucho más considerables, un contenido firme y pesado como el paquete de un pastel de cumpleaños. Me equivocaba. No era más que una caja de zapatos, pequeña y alargada, manchada de grasa.

—¿Cree usted que alguien pueda andar por ahí con el frío que hace? —me atreví a observar.

Me refería a él, por supuesto, al arrojo de salir en camisa tan noche y con tanto frío. También, me di cuenta, estaba hablando de ella.

Él dijo:

—A mí dos de mis muchachos se me enfermaron de frío por andar tan de noche por ahí…—meditó unos segundos—. Y los dos se me murieron.

Su aliento era visible y cálido y olía a enfermedad.

—¡Qué lástima! —se me ocurrió decir.

En ese momento un ladrido solitario cayó en la noche como la primera gota de lluvia. Lo siguieron, a coro, los ladridos aislados de otros perros de las calles vecinas. Prestamos atención al ladrerío cada vez más cercano y uniforme que se desenrollaba desde la autopista hasta este punto de la avenida.

Ese anuncio yo lo conocía. Eran los perros que les ladraban todas las noches a los trabajadores. Me paré de puntillas, lista para testimoniar esa vuelta a casa.

—Debería dejarlo ya —dijo el hombre de pronto.

Mi corazón comenzó a agitarse ligeramente. Me hice la desentendida.

—¿Cómo dice?

—Pero usted ya está acostumbrada a pasar fríos y desvelos, dicen —comentó—. Aunque debería dejarlo ya.

Comencé a sentirme incómoda y de pronto se me ocurrió que aquella noche podía volver al interior, cenar y meterme en la cama sin llevar a cabo la guardia. La fortuita presencia de ese hombre me perturbaba más y más, si bien de un modo no violento, y, más importante aún, los obreros no aparecían por ningún lado. No tenía caso seguir asomada a la puerta.

Me descubrí la cabeza y dije con voz liviana:

—Señor, buenas noches. Seguiré su consejo y entraré en casa. Un gusto…

Él saltó enseguida.

—¡No, espere! Necesito entregarle una cosa.

Sacó un fajo de hojas de algún lado, las dobló por la mitad, las puso sobre la caja y me extendió el conjunto como una ofrenda.

Me quedé muda.

—Tómelo. Es para usted. Se lo mandan.

—¿Quién me lo manda? —balbuceé.

Miré las páginas dobladas y encima de ellas, haciendo presión, un dedo pulgar del tamaño de una cuchara con la uña roma y amarillenta.

—Doña Julia. Su mamá.

Inhalé.

—Doña Julia. Mi mamá —repetí.

Exhalé.

 

III

 

Demoré un rato todavía en la puerta.

Recordaba algunos hechos de los últimos meses. Me había quedado fascinada mirando los sitios por donde el hombre había retomado su camino.

De pronto, dos obreros montados en bicicleta se deslizaron silenciosamente por la avenida y el hechizo que me atenazaba se quebró en un instante.

Los primeros de la noche. Seguí el ruedo de las cuatro llantas sintiendo que mis miembros ateridos recuperaban poco a poco su movilidad, una hormigueante sensación de alborozo derramándose sobre ellos, y vigilé el paso de los obreros como cada noche. Mientras, sujetaba la caja entre mis manos con una presión innecesaria. No quería manipular su turgente gravedad.

Cuando pasó el último trabajador cerré la puerta y me fui directamente a mi habitación. Traté de dormir un poco, dejar para la mañana siguiente las hojas y la caja, pero no pude dormir.

Pensaba en ese hombre, pensaba en ella y en que no había tenido el valor para cuestionar al primero, exigirle el paradero de mi madre, con quien por lo visto tenía contacto de algún modo, pero conforme me internaba en la madrugada me fui convenciendo de que tenía miedo de saber. Temía que las guardias nocturnas y la espera impaciente, los insomnios al compás de la taquicardia y los sueños negros, los llamados de una voz imaginaria desde puntos indeterminados de la casa y la indiferencia de la casa misma ante la ausencia de mi madre no significaran nada.

Comprendí que esperaba a mi madre todas las noches porque sabía que esa era su voluntad, no un accidente, y aunque era una certeza que jamás volvería a verla, ella también llevaba a cabo una estrecha vigilia a su manera. Una madre. Y eso era todo lo que necesitaba saber.

Me levanté de la cama, encendí la luz y agarré las hojas. La primera estaba en blanco. La segunda estaba escrita a lápiz con la letra cuadrada de mi mamá. Comencé a leer:

Hija, he tardado más de la cuenta. No quiero que te preocupes por mí. Cuando veo que me agarra la noche me acerco a la gente que viene a esas horas de trabajar. Ya me dijeron que sales a echarles un ojo y yo, como voy con ellos, me siento muy contenta. Ah… ¿sabes por dónde pasé la otra noche, hija? ¿Te acuerdas que me decías que deberíamos tener un jardín y un árbol de manzanas? Qué más hubiera yo…

Dejé de leer y doblé las hojas. Las puse bajo la almohada. Temblaba. Apagué la luz y gradualmente me fui enrollando alrededor de la caja y de su peso. Estudié con el tacto sus dobleces y en medio de la oscuridad más noble la abrí y metí los dedos sin temor a nada. Lo que encontré fue como ver a mamá de vuelta a casa tras un largo viaje con un regalo largamente deseado.

La saqué de la caja y la giré entre mis dedos. Mis ojos vagaban en la oscuridad, sonrientes, y pude escucharme respirar cada vez más profundamente.

¿Qué hacer?

Me senté en la orilla de la cama y levanté el regalo ante mi mirada ciega y me dediqué a acariciar su piel bruñida y su contorno macizo. Estimaba un ángulo preciso, dejando que el puro deseo me adelantara sus formas y la premonición de su muerte inminente en mis labios. Un fantasma…

Entonces mis dientes desgarraron la negrura. Un crujido temible. Una savia agridulce y perlada. El desgajamiento del dolor y del placer.

Cuando terminé, metí la caja debajo de la cama, guardé el corazón debajo de la almohada, junto a la carta, recosté la cabeza y dormí. Y dormí y dormí y de un tirón dormí todas las noches que no había dormido por vigilarles el paso a los obreros junto a mi madre y dormí incluso más que eso.

La mañana que desperté me incorporé en la cama con dificultad, retiré la almohada y busqué unas cosas que había dejado allí debajo. Pero mi memoria ya no era la de antes, mi vista ya no era la de antes, y todo lo que recogieron mis dedos retorcidos fue una sombra de polvo.

 

 

INFLUJO

 

La noche en que el agujero negro apareció en el cielo, la ciudad entera salió a las calles y lo destruyó todo. No tardamos más de una noche. Todas las almas se habían lanzado a las calles, a las carreteras, a los parques, a las azoteas…

El mundo se abocó a su fin con una pericia de miles de años de ensayos. Los hijos de Babel, la raza humana, se habían entregado a campañas de fuego, bronce y protones para destruirse entre sí, arrasando con los templos que se erizaban en la superficie de los mapas terrestres y del pensamiento, marchando con estólida paciencia sobre lenguas suplicantes y rosarios de lágrimas, convirtiendo en polvo los ídolos y los blasones; pero aquellas empresas coloniales no eran el fin del mundo: nuestros genes habían heredado de la guerra, en esencia, la capacidad de romper, horadar y quemar. 

El mentado Gran Día que se nos había prometido con insistencia en credos y teorías a lo largo de los siglos llegó con una brisa gris cargada con el olor de un trayecto estelar, semejante a la bocanada perentoria de un enfermo de cáncer. En dicho instante, el ser humano respingó el hocico repentinamente dentro de habitaciones, oficinas, autobuses y criptas, recorrido por las fuerzas del trueno y del fuego y de todas las variedades de horror primigenio que se habían ocultado en lo más recóndito del recto junto con el devenir de cosas y nombres. 

Vergüenza. La historia era una sucesión de infamias y exclusiones.

Transcurrieron las horas y los días como la noción de una sombra deslizándose por el rabillo del ojo. Cada bestia humana salió al descampado de su madriguera y se ocupó con inopinado ahorro de violencia de elevar al cielo los pétalos negros de una hoguera individual. Así, cosa a cosa, la memoria de los nombres desapareció con ellas. Cada moneda de fuego era espejo terrestre del agujero negro que, por lo demás, parecía abrirnos dócilmente los brazos, dispuesto a recibir un grito colmado de risas y llantos, blasfemias y oraciones. Había que rendirse ante tal demostración de brutalidad neta con gratitud y solaz. 

Procedimos a despedazar e incendiar y, así, todo lo que tenía el don de arder ardió en minutos. Un semblante de obcecación inflamó nuestros rostros, hilera a hilera, corriendo por el territorio con la estrepitosa fugacidad de la pólvora. Sudorosos, derritiéndonos a litros sobre el suelo, nos fuimos haciendo enjutos y livianos como el papel. 

Al cabo de tres días las hogueras cayeron de sueño. Las efigies de esta raza que había sobrevivido a la inmolación de la materia emergieron de entre los escombros sin mayor transformación que su desnudez, visiblemente decepcionadas por la transitoriedad de los objetos y la indolencia del fuego.

El restallido de las llamas era demasiado monótono. La lumbre se repetía a sí misma después de un rato como el absurdo tremolar de una bandera sin bando; su voracidad era omnívora y, por ende, poco selectiva. Todo ardía en el fuego, y el fuego ha sido la más perfecta de las democracias.

A todo esto, el agujero negro, como un iris de petróleo, nos observaba con placidez felina o quizá con la frialdad científica de un ángel. Por primera vez fue evidente que alguien nos examinaba desde allá arriba, pero no era Dios. Era una fuerza sin nombre, un beso demoledor sin doctrina, exento de las propias leyes de los dioses pretéritos y rebelde dentro de las leyes de la física.