Dos poemas del libro Desayuno con los Jíbaros
Alfredo Prior
I
A lo largo de la ruta
comiendo sandía vimos
esfinges de un imperio que quiso ser y no fue
ni nunca será.
¿Hombres?
¿Antropoides?
¿Monos?
¿Monoides?
Cientos.
Casi un cierto por ciento.
Los miramos como quien mira desde su Nemo escafandra
a los seres submarinos
y les da lo mismo tiburón que mojarrita.
Sombras,
efigies sombras, sobras fugaces,
sin ningún destello
retiniano o no retiniano. Fuentes,
como las de Marcel, urinarias
—le dije, obvio de total obviedad, a Alejandra, mi auriga,
con ese tono didáctico, pedagógico,
curator infeliz de mí mismo,
que a veces me sale y quiebra mis saladas costillas.
Cerca de la frontera, por La Horrenda, esquivando bultos de vaya a saber qué.
¿Animales?
¿Motonetas?
¿Gildos güelfos?
¿A quién le importa?
Seguimos.
Escalando lomas, bajando bajíos,
como un va ido.
La ruta,
el encandilante rugir de los camiones a contrapelo.
—Deben ser brasileros
del Imperio de Don Pedro.
Quieren tomar revancha de las invasiones y las batallas perdidas
desde la Colonia al triunfo del miserable Gral. Alvear.
—Si lo pensás, ya se la tomaron, arteros, en tiempos de la Alianza Triple y la masacre del Paraguay.
—Cierto,
y así quedó tumbado Urquiza,
pasmando moscas que parecían colibríes
en el Palacio de San José de Flores.
Ya le habían anticipado los entrerrianos:
No vamos a ser cola de macaco para matar guaraníes.
—Se barajaron los naipes y las sucias manos de López Jordán
tomó el último:
Justo José ajusticiado.
Se fueron como vinieron,
en medio de una polvareda sulfurosa, al galope.
—Algún día tendríamos que ir al Palacio
para que veas la sangre del Gral., hoy reseca,
en un pañuelo de seda que recogió una de sus hijas del cadáver
que aún parecía palpitante.
«¡Tata! ¡Tatita!»
Digo de seda porque queda bonito. Quizá sea un trapo de algodón,
de esos que se usan para limpiar los pisos.
De la necesidad surge la oportunidad.
Y la tuvimos.
En Texaco, la de la luna ardiente.
Mezcal y gusano ciego.
Bebimos y comimos
grasientos tacos y algún emparedadito.
—Emparedadito,
¡qué bueno!
A la memoria me viene Edgar Alan y los años de suplicio de
Baudelaire, su devoción al Maestro.
—Pero dejate de joder con Alan y Bode,
comete el sanguchito, que está de rechupete —me dijo Alejandra
y cerré el pico.
Basta de citas y de mementos mori.
Vino el camarero que nos atendía,
con sus modales de maja y abanicos.
Un formidable rulo, espiral engominada, ornaba su frente.
—Para lo que manden,
Señora, Señor.
¿Gustan algo más?
—Sí, por favor. Recordame tu nombre.
—Pedrito. Pedrito Rico.
—Rico, Pedrito,
con dos tequilas más creo estamos contentos.
Fueron tres vueltas más,
le pagamos a Pedrito.
Salimos, como pudimos,
ricos,
como víctimas que en su arte se queman.
Llenos de turbia gloria, felices de nuestro hado,
como quienes aciertan en una herida profunda,
reyes del todo acabó,
y esconden su arma, empapada.
…Y a qué páramo ardiente, seco, por estacas, arbolitos de carbón contenidos,
arribamos.
La luz pega fuerte de afuera,
y un tris de gallinas degolladas
nos dice que este es el sitio.
Veredas.
Graznó guimaraes
y fue rosa el encuentro del cuchillo y la carne tierna.
—Mire, qué lindo, mire
las espirales de cascarudos que se vuelven círculos, romboides.
—¿Sabés, Alejandra?
Un día fui niño.
Leía a Isidorito, Isidorito Ducasse,
bebiendo turbios brebajes que mi hermana me servía.
En ese inframundo sonaban el timbre y las campanas agrias del
teléfono
como grito munch,
munch munch del otro lado.
A la altura de Unquillo se nos cruzó un tapir,
bajito pero ancho, de dos plazas.
En el lomo tenía grabada a fierro una inscripción. Alcancé a leerla:
Lo superfluo, cosa muy necesaria.
Lo anoté en mi libretita y agregué esta adenda: «Quien sigue los pasos de la naturaleza
no será jamás más que un copista, un malhadado imitador».
Deja que el chancho se pierda entre espinillos y piquillines. Quizás tengas la dicha, Alfredo,
de escuchar a la distancia un disparo y un chiflido.
De Mombasa a Sofala
y de Sofala a Count Bay.
Mis condolencias transmití
al Archiduque serbio en el exilio y a su futura viuda,
la bella O. de Helaine.
Ross Erskine, la voz de la alegría insomne,
hizo lo que pudo para apagar mi generosa fe.
Era el tiempo del dado feliz,
todas las caras iguales, iluminadas por oscilantes velas:
nadie apostó más, ni ganó menos.
De Mombasa a Sofala
y de Sogala a Dolls Valley.
De Dolls Valley al hostel de Rrose Sélavy.
Siete años 7 de felpudos pasos
en África del norte
(y del sur).
Siete años 7
(Rimbaud alquitranado
en su trajecito de primera comunión).
Pisé arenas que ya no existen
donde leí las huellas del camello anterior a todos los camellos,
el giboso antiprimigenio al que todavía no había hecho ojo el
tuareg (que no existe).
Yo se los había echado a las tuaregsas,
(aunque en mi dieta alternaban la granada con el higo, placeres del oasis, discontinuo y sorpresivo).
Al cabo de doscientas páginas de un Diario ilegible,
tantas palabras tantas, borroneadas por las lluvias,
horadadas por los ex libris de las termitas y la bibliofilia del
gusano,
estaba en Count Vale.
Sólo recuerdo el murmullo de las piedras sonoras,
el resplandor caliente de las luces malas
y el zigzag del látigo que no cesa.
Anclao, empalado,
en lo más profundo de El Cabo
se me piantó un lagrimón de dulce de leche.
—¡Ay, Buenos Aires, tierra querida!
Más eterna que un diamante en el zanjón de mis días.
(Continuará…)
Hoy despierto.
Recuerdo.
Porque hoy,
recién hoy, despierto, recuerdo.
Hoy nací.
En Disneyland,
la comarca del bidet, donde llueve
y llueve
desde abajo hacia arriba.
Hoy,
ahora hoy,
me sonríe mi madre
con cara de Mickey Mouse
hurgando moneditas en el bolsillo de mi padre.
En un estado de trance absuelto de toda culpa
el ciudadano de Florida se prepara para la Navidad.
Se pregunta,
como a veces se pregunta,
si la caída de la Bolsa afectará a Santa Claus y al maná de los regalos.
Mientras recorre el Museo Fernbank
(exposición de arbolitos navideños de todos los países
que componen la Galaxia Terra)
lo roza una leve inquietud:
la variante ÓMICRON probablemente quizá
ya nos habite y como una oruga (¿china?) nos entre por una oreja
y nos salga por la nariz convertida en mariposa,
las alas, iridiscentes, multicolores, multiDisney,
dibujan en el aire temprano de otoño un signo de interrogación
leve pero persuasivo como un antepenúltimo parte médico.
Alfredo Prior (Buenos Aires, 1952). Pintor, escritor, performer y músico. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Realizó numerosas exposiciones individuales, entre las que destacan Antología (Museo Nacional de Bellas Artes, 1998), Obras en papel (Museo Larreta, 1999) y ¡Un mundo maravilloso! (Sala Cronopios, Centro Cultural Recoleta, 2000). Es autor de Cómo resucitar a una liebre muerta (Mansalva, 2006), El triunfo de Adriano (La Sofía Cartonera de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, 2012) y Elegías del Dino (La Sofía Cartonera de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, 2014).