Cuatro puntos del viento: la poesía de Amparo Dávila
Jonathan Minila
La verdadera pasión de Amparo Dávila fue la poesía. Estoy seguro de ello. Aunque el reconocimiento que recibe ahora sea principalmente por sus cuentos, género en el que trascendió al explorar una narrativa original, potente, inquietante, teñida de las atmósferas que acompañaron su infancia, la poesía fue esa compañera que nunca la abandonó. “¿Está escribiendo algo, maestra?”, le pregunté un día. Silencio. ¿Me habrá escuchado? Había que hablarle fuerte, lento. Pero ella siempre se tomaba su tiempo para responder. Estaba aturdida, cansada. Aquella noche se le había hecho un reconocimiento en el Palacio de Bellas Artes. Había firmado muchos libros, cada uno con una dedicación absoluta. Se daba tiempo para intentar escuchar a todos. A veces no respondía. Alzaba a penas sus ojos, te observaba, sonreía y de nuevo bajaba la mirada. Yo la acompañaba. Quedaba poca gente. “Sí, estoy escribiendo poesía, aunque a veces no escribo, sólo la pienso”. Esas no habrán sido acaso sus palabras exactas, pero así lo recuerdo. La voz lenta, calmada, deseosa de no tener que responder a tanta atención. O así lo imagino. ¿Qué habrá sido estar en su mente?
Mi acercamiento con Amparo Dávila se dio en forma natural, ella tenía una característica fundamental que me hace admirar a la gente y desear estar cerca: una sencillez inherente, disfrazada de timidez y misterio. Sin embargo, debajo de la mirada que observaba constantemente sus manos, nerviosa como una niña inquieta que se siente intimidada, había una sonrisa cómplice de alguien que sabía los secretos no de la palabra, sino del silencio. Como en la poesía, lo importante de la obra de Amparo Dávila, en ambos géneros (y en su vida), se debe a lo que no se dice, a lo que se oculta. Lo importante es cómo se vive, se imagina y se narra, lo vivencial diría ella, sí, pero sin duda con una visión particular de la realidad; donde se abren grietas para que lo inquietante tenga la oportunidad de surgir.
Los temas son obsesiones personales. Escribir, escribir en serio, implica encontrar la propia voz. Hay quienes publican muchos libros, más que suficientes, y no logran encontrar ni sus temas ni la forma de plantearlos. Eso se explica en la trascendencia de la obra. Amparo Dávila publicó poco, aunque sus libros son la base de una obra contundente, mezcla de sus obsesiones y esa forma particular para traducir la vida. Sus primeras publicaciones fueron de poesía. En 1950, Salmos bajo la luna, que, según me dijo la propia Amparo Dávila en una entrevista, estaba influenciado por “Fray Luis de León del Cantar de los Cantares de Salomón”, del cual se enamoró “perdidamente para siempre. Lo primero que escribí fueron Salmos bajo la luna, que no son precisamente religiosos sino nada más tienen el paralelismo hebreo; son profanos, se puede decir”. En 1954, mismo año en que comenzó a radicar en la Ciudad de México, publicó dos libros más de poesía, Meditaciones a la orilla del sueño y Perfil de soledades.
Ella lo repitió siempre, sus temas son el miedo, la locura y la muerte. Pero, ¿qué hay detrás? Podrían hallarse muchos otros subtemas desprendidos de esos, desde sus primeros libros. La soledad, por ejemplo, un miedo recurrente para Amparo Dávila. Nunca sabremos lo que es la realidad para los demás, parece decirnos. Es imposible penetrar a todos los mundos, a los otros, a su forma de percibir la vida. Eso nos aísla constantemente. Estamos solos. Somos la soledad, somos el silencio.
Perfil de soledades
I
Si alguien hubiera dicho:
la soledad se nutre de párpados caídos,
de silencios dormidos en la noche del ángel;
la soledad es una inválida semilla,
heredad antigua, cadena y mortaja…
Pero nadie lo dijo.
Y yo, que esperaba,
tuve que evadirme
por los cuatro puntos
amargos del viento.
II
Me sorprendo cercana de la noche,
en vano pregunto y llamo;
bajo un cielo de ruinas
contemplo mis manos
que se alargan como interrogaciones
y veo, palpo, siento,
la soledad.
“¿A qué le tiene miedo Amparo Dávila?”, le pregunté una vez. “Me dan miedo muchas cosas”, me respondió, “me da miedo la oscuridad como cuando era niña y me da miedo, a veces, la soledad”. El amor, la locura y la muerte podrían resumirse en eso. La soledad es una de las tantas formas que tiene la muerte. Otra realidad. ¿De qué quiso hablar realmente Amparo Dávila? ¿De qué realidad? En muchos sentidos nos quedaremos con la duda. El silencio perpetuo oculta la magia que, para nosotros, en efecto, es aún Amparo Dávila. El trabajo ahora será investigar, especular y dar perfil a su obra. Hay quienes ven en ella, específicamente en su obra cuentística, un estandarte de la imaginación fantástica, del terror; hay quienes encuentran manifestaciones feministas, pues sus personajes son mujeres, solas muchas de ellas, que se acercan a los abismos de la soledad y la locura. Hay quienes, como yo, intentan descifrar sus gestos, sus secretos. Sin embargo, la realidad puede ser otra. “No hay motivo alguno”, la escuché decir, cuando alguien le preguntaba la razón de que sus protagonistas fueran mujeres. “Podrían ser mujeres u hombres, no hay motivo alguno”. ¿Habrá algo más o no? La poesía, creo yo, es la constante, lo que está detrás de todo.
… Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.
El anterior es un fragmento de “El huésped”, un cuento inquietante, con el que se puede mostrar claramente la influencia de la contemplación poética, de la transcripción rítmica de la atmósfera, donde las palabras toman una importante manifestación de contenido. La carga metafórica, por ejemplo, de la palabra gusano. La sutileza del ambiente que viene de una ruptura. Aquí lo fantástico se manifiesta de forma inversa. La calma se mira por la grieta y no al revés. Es la preparación para la irrupción definitiva.
La sutileza de la palabra, la cuidada construcción de las oraciones en su narrativa, que goza de la dedicada limpieza de un alquimista (ella que de niña quiso serlo), son reflejo de sus influencias de vida y literarias. Con relación a lo otro, a su apuesta estilística, al género, a la influencia en cuentistas contemporáneos, de todo lo relacionado con su obra narrativa, se seguirá hablando. Se vuelve obvio en cierto punto. La carga y el trabajo vienen a la inversa entonces: interpretar los silencios.
En 1977 Amparo Dávila fue galardonada con el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores por su libro Árboles petrificados. Aquello representó un reconocimiento definitivo no sólo a una escritora cuya obra se ha construido de manera sólida y contundente fuera del establishment literario, sino también a un género relegado —aún ahora— como lo es el cuento, y sobre todo a un estilo que aborda el lado más oscuro del imaginario. Sin duda, a la par de un estilo profundo y extraño, manifiesto a lo largo de su obra narrativa —Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1961), Árboles petrificados (1977) y Con los ojos abiertos (conformado por cuatro cuentos inéditos hasta 2008, y que fueron publicados por el Fondo de Cultura Económica ese mismo año en Cuentos reunidos)—, Amparo Dávila ha reivindicado al cuento, y al mismo tiempo, en silencio, a la poesía.
¿Qué escribió hasta sus últimos días? Cuento no, eso creo, pero sí poesía. Miraba la vida con ese filtro, el de la palabra transparente. No es necesario decir mucho para decirlo todo.
En una entrevista en 2018 le hice esa pregunta. “¿Continúa escribiendo?”. “Quiero publicar poemas, de ayer y hoy”, respondió. “Y tengo las semblanzas, que son varias. Una sobre Pinos, y una sobre mi muerte”. Pidió entonces que le acercaran una hoja y, ayudándose con una lupa, leyó: “Que no muera / un día nublado y frío / de invierno / y me vaya tiritando / de frío y de miedo…”.
Los temas permanecen, lo mismo que la poesía, a lo largo de toda la obra de Amparo Dávila; la sutileza en su manejo del lenguaje. Sus historias, la ambientación, los seres, lo que debe completar el lector, todo aquello será discutido y repetido. No obstante, no hay que soltar la base de una autora fundamental para la literatura no sólo mexicana, sino universal: la potencia de la palabra.
Amparo Dávila falleció a los 92 años, el 18 de abril de 2020.
Jonathan Minila (Ciudad de México, 1980). Escritor y promotor cultural. Es autor de los libros de cuentos Imaginarios (De lo Imposible Ediciones, 2015), Lo peor de la buena suerte (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015), Todo sucede aquí (Cuadrivio, 2017) y Alto contraste (UANL, 2018). Ha publicado cuatro libros para niños: El niño pájaro, El fantasma sin recuerdos y otras historias para niños extraños, Futuro y El camino de la bruja (Ediciones SM, 2020). Fue coordinador del libro conmemorativo Árboles petrificados, de Amparo Dávila (Nitro/Press, 2016).