ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Carta de una artista a las mil versiones
futuras de su esposa

JY Yang

 

Mi amada Anatolia:

Antes de que dejaras este mundo, me pediste que celebrara la disolución de tu cuerpo… y lo hice. ¿Te sientes orgullosa de mí? Han transcurrido setentaidós días desde que dejaste la Tierra; quince desde que nos dijeron que los ansibles no funcionan. Quince días para lamentar las promesas incumplidas. Quince días para caer en cuenta de que, sin transmisiones instantáneas a través de los golfos del espacio, he perdido para siempre tu voz y tu mente. No estás muerta, mi amor, pero pareciera que lo estás. He llevado a cabo ceremonias, leído poesía y encendido velas con amigos y familiares. Tus pertenencias las dimos a los necesitados; con tu carne alimentamos águilas y leones. Mañana repartiré tus huesos.

He postergado este momento, pero me siguen insistiendo, ya que soy la única que no ha hecho la ofrenda de los huesos y creo que ya es tiempo de organizarla. Ofreceré un almuerzo junto con nuestros parientes y amigos en esa vieja iglesia donde pronunciamos nuestros votos y ahí regalaré tus huesos. No dejaste una lista para saber quién se queda con qué, así que yo hice una.

Pero mi ofrenda no se parecerá a las otras: lúgubres, sombrías y lacónicas. He asistido a ellas y me han dejado un mal sabor de boca, como a cenizas y carbón. Me rehúso a regalar tus huesos en cajitas para que se queden empolvándose en alguna repisa; sería un desperdicio horrible.

Por eso, tomé tus huesos, mi amor, y los hice funcionales y hermosos. Los colgué y envolví con terciopelo, platino y gemas. Te fueron muy útiles en esta vida y continuarán siendo útiles para tus seres queridos. Transformé tus escápulas en cucharas y tu cráneo en un tazón; enhebré tus dientes e hice un brazalete para tu sobrina nieta más joven.

Tus vértebras, entrelazadas con perlas, serán un bello collar para tu hermana, de modo que pueda llevar el peso de tus huesos sobre el cuello. Tu costillar, ornado de encajes y lentejuelas, embellecerá el vestíbulo del instituto para que todos los científicos que pasen por ahí nunca olviden a su fundadora.

Si pudiera verte leyendo esto, imagino que sonreirías y dirías algo como “por eso me casé con una artista”, como sea que sonrías y hables en cualquier versión de tu existencia. Pero nunca lo sabré a ciencia cierta.

No se me dan los números, nunca se me dieron, así que tu hermana me explicó cómo funcionaría esta carta. Espero haberlo entendido bien: las transmisiones de radio viajan a la velocidad de la luz, pero tu nave se dirige al límite de nuestra galaxia en saltos de mil años luz. Tu primera parada será en las cercanías de Delta Orionis y mi carta tardará mil años en llegar ahí. Pero no hay problema, porque cada parada durará poco más de mil años, ya que el combustible de hidrógeno tarda ese tiempo en juntarse y tú junto con tus compañeros navegantes pueden permitirse la espera gracias a que fueron inmortalizados en un montón de unos y ceros que se crearon con base en patrones cerebrales. Luego tu nave saltará otros mil años luz, mientras mi carta continúa su viaje hacia el exterior sólo a la velocidad de la luz. Daremos saltos a lo largo de nuestro camino por el universo: nave, carta, nave, carta, nave; una y otra vez.

Así que esta puede ser la primera vez que recibas mi mensaje, o la septuagésima, o la milésima… más allá del límite de la Vía Láctea.

Siento que debería escribirles a mil Anatolias diferentes, a todas las Anatolias del futuro, pero no conozco a ninguna de ellas. No sé qué maravillas te develará el universo ni la manera en que ese asombro te cambiará. Cuando recibas esta carta, llevaré muerta cientos de años. Y sólo es el comienzo. Dentro de cien mil años, no habré sido otra cosa sino una diminuta irregularidad, una aberración orgánica en el largo camino de tu vida. Yo permanecí de carne y hueso, pesada, mientras tú corres etérea a través de los cielos, después de haber dejado atrás tu sangre y tus huesos.

¿Cuánto recuerdan del corazón de la estrella en la que nacieron el hierro de tu sangre y el calcio de tus huesos? Y si ellos pueden olvidar ese calor y esa luz, temibles y magníficos, ¿qué esperanza tengo de ser algo más que una ordinaria nota al pie para ti?

He estado pensando en esa playa de Seattle, el lugar donde hicimos el amor por primera vez sobre la suave arena; las olas murmuraban a nuestros pies mientras el placer nos envolvía continuamente. En mi memoria, abracé tu cuerpo cubierto de sudor y lo besé mientras tú apuntabas al brillante cielo nocturno y hablabas del nacimiento, la vida y la muerte de las estrellas en escalas de tiempo que no podía comprender. Dijiste que nuestra galaxia se fundiría con la de Andrómeda en cien mil millones de años; con palabras resplandecientes describiste el maravilloso espectáculo de luz que verían aquellos que pudieran presenciarlo. 

Cien mil millones de años. Ni siquiera podía imaginar cómo se vería el planeta en mil millones de años; cómo se verían los descendientes de la humanidad. Todo lo que veía eran extraños titileos distantes en el cielo.

En ese momento supe que te perdería, mucho antes de que se propusiera la idea de las naves mentales, mucho antes de que intentaras convencerme de que la tecnología de los ansibles nos mantendría en contacto a través del espacio, mucho antes de que el lúgubre director del proyecto dijera ante un auditorio lleno de familiares: “Aún podemos rastrear su progreso, pero la función de enviar/recibir no sirve”. Mucho antes de eso, en la playa, ya sabía que un día te me irías como agua entre los dedos.

Después de todo, tú eras la brillante catedrática con la mirada siempre puesta en el cielo y yo era la niña boba con los pies anclados en la arena.

“La ciencia se trata de correr riesgos”, dijiste una vez. “También el amor”, contesté.

Quise quedarme yo misma tu fémur derecho. No es que lo aprecie más que los restantes doscientos cinco huesos, pero lo vi y se me figuró una flauta, delgada, hueca y con la punta de metal; y cuando me imaginé la flauta, vi un potencial infinito… Una manera, mi amor, de que los restos de tu existencia terrenal me pudieran aportar alegría. Tus sobrinas nietas, en esa gran tradición de tu familia de ser más brillantes que los soles, están construyendo su propio radiotransmisor para enviar mensajes a la tía Anatolia. Cuando esté terminado, lo llevaremos a esa playa de Seattle junto con la flauta que hice de tus huesos. Ahí la tocaré. Te enviaré melodías interpretadas con la flauta de hueso a través del cuenco celestial, más allá del límite de la Vía Láctea, donde, en cien mil años, sonará y el sonido te pasará de largo, suave como el susurro de una mariposa en el bosque.

 

Traducción de Luis Alejandro Maciel Ortiz

 

Sobre JY Yang

JY Yang escribió la serie de novelas Tensorate, publicada por Tor.Com Publishing (The Red Threads of Fortune, The Black Tides of Heaven, The Descent of Monsters y The Ascent to Godhood, disponible en 2019). Sus obras han sido finalistas de los premios Hugo, Nebula y World Fantasy; y sus relatos breves han salido a la luz en varias publicaciones, como Tor.com, Uncanny Magazine, Lightspeed, Clarkesworld y Strange Horizons.

JY es queer, de género no binario y vive en Singapur. Para más información sobre JY Yang, visite su página de internet en http://jyyang.com o en Twitter: @halleluyang.