Apuntes para una película y Breve ensayo sobre los nombres
Luis Fernando Rangel
Apuntes para una película
Cómo no conoció a mi papá. Se murió el año en que usted nació, ¿no? Mi papá era bueno pa los caballos, tenía un alazán bien bonito. Su papá también tenía caballos muy bonitos. El Calcetín, por ejemplo. Pero ese no lo corría. Una vez Braulio se le montó y lo traía en corretiza por todos lados. Mi papá a veces corría el alazán; Cometa, se llamaba. Una vez lo quisieron matar. Le hicieron trampa en una carrera, le metieron un trapo en la boca con no sé qué cosas y a media carrera el caballo se cayó y tumbó a mi papá. El caballo estaba escupiendo mucha sangre. Estaba afogado. Mi papá nomás se lastimó el brazo. Se enojó y les empezó a gritar: “Bola de cabrones, buenos fueran pa meterse con uno”. Yo estaba chavala. Me acuerdo. Y Chago se le fue a un altote, de los Rubio, le reventó una lata de cerveza en la cabeza y antes las latas eran muy gruesas. N’hombre, no lo soltaba, le metía uno tras otro. Y Chago estaba chiquito chiquito. Mi papá lo regañó mucho. Nomás le gritaba “Santiago, Santiago”, pero Chago no le hacía caso. Y el caballo ahí, en el piso, bravo. Estaba bonito. Ese caballo una vez lo corrió Lázara. Ella era muy buena para correr. Siempre le pedía el caballo a mi papá. Y mi papá se lo rentaba. Y Lázara ganaba las carreras y hasta le pagaba más. Una vez corrió tres veces contra el mismo corredor, porque el otro no aceptaba que le ganara, pues era mujer. ¿Usted cree? ¿Cómo iba a dejarse? Era bien aferrado. Luis, se llamaba. Ah, pues ella sale en la película, bueno, casi todos. Las actas de Marusia. ¿Sí le ha contado su mamá de cuando la grabaron en el pueblo? Bien bonito. Yo ya tenía como treinta años. Su mamá estaba en la primaria o la secundaria. Los de la película llegaron un día quién sabe cómo y de pronto vimos que por las calles pasaban hombres y mujeres que no conocíamos. Ya después se presentaron en la placita. Y nos pusieron a hacer audiciones, que para salir en la película. No me acuerdo si ahí salieron Pascual, Chepina, Quica, bueno, es que salieron casi todos. Hasta Chumel, en una escena va trepado en un tren, de soldado. Y lo más bonito fue que grabaron en la mina. Decían que la película era de unas minas quién sabe dónde, pero la grabaron acá porque les gustó. ¿Por qué no me busca esa película en internet? Me gustaría verla.
Breve ensayo sobre los nombres
—De las hijas de don Espiridión, la más bonita es Panta.
—N’hombre, pues si la más bonita espanta, ¿cómo estarán las otras?
Así decía mi abuelito Pascual. Es que allá en el rancho todos se llamaban así, medio raro. Pantaleona, se llamaba la muchacha. Pero dicen que sí era guapa. ¿Te imaginas? Por eso le decían Panta. Si el nombre lo tenía feo, al menos lo demás lo tenía bonito. Es más, ¿a que ni sabes cómo se llamaba mi abuelita? María Cleofas. Pero dice mi padrino el Güero que se cambió el nombre, se dejó nomás el María. Quién sabe si sea cierto, pero ya ves cómo eran las cosas antes. Uno nomás llegaba a un lado, decía las cosas y ya, se daban por hecho. Cuando se mudaron de Satevó a Velardeña o San Antonio —no me acuerdo bien—, llegó y se presentó: “María Mendoza, mucho gusto”. Hasta había una cantante famosa que se llama así. Pero el Cleofas lo dejó en Satevó y pues yo ya nunca escuché que nadie le dijera así.
Es como tu abuelito Lolo cuando mijo, Braulio le llevó a Pepe, para presentarlo. ¿Te acuerdas? Bueno, igual y no, porque estabas muy niño. Pero era cuando tenía el rancho allá rumbo a San Diego de Alcalá. Braulio llegó y le dijo: “Mire, abuelito, aquí está mijo, se llama José Manuel”. Se llamaba José por el abuelito de Susana y Manuel por mi papá. Y Lolo le dijo: “Ay mijo, le hubiera puesto como mi abuelito”. Y Braulio le preguntó: “¿Pues cómo se llamaba su abuelito?” Y él le dijo: “Saturnino”. Braulio nomás se estaba riendo, el condenado. ¿Te imaginas? ¿Cómo le iba a poner Saturnino? Aunque el papá de Lolo se llamaba Ignacio, ese nombre sí está bonito. Me gusta cómo suenan los nombres. Dolores Rangel e Ignacio Rangel. Jacobo era el otro abuelito. Ah, pues tu papá sí te contó de él, era el viejito que parecía santoclós: la barba larga larga y canoso, así, bien blanco.
Tú te llamas Luis Fernando por Ramón, porque cuando estaba embarazada le pregunté a mijo, tenía como tres o cuatro años, y me dijo que Luis Fernando. Y me gustó. Yo creo que lo escuchó en la novela.
Ramón se iba a llamar Candelario, como tu abuelito —el papá de Andreita—. Le decían don Cande. Fíjate, de saber que a Ramón le iba a gustar el nombre, se lo dejo. Los dos nacieron el dos de febrero, pero te pareces más tú a él que Ramón. Bien raro, como que la sangre llama. Cuando estabas niño y te ponías a escuchar música en la sala, que te acostabas a un lado de la grabadora y ponías los casetes, decía mi viejo: “Mira, vieja, se ve igualito a mi abuelito”.
En el pueblo había nombres bien raros, aunque también casi todos tenían apodos. De algunos ni me acuerdo el nombre, nomás el apodo. Pues ya ves tu papá, que le decían el Canica. Primero que porque estaba muy ojón y tenía los ojos de color, como las canicas a las que les decían “ojos de gato” y luego que porque era muy bueno para jugar canicas. Pues qué más iban a hacer, sino jugar. Porque a tu tío Daniel le decían el Guache, porque era rebueno para jugar a las guachas. Ahí los dos se hacían compañía cuando Lolo y Andrea no estaban. Y pues de mis hermanos, a Martín le decían el Tubo, porque era rebueno para jugar beisbol y decían que pegaba con tubo, pero ya ni picha ni cacha ni deja batear; a Cornelio le decían la Leona, quién sabe por qué. Y pues está el Camión, el Caimán, el Comelonches —porque les robaba la comida a los primos en el recreo—, la Araña, el Pusí —porque ese nomás decía eso, le preguntaban algo y decía “pus sí”—, el Fantasma, el Pinto. Quién sabe qué otros apodos habría. Porque mi papá a veces nomás mentaba: “No, pues dicen que el finado Rodríguez dejó muchos problemas”. Y mi mamá le preguntaba: “¿Quién?”. Y él le decía: “Pos el Gato”. Y ya mi mamá decía: “Ah, sí”. Pero así nos perdíamos, entre nombres y apodos.
Nota
Estos ejercicios de oralidad, propuestos en el taller de poesía de Grafógrafxs, nos sitúan ante la capacidad de aprender a escuchar, a partir del rastreo de la oralidad, del ejercicio creativo de escuchar y no de decir y escribir, sino limitarse a dejar rastro de las palabras que emanan de la boca de alguien más. Escuchar es una gran virtud. Por eso, la actividad propuesta fue platicar con alguien mayor, con nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros vecinos o alguien que desde la experiencia nos relatara la vida. Porque las grandes narraciones vienen de ahí, basta como ejemplos las historias de Rulfo y García Márquez. La primera reza que el primero dejó de escribir porque se murió la gente que le contaba las historias; la segunda, que ante el Premio Nobel, la madre del escritor se sorprendió porque dijo que lo único que sabía era que su hijo tenía muy buena memoria porque todo lo que había escrito se lo habían contado. Así, este ejercicio fue grabar o guardar en la memoria eso que nos contaron para luego pasarlo a la hoja y sorprendernos con la magia del lenguaje. En Grafógrafxs nos adentramos a otras visiones de la poesía y del lenguaje. Porque la poesía no sólo canta, también cuenta.
Mi abuela nació en Satevó, un pueblo de Chihuahua de donde era el bandido el Chato Nevárez —el Robin Hood chihuahuense—, de donde venía mi abuelo. Con esa pequeña introducción, me gustaría apuntar dos cosas: mi abuelo nunca me contó la historia del Chato, pero mi abuela sí. Mi abuelo prefería el silencio. Mi abuela prefería contar historias. Además, tenía el talento de hacerlo, la facilidad de la palabra y el don de la memoria. Así, se adentraba en los recuerdos y tejía historias fantásticas que —si no me mostrara en fotos a los personajes, los lugares y las personas la secundaran— podría jurar que se las inventaba de lo inverosímiles que eran.
Una de ellas fue la historia de cuando se filmó en el pueblo Actas de Marusia, una película que hablaba de un conflicto minero en Chile. Luego, en la universidad compartí clases con un maestro chileno, con el cual alguna vez mi hermano y yo conversamos sobre la película y fue curiosa la forma en la que nos hermanaba algo tan extraño: una película que se filmó en las tierras de mis antepasados para hablar de la historia de sus antepasados.
Sacado también de una película, se rumoraba que por las calles de Santa Eulalia caminó uno de los cantantes y cómicos más populares del siglo pasado. Un hombre nacido en Los Herreras, Nuevo León, pero que en sus películas decía ser de Chihuahua: Eulalio González, mejor conocido como el Piporro. Ajúa. Él actuaba en películas que parecían haber salido de la pluma de Juan Rulfo o Jorge Ibargüengoitia; lo mismo se peleaba a balazos con bandidos, que con armas láser contra extraterrestres. En fin, dicen que los chihuahuenses son buenos para las charras.
Otra historia interesante es la del fervor por los caballos y, en general, por los animales que los acompañaban en el pueblo. La compañía que se hacen los seres humanos y los animales forja vínculos extraños. Nombrar a los animales es una forma de entablar el cariño. Así, los caballos desfilaban por la memoria de mi abuela para contarme la historia en la que corrieron, arrastrando las historias de mis bisabuelos, abuelos y de mis padres. De esta forma, compartí, sin saber, con Calcetín el temor por la muerte de papá.
Por último, a partir de una conversación con mi madre, empezaron a saltar ciertos cuestionamientos y así, para responderlos, fuimos saltando de pueblo en pueblo, de nombre en nombre, de apodo en apodo. Comenzamos hablando de mi padre y de su apodo tan peculiar —Canica—, a partir de una experiencia muy divertida que viví de niño, cuando uno de los hijos de los amigos de mi padre, que solamente lo ubicaba bajo el nombre de Canica, se acercó a mi hermano y a mí para preguntarnos si ese era nuestro apellido: “¿A poco se apellidan Canica?”. Ante eso, mi hermano y yo nos reímos, porque a su padre también lo ubicábamos por su apodo. De esta manera, al regresar a casa le preguntamos a mi madre el origen de todos esos apodos. Y así comenzó a contarnos la historia del pueblo, en donde cada quien se llamaba como podía darse a entender y donde los apodos eran tan raros y originales que algunos estaban llenos de misterio y otros incitaban, indudablemente, a la risa, pero ante esto salta de nuevo la magia de la palabra: ¿cómo llamar a las cosas?, ¿cómo darles una palabra para hacer que existan en el mundo?
Luis Fernando Rangel (Chihuahua, 1995). Poeta, narrador y editor. Es licenciado en Letras Españolas por la UACH. Autor de Corridos de caballos (Medusa, 2021; IV Premio Nacional de Poesía “Germán List Arzubide”) y Dibujar el fin del mundo (Editores UACH; Premio Estatal de Poesía Joven “Rogelio Treviño” 2017), entre otros. Su obra ha merecido los reconocimientos de los Juegos Florales de Lagos de Moreno 2021 en la categoría de cuento y el segundo lugar del Premio Nacional de Relato “Sergio Pitol” 2017. Textos suyos aparecen en revistas de México, Colombia y Estados Unidos, como Tierra Adentro, Punto de Partida, Punto en Línea, Rio Grande Review, Nueva York Poetry Review, Visitas al Patio, Cuadernos Fronterizos y LIJ Ibero, así como en diversas antologías. Es director de la revista Fósforo. Literatura en Breve y director editorial de Sangre Ediciones. Actualmente conduce el programa radiofónico “El Pensador” en Radio Universidad de la UACH y forma parte del taller de poesía de Grafógrafxs.