La ruptura
Judith González Pérez
Hacía ya tiempo que no me acordaba de ella. Los corazones de terciopelo pegados en los vidrios de las tiendas me la sacaron trabajosamente del rincón de la memoria en el que la embutí.
“Tere, para los amigos”, nos dijo cuando se presentó. Nos dio la confianza de hablarle de tú, pero yo nunca lo habría hecho. Me dirigía a ella siempre con mucho respeto y seriedad. No era como ninguna de las maestras que yo había tenido. Se sentaba en el escritorio, que, en ese momento, se convertía en la cómoda jaula de una leona de movimientos sensuales. Su cuerpo estaba hecho de una penetrante esencia de romero y menta, y un pedacito oloroso de ella se adhería a los trabajos que nos calificaba. Daba la clase con una pasión que no permitía distraerse; es más, el tiempo no alcanzaba para todo lo que nos tenía que decir. Entonaba cuentos o poemas que retumbaban en todo el piso de la prepa, o murmuraba y sus palabras viajaban trabajosamente hasta nosotros, o se le descomponía la cara y se le pintaban de vidrio los ojos. Una vez trajo el poema de una rusa o una polaca o algo así.
Mirad a los felices:
¡Si al menos se escondieran un poco,
si fingieran agobio para reconfortar a los amigos!
Escuchad cómo ríen: es una afrenta.
En qué lengua hablan, al parecer comprensible.
Y esos ceremoniales, esos miramientos,
esas primorosas y mutuas atenciones,
¡diríase un complot a espaldas de la humanidad![*]
Su cuerpo recreaba las palabras y me hechizaba. Entonces empecé a hacerme ilusiones. Antes de dormir, me imaginaba que ella les pedía a mis compañeros que nos dejaran solos, para luego invitarme al escritorio a descubrir misterios de adultos. Y ya en mis sueños, el escritorio se hacía tan grande como mi cama y yo tenía en mí su aroma, porque mis trabajos con sus notas estaban debajo de la almohada. La escuchaba declamar con voz ronquita los poemas de la clase. Esa Tere era mi maestra en el arte de besar y de tocar.
El Día del Amor y la Amistad mis amigos Leobardo y Rodolfo querían ir al Calvario. Ellos tenían novia, pero yo no. Mis padres me lo habían prohibido. Yo era el primero de toda mi familia de campesinos que había salido del pueblo a estudiar a la prepa 1 de Toluca, y no querían que me pasara lo que a mis primos, que se habían casado muy jóvenes y a los veinte años ya eran padres de familia con obligaciones, con problemas.
Yo no conocía el famoso Calvario, y por mera curiosidad terminé yendo, pero la verdad es que me daba miedo irme de pinta. Me convencieron con la promesa de que regresaríamos a la clase de redacción para entregar mi tarea.
A fin de darle seriedad a la celebración, Rodolfo había comprado unas caguamas. Subimos a buscar un kiosco, escogimos el menos sucio y empezamos a brindar por nuestra amistad. Yo nunca había tomado y la cerveza me supo feo, pero me dio pena confesarlo. Luego me sentí muy contento, al ver los colores más vivos y al escuchar los sonidos más lejanos. Me llegó mucha paz, mucha calma. Leobardo y Magali se fueron detrás de un árbol. Rodolfo se fue con Valeria a otro kiosco y se metían mano.
Ahí estaban ellos en “un complot a espaldas de la humanidad”. De pronto comprendí lo de “esos ceremoniales, esos miramientos, / esas primorosas y mutuas atenciones”. Regresé corriendo a la escuela, a mi salón, y abrí la puerta de un golpe. Ahí estaba mi Tere recogiendo las tareas.
—Adelante, Javier, pasa. Si trajiste el poema, entrégamelo ahora, por favor.
No me moví. Desaparecieron los alumnos. Ahí estábamos ella y yo, solos, a punto de entrar a nuestro Calvario-Paraíso. Se sentó en el escritorio y puso el montón de papeles a su lado, tocando su cadera.
—Adelante, Javier.
Una caguama me había convertido en todo un hombre.
—Te amo, Teresa. Te amo, no como alumno, sino como lo que soy.
De pronto cuatro manos me jalaron. Mis amigos se habían dado cuenta de que me eché a correr como loco sin fijarme en los coches, y vinieron detrás de mí.
—¿Está bien?
Ella sabía que no.
—Sí, sí, está muy bien.
—Llévenselo y denle agua o un café.
Me arrastraron hasta las canchas.
—No chingues, güey, no sabes tomar; de haber sabido, no te invitamos, cabrón.
—¿Qué le dijiste a la maestra que todo el salón tenía cara de what?
La vergüenza me dictó la respuesta.
—¡Ni sé!, ¿no ven que vengo pedo?
—Ah, sí es cierto.
Aquella noche, humillado y derrotado, le expliqué en mi sueño a una afligida y suplicante Teresa que, a pesar de lo que le había dicho, lo nuestro definitivamente tenía que terminar.
Judith González Pérez (Toluca, Estado de México, 1971). Cursó el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores del Estado de México. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.
[*] Fragmento de Amor feliz, de Wislawa Szymborska.